Son extraños o, tal vez, previsibles los derroteros por los que transita el cine actual, la literatura, la novela, la poesía, la pintura o cualquier arte. Si nos olvidamos de lo que no llega al gran público -con pocos medios o experimental-, nos movemos entre la banalidad y un compromiso que no vaya demasiado lejos ni moleste demasiado. Como escribe Marta Sanz en su autobiografía literaria Los íntimos: "un líquido edulcorado que te hace cosquillitas en el paladar".
En los Goya tendríamos La infiltrada, por un lado, y el 47, por el otro. En los Óscar, Emilia Pérez o La sustancia pertenecerían al primer ámbito en géneros tan clásicos como el musical o el gore. El compromiso amable lo encontramos en The brutalist, la obra épica que Hollywood busca para justificarse a sí misma cada año.
Si nos fijáramos en estos ejemplos podríamos concluir que solo la Historia o mirar hacia atrás con espíritu crítico nos salva un poco de la mediocridad, porque las reflexiones sobre el presente se convierten en una farsa sin sustancia, fuegos de artificio, placebos inconsistentes y ridículos. Y son décadas yendo en esta dirección.
Las modas forman parte de nuestra vida cotidiana. Siempre han influido en todo tipo de creación artística. Es más, sin ellas no existiría el arte. También sabemos que el tiempo es un juez implacable. Las modas pasan; las obras de calidad, los genios, los talentos que destacan en todos los periodos artísticos, los que se nutren de la tradición y lo actual para llegar más allá, si logran superar el paso del tiempo hasta nosotros, sobreviven y continúan emocionándonos.
Sí, a veces también hay espacio para películas con buenas historias o que, por lo menos, podamos admirar o disfrutar de personajes maduros, complejos, sin necesidad de sangre, vísceras o espectáculos pirotécnicos o digitales.
No dediqué a Anora ninguna entrada, porque la primera impresión que tuve al verla no me dejó con la sensación de que fuera una película redonda o magistral. Viendo el panorama de este año mis recuerdos, mi mirada la ha transformado. Y para mejor.
Tal vez porque nos encontramos ante un buen guion que busca simplemente contar una historia; aquí sí hallamos lo que deseamos los amantes del buen cine o, al menos, del clásico.
Los personajes -al menos, los dos principales en una primera parte del metraje- son banales y superficiales: desean dinero, un buen nivel de vida, disfrutar sin responsabilidades. Inmadurez en estado puro. Como el arte o el ocio del que disfrutamos todos los días. La realidad es otra. En la segunda parte aparecen otros personajes -sobre todo, uno de ellos, un joven ruso que tiene que cumplir una misión bastante desagradable- que dan la vuelta a la tortilla. Y la narración cambia de dirección. No necesitamos parodias sanguinolentas como en La sustancia o espectáculos superficiales al estilo Emilia Pérez.
A veces la sencillez es suficiente. El ruso se ha ganado nuestro respeto y el de la protagonista. En la escena final -no hay nadie que la haya visto que no la destaque- solo tenemos a dos actores en un espacio muy reducido; basta para dejarnos sorprendidos e impactados, para que nos quedemos con un nudo en el estómago. Transmite ese poso que solo encontramos en buenas películas. Y, aunque al principio, no nos llame la atención, no la olvidamos. Otras que obtienen un éxito tan perecedero como momentáneo, ni siquiera recordaremos en unos años por qué concitaron tanto interés. Los medios influyen, por supuesto, la publicidad, la propaganda y una intensa y profunda campaña de banalización.
Tenemos todavía la sencillez: la única forma de supervivencia y de compromiso real que nos queda.
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