"El lenguaje es inútil cuando se trata de decir la verdad, de comunicar cosas, sólo permite al que escribe la aproximación, siempre, únicamente, una aproximación desesperada y, por ello, dudosa al objeto, el lenguaje sólo reproduce una autenticidad falsificada, una deformación espantosa, por mucho que el que escribe se esfuerce, las palabras lo aplastan todo contra el suelo y lo dislocan todo y convierten la verdad total en mentira sobre el papel..."
El frío, Thomas Bernhard.
La obra en prosa de Bernhard -el teatro de este autor es un gran desconocido fuera de Austria- te arrastra, aunque no lo desees. Su personalidad es tan arrolladora que no tienes más remedio que dejarte llevar por su estilo y energía. Repeticiones, largas peroratas y soliloquios, un discurso continuo que no se detiene, un ritmo que desborda, arrambla, te aplasta y te vacía.
No nos engañemos. Sobrevivió a un mundo terrible y cruel -sin padre, con una relación contradictoria y tirante con su madre; tuvo como maestro a su abuelo, un hombre frustrado e idealizado por el nieto en Un niño; vivió una segunda guerra mundial, una educación estricta, agresiva, un sistema sanitario incompetente y frío, fue testigo de un mundo injusto, que es también el nuestro, y lo vivió en sus propias carnes- y esa brutalidad aparece en cada una de las palabras que escribió. También le permitió tener una actitud discordante, agresiva contra todos, solitaria, irónica, crítica y escéptica. Una voz que no se amoldaba al discurso oficial, que nadie pudo asimilar, porque nunca lo permitió. Se echan de menos esas voces en el desierto; tal vez porque el riesgo es enorme para cualquiera que acepte esa misión. Y él ya lo había perdido todo.
Su pentalogía autobiográfica recoge todas sus obsesiones y, al mismo tiempo, busca, sinceramente, una verdad, la suya; sin duda, tan falsificada o manipulada como todas nuestras verdades individuales o colectivas.
"Queremos decir la verdad, pero no decimos la verdad. Describimos algo verídicamente, pero lo descrito es algo distinto de la verdad... nos hemos contentado con querer escribir y describir la verdad, lo mismo que decimos la verdad, aunque sepamos que la verdad no puede decirse jamás...
La educación, decía Bernhard es una maquinaría que aniquila a los hombres, los aplasta... Así lo repite una y otra vez; sobre todo, en El origen. Se refiere a la educación que recibió su generación, la de mis padres o abuelos. Sin embargo, ¿no es esa la función de todo sistema educativo: someter a los futuros ciudadanos o, más bien, clientes, a un determinado modelo de pensamiento, sea capitalista, nacionalsocialista, nacionalista, patriótico, católico, neopedagógico? Se diría que los profesores ahora somos más cercanos y comprensivos, que se ha pasado al otro extremo e, incluso, tenemos escasa capacidad para imponer límites, tan necesarios para poder convivir en cualquier tipo de relación social; sin embargo, no dejamos de ser instrumentos de una forma de sometimiento, porque preparamos para la esclavitud del trabajo o para una sociedad, como la actual, democraticamente endeble e inconsistente, y esa es nuestra función principal, aunque también nos convenzamos a nosotros mismos cada día diciéndonos que les proporcionamos, además, cultura y otra visión más amplia y crítica del mundo. Seguimos estando en cárceles con rejas, aunque estas parezcan más amables y empáticas, más dulcificadas.
La experiencia de Bernhard con la sanidad pública fue terrible, reflejada con crudeza en El aliento o El frío. Estuvo al borde de la muerte muchas veces. Y le dejó terribles secuelas que explica su temprana muerte a los 57 años. Es natural que desconfíe de un sistema que tritura a los seres humanos, que distingue entre ricos y pobres, que convierte a los pacientes en cifras, datos, en experimentos. Es natural que desprecie a los médicos y a las enfermeras que acaban asumiendo una máscara que les proteja del dolor, ignorantes, soberbios. Incluso, aunque yo haya encontrado médicos o enfermeros cercanos en la sanidad pública, no puedo negar que en bastantes ocasiones haya adivinado tras sus palabras otras que leía entre líneas: "No sé qué tienes... Las farmacéuticas son las que mandan... Yo sé más que tú, aunque no tenga ni idea de lo que te pasa... ".
... Los sábados son los verdaderos homicidas del mundo, y los domingos hacen evidente ese hecho de la forma más insoportable, y los lunes aplazan otra vez la insatisfacción y la infelicidad toda la semana hasta el sábado siguiente, hasta el siguiente empeoramiento de la enfermedad...
Los seres humanos para Bernhard son despreciables. Wittgenstein, su referente en el plano filosófico, tenía una visión similar. Y esa mirada te conduce sin remedio a la locura. El sobrino de Wittgenstein.
En parte, es así. Lo somos. Somos egoístas, supervivientes, buscamos nuestro interés y el de los nuestros. Si tenemos que elegir, no hay dudas. Y acabamos como seres aniquilados, aplastados, agotados. Representamos papeles porque la sociedad nos devoraría, si no lo hiciéramos. Nuestros cuerpos se pudren y son nauseabundos, cuando se enfrentan a la enfermedad o a la muerte.
Su posición era radical, sin duda, y parece borrar de un plumazo otras cualidades. Solo lo parece. Es esa mezcla la que hace del ser humano una contradicción perpetua. Montaigne, otra de sus influencias, lo sabía. Y Bernard también era muy consciente.
Y queda la escritura, la revelación...
... A veces levantamos la cabeza y creemos que tenemos que decir la verdad o la aparente verdad, y la volvemos a bajar. Eso es todo"
Final de El sótano, Thomas Bernhard.
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