sábado, 22 de diciembre de 2018

LA DESCOMPOSICIÓN DE UN SISTEMA


Me encanta la Historia. A veces mucho más que las lenguas clásicas o el cine, mis otras dos pasiones.
La Historia es un proceso muy largo, llena de recovecos. Y nosotros, que vivimos tan poco tiempo, inmersos en ella, no somos conscientes de sus cambios y transformaciones, hasta que se han producido. Aún así, tenemos la capacidad de salir del cascarón en el que vivimos y reflexionar desde fuera.

No siempre es posible. La vida cotidiana nos arrastra; es difícil ver desde arriba, como si tuviéramos un mapa. Me encanta observar el mundo desde esa perspectiva; a ras de suelo, es cierto, puedes ver lo más pequeño, pero se te escapa una visión general, imprescindible. Y con este mapa, aunque sólo sea la imaginación la que nos lo proporcione, podrías tener a tu disposición el conjunto de los elementos que influyen en nosotros. De todas formas, aunque los conociéramos, mucho más difícil sería cambiarlos.

A mis alumnos les doy clases de Historia a la par que les enseño Latín. En diciembre ya he hecho una introducción; en enero les hablaré de la descomposición del sistema republicano en la Antigua Roma. Hubo muchos factores que lo explican, conocidos por los investigadores: ante la expansión de Roma se produjo un empobrecimiento de las clases medias rurales, llegada de mano de obra esclava, riquezas que acabaron en pocas manos, creación de una clase media ecuestre que necesitaba de un nuevo sistema político que favoreciera sus intereses. Más de cien años y tres guerras civiles fueron necesarias para que la República moribunda pasara a ser un Imperio. Hubo intentos democratizadores -Los Graco-; rebeliones -tres guerras serviles: la de Espartaco es la más conocida-, una guerra social. Al final, una familia, un solo hombre apoyado en las nuevas clases emergentes y un ejército "popular", en una sociedad agotada, sedienta de paz social, consolidó un nuevo sistema. Quien vivió estos acontecimientos, desde dentro, no creo que fuera consciente de los cambios, como sí lo somos nosotros, pasados tantos siglos.

Nos ocurre lo mismo; está claro. El capitalismo, aunque tuvo precedentes en la Holanda del siglo XVII, nace con sus rasgos característicos en el siglo XIX: explotación, universalidad, clase media burguesa, mecanización. Necesitaba muros de contención. El socialismo y el comunismo funcionaron, con sus contradicciones, en ese papel. Las guerras -fueran mundiales o concentradas en lugares concretos- formaban y forman parte del mecanismo. El capitalismo las necesita para sobrevivir.
La caída del muro, el final del comunismo hacía pensar que el capitalismo había triunfado. En realidad, en estas tres décadas lo que ha hecho es agudizar sus propias y complejas contradicciones. Sin muros de contención que lo limiten el capitalismo muestra todos sus garras. La socialdemocracia y la izquierda, el estado de bienestar, el ecologismo, el desarrollo económico fueron los mecanismos que las democracias formales en un sistema bipartidista encontraron para suavizar sus aristas y ofrecer a la clase media una alternativa diferente al comunismo. Ahora se diluyen, se debilitan y no pueden detener al monstruo.

Es cierto que podríamos pensar que no hay problemas, si nos paseáramos por los grandes centros comerciales y turísticos del mundo. Yo lo he hecho. Allí no parece que haya conflictos, sea en Argentina, en Los Ángeles o en Tokio. Si te alejas un poco, otra realidad se te muestra: pobreza, marginación, violencia... Allí están los votantes de extrema derecha o los que, decepcionados, ya no votan: el origen o la excusa de los conflictos, aunque no queramos verlos.
Existen realidades paralelas: la de los medios de comunicación, controlados por las grandes empresas con sus intereses; la de facebook o twiter, en la que, encapsulados, preferimos movernos en mundos pequeños, sólo con los nuestros. La realidad no es unívoca; pero lo parece, a no ser que nos fijemos más detenidamente.
Además, el planeta se queja; es explotado. No sólo mueren miles de personas buscando un mundo mejor -nadie se ha interesado por la muerte de diez inmigrantes en una patera esta semana-, también mueren cientos de seres vivos. El agotamiento de las energías fósiles es ya una realidad. Su sustitución requeriría de un modelo económico en el que primara el ahorro y no los gastos superfluos. El capitalismo y la Humanidad continúa su marcha progresiva hacia el desastre. El consumismo tiene sus límites. Podemos pensar en otras generaciones, decelerar el proceso o detenerlo. O no hacer nada.

Todos sabemos que habrá nuevas crisis económicas. Las deudas de los Estados son inmensas. No podremos pagarlas. ¿Y entonces, qué ocurrirá?
Cada país -aunque estemos interconectados- tiene sus conflictos. Estados Unidos necesita mantenerse como superpotencia, pero eso supone unos gastos que quizá no sea capaz de sostener. Rusia ha asumido, como China, que los derechos humanos queden en un segundo plano; el desarrollo ecónomico y la unidad del Estado se impone. Europa aún se mueve en esa contradicción: mantener los derechos sociales adquiridos por las generaciones precedentes y su historia compartida y, al mismo tiempo, la disgregación y los sentimientos nacionales que con nuevas crisis económicas se irán agudizando. Francia es un buen ejemplo de esta situación.
Europa, como entidad supranacional, es un cadáver que se niega a morir. El Brexit, la llegada de los partidos de ultraderecha, las políticas migratorias son sólo muescas de esta descomposición. Y como ocurrió con la República romana el proceso puede ser largo. Aunque, en este mundo en el que vivimos, se pueden acelerar a un ritmo vertiginoso.
España tiene sus contradicciones sin resolver. La transición del 78 -la creación de una democracia formal- dejó un régimen que también se descompone de manera más elocuente en los últimos años. No sé si el 11 M fue un primer aviso de debilidad. La anterior crisis económica abrió la espita: el 15 M y el encaje de Cataluña fueron sus síntomas visibles.

La violencia no resolvió el problema en Cataluña; y el diálogo vacío de contenido tampoco lo hará. Vivimos en una situación de transición. Ni Cataluña puede ser independiente -necesitaría de estructuras que aún no tiene y recursos de los que carece- ni puede aceptar volver a un autonomismo o un Estatuto que desde Madrid se volvería a recortar, cuando la derecha esté en el poder. Emocionalmente la mitad de Cataluña no se siente parte de este Estado. Y en el País Vasco creo que sólo el concierto económico los mantiene tranquilos. Si lo perdieran o se les quitara desde Madrid, también querrán marcharse.
Por otro lado, las válvulas de escape nacidas -Podemos, la Colau y la Carmena, por un lado, y Ciudadanos y Vox, por el otro, partidos y nombres creados desde el sistema para regenerarse, o la dimisión de Juan Carlos I y su sustitución por el hijo- no solucionan el grave problema de corrupción estructural del modelo del 78. Es más; el sistema los ha fagocitado, los ha convertido en meros comparsas, en farsantes.
El nacionalismo español, del que Vox sólo es la punta de lanza -que, incluso hasta gentes de izquierda, que se dicen republicanas, defienden y justifican, criticando a los catalanes, porque son insolidarios, mientras ellos sólo se miran el ombligo, aunque sólo los catalanes hayan salido a la calle para protestar, mientras esa izquierda española está dormida y anestesiada-, esa unidad del Estado, protegida por la violencia legal, es, en el fondo, sólo un mecanismo de defensa ante una enfermedad degenerativa.
Y los muertos, de tapadillo, los que estaban en fosas comunes, los del 39, se desentierran, o se cambian de lugar. No se puede esconder la mierda debajo de la alfombra; no se puede huir del pasado ni dejar de afrontarlo, como hacen tantos otros. Al final, sale de nuevo y se vuelve incontrolable.

No sé si hay alternativas. La naturaleza humana y, en general, los sistemas tienden a buscar dos salidas, como ocurrió en la República romana. O el autoritarismo, sea dentro de una democracia o república formal, -Octavio Augusto, a su manera, eligió esta opción- o un modelo político sin derechos de ningún tipo - la dictadura o las propuestas que leemos en las obras de ciencia ficción, esas distopías- o una extensión de la democracia -aunque pueda derivar hacia un enfrentamiento con las élites que utilizarán la violencia legal para mantener su status quo, lo que incluirá guerras civiles-.
No invita al optimismo...

Dejo el mapa y regreso a mi vida cotidiana. Miro mi sueldo en el banco. Acaricio a Yume. Vuelvo a la escritura de mi novela. Es lo único que ahora mismo, hoy, en esta fría mañana de invierno puedo hacer. Esperaremos. Aún no ha llegado el momento.






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