viernes, 28 de febrero de 2025

LA MARIONETA

 

Lo que recordaría de esa mañana, pasados los días, sería esa imagen terrible, incómoda. No podía quitársela de la cabeza. 


En las dos últimas horas del último día lectivo antes de los Carnavales las clases se suspenden; todos, alumnos y profesores, se disfracen o no, salen al patio y contemplan el desfile. La mayoría observan o vigilan. De entre los que se disfrazan, unos, en grupo, caminan, imitando a las modelos de una pasarela, con más o menos gracia, discretos, tímidos o exagerando las poses; algunos se atreven a breves representaciones. 

Estas celebraciones le resultaban ajenas y absurdas. Entendía que los adolescentes se comportaran como niños para librarse de estar encerrados entre cuatro paredes; sus hormonas se lo gritan a todas horas. Que los adultos hicieran lo mismo, no tanto. El sentido que tenían los Carnavales de ruptura de lo convencional, de rebeldía frente a lo establecido, hace décadas en plena Dictadura, había dado paso a un infantilismo bobalicón.

Como su opinión no tenía ninguna importancia, callaba. Al fin y al cabo, no quería ser acusado de cínico o avinagrado. 

Salió S. Al principio pensó que era una representación algo forzada: una de las asistentes sostenía a una alumna que vestía de vaquera. Cuando se giraron, la reconoció. En esta ocasión S. no iba en silla de ruedas. Esa era la novedad.

Hacía mucho que S. no debía estar aquí. Llevaba dos años en Bachillerato, perdiendo el tiempo, porque no sabían qué hacer con ella. No podía hacer una FP y aquí, aunque suspendiera, al menos, se la protegía, o eso pensaba su madre. A estas alturas S. ya no se sentía frustrada y se conformaba con pasar el rato. 

Cada vez que se cruzaba en los pasillos con ella no la saludaba; porque siempre pensaba que ese saludo tendría mucho de falso e impostado. Hubiera querido decirle: "¿Qué haces aquí? ¿Por qué no te vas lejos? ¡Márchate ya! Si no, nunca madurarás y solo perderás el precioso tiempo que te queda sin poder hacer cosas diferentes". Nadie se lo decía; tampoco él lo hacía. 

Sí, era S., sin duda. La asistente la movía como si fuera una marioneta o un títere. Los brazos y las piernas se levantaban al compás de la música, cuando la asistente movía los hilos. Muchos aplaudían -"hay que apoyarla; en pro de la integración"-; él no aplaudió. Notó un nudo en el estómago que le apretaba muy fuerte. Se ahogaba. Se preguntó cómo se hubiera sentido si él hubiera estado en el lugar de S. Humillado. Era un farsa preñada de buenas intenciones. 

Los desfiles continuaron y no comentó a nadie lo que había sentido, pero no pudo olvidar durante muchos días esa amargura. Le corroía por dentro, le hacía daño, le quemaba.


Una noche soñó que dormía en su habitación; y que despertaba. Vislumbraba un resquicio de luz entre las persianas. Escuchó la voz de su madre muerta. Una sola palabra. 

Puede... 

Al abrir los ojos aún resonaban las dos sílabas. 

Puede... 



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