lunes, 30 de abril de 2018

NIÑATO: LA PATERNIDAD


Un padre, dj y rapero, despierta a sus tres hijos: dos niñas y un niño, de edades comprendidas entre los ocho y los doce años. Diez minutos en los que remolonean, mientras el padre insiste en que se vistan y se den prisa, porque tienen que ir al cole. Este es el comienzo de Niñato.

Sencillez. Vida cotidiana, mostrada con naturalidad. Hay mucho trabajo detrás. Más de cinco años. Y una amistad entre él y su amigo, el protagonista, de unos quince.

Logra sus mejores momentos cuando vemos al padre y a su hijo: el que, seguramente, cuando sea adolescente, será el más conflictivo y rebelde. ¡Qué difícil es ser padre y cuánto esfuerzo en el día a día! Se deben poner límites, enseñarle a ser responsable y, al mismo tiempo, darle cariño. Una dedicación a tiempo completo; aún más, si asumes solo y con escasos medios económicos esa tarea. Eso es lo que vemos en Niñato.


A veces no se entienden diálogos y hay partes que se alejan del tema central, que cojean y sin un desarrollo preciso, pero eso, al contrario, ayuda a visibilizar una naturalidad, que no es forzada en ningún momento, aunque intuyas que se ha trabajado durante mucho tiempo para que, cuando se grabe, tengamos esa frescura; por otro lado, impide que aspirando a más, como haría un primerizo, pueda diluirse la atención y el director se pierda, intentando reflejar temas más complejos. Me parece un acierto; no un error.

Es posible que se puede echar en falta el contexto social y familiar, levemente esbozado; la falta de medios y las dudas que surgen, cuando piensas que no podrás abarcar lo suficiente con lo que tienes a tu disposición, estoy seguro, han influido en esa decisión. Sin embargo, en general, es un trabajo bien hecho que merecería una mejor distribución; pero, ya se sabe, es sólo un documental.

Educación, aprendizaje, responsabilidad.

Un trozo de vida; nada más.

sábado, 28 de abril de 2018

EN BUSCA DE UN FUTURO


PAHTE, FELICE, MOHAMED Y OUAFE.

            Supe de Pahte Sabally por una noticia colgada en la red; fue en un frío día de invierno. Me estaba recuperando de una gripe. Descubrí la existencia de Felice en una sala de cine; era un personaje inventado, nacido de la imaginación de dos directores belgas. Y una fotografía, hecha en un centro de internamiento, me descubrió a la pareja que formaban Mohamed y Ouafe.

            Cuatro nombres: Pathe, Felice, Mohamed y Ouafe. Elegidos al azar entre tantas vidas, se cruzaron con la mía.

PAHTE SABALLY
Gambia, 1995-Venecia, 26 enero 2017

            Tendríamos que hablar de ironía o giro desafortunado del destino el que una vida, cualquiera que sea, sólo se la recuerde por su muerte. Y ni siquiera, porque poca gente sabe quién fue Pahte Sabally. Es posible que ni él mismo lo supiera.

            Nacido en Gambia, en Dembandeng, en el distrito de Upper Side, en el año 1995. Sólo conoció en vida a un hombre en el poder, un tal Jammeh, autoritario y despótico, ejemplo y paradigma de los dictadores africanos. Por azares y casualidades, su caída coincidió con la muerte de Pateh, aunque a esas alturas, a nuestro protagonista le importaban muy poco los cambios políticos en su país.

            Dembandeng es un pueblo pobre y humilde. Viven unas doscientas o trescientas personas de la agricultura y ganadería, de la pesca y del turismo –como gran parte de su población-. No se encuentra lejos del río Gambia, que atraviesa de este a oeste la región a la que da nombre.

            La infancia de Pahte no sería muy diferente a la de muchos gambianos. Si has sobrevivido a las enfermedades, la educación queda reducida a aspectos básicos, antes de que tengas que ponerte a trabajar. No sería una infancia trágica –las relaciones familiares y grupales aún permiten una cierta felicidad espiritual, como la denominarían expertos occidentales-, pero tampoco creo que fuera un lecho de rosas. En su caso, debemos explicar los “problemas mentales”, -que, según su primo, le indujeron a tomar esa última decisión-, como síntomas psicológicos de una situación de estrés que comenzó en Europa.

            Todas las fuentes coinciden en que le gustaba nadar desde pequeño. Un recuerdo de infancia. El último gesto que llevaría a cabo… Su padre murió pronto, antes de que cumpliera los diez años. Trabajaba en la tierra, tierra que da pocos frutos. Tenía otros dos hermanos y otras tres hermanas.

            El antiguo dictador perseguía la homosexualidad –esas leyes no han cambiado, aunque ahora Gambia disfrute de una democracia- con penas de muerte –la decapitación, concretamente-, y también a todo aquel que practicara la brujería. No hay constancia por parte de su familia de que esa fuera la razón de su exilio. Es cierto que no mantenía una buena relación con su tío y que su madre lo adoraba, pero no tenemos más datos que corroboren su homosexualidad. Es posible, que si fuera así, ni siquiera él mismo la aceptara.

            Las razones, si no fueron políticas, -es la manera más sencilla de evitar no ser deportado o que te recluyan en un centro de internamiento-, pudieran ser económicas. ¡Quien no buscaría una oportunidad en un país rico para ayudar a los suyos! Y, sin embargo, los motivos se tornan oscuros, cuando nos acercamos al momento en que decidió marcharse de casa.

Algunos de sus primos ya habían hecho la travesía hacia el Norte –sea cruzando el desierto o buscando otras alternativas menos arriesgadas-. Pateh sintió que ya no tenía nada que hacer en Gambia. Con un amigo, se unió a un grupo de refugiados. Atravesaron la frontera en mayo del 2014. Tardaría más de ocho meses en conseguir pasar al otro lado del Mediterráneo, desde Libia, en una barca con otros cuarenta inmigrantes.

            En este viaje tuvo suerte. Muchos se quedaron en el camino. Entre ellos, su amigo, enfermo de disentería. Tal vez fuera entonces, cuando su mente comenzó a quebrarse. Fue acogido en Pozzalo, en la zona sudoriental de la isla de Sicilia. Tenemos constancia de que pasó un tiempo muy breve en Lleida, aunque nunca contactó en ese periodo con uno de sus primos, Saidou, que había conseguido un puesto de camarero más o menos fijo. Se sabe que estuvo en el Norte de Italia, trabajando en los invernaderos, pero tampoco vio a otro de sus primos, Tijan Sabally, que residía en Frosinone.

Volvió a Sicilia sin dinero. Catania, Siracusa, Pozzalo. Ocho meses de trabajos eventuales, sin derechos, amenazado por las autoridades. Cualquier día podría ser deportado. Los turistas disfrutan de las playas de Pozzalo en verano; algunos inmigrantes encuentran trabajo en ese sector, aunque tienen más posibilidades en los numerosos invernaderos de la comarca. La gran mayoría, sin embargo, desea marcharse y pasar a la península, pero sus circunstancias legales suponen siempre un riesgo de expulsión, si son detenidos por la Gendarmería.

            Dos años esperando un permiso en centros de acogida, rodeados de mugre, suciedad. O durmiendo en habitaciones alquiladas, compartidas con otras cinco o seis personas. Explotados por tipos sin escrúpulos. La mente de Pateh se fue deteriorando. Las relaciones con su familia eran escasas. Algunos primos en Alemania; otro, en Milán; su madre y el tío en Gambia. Llamadas, cartas, correos electrónicos. No tenía amigos en Pozzalo. Se fue aislando. Era tímido, educado. Sin medios de subsistencia. Se sentía avergonzado de vivir en la pobreza. Con su primo Tijan, cuando contactaba con él por teléfono, no hablaba más que de fútbol y de la familia.

            En enero del 2017 le concedieron un permiso de residencia por razones humanitarias. Para él hubiera podido ser el principio de una nueva vida. Y, sin embargo, no fue así. Se obsesionó con una idea. Tomó un tren en dirección a Milán. Hay uno, todos los días, que llega a Roma. En Roma se subiría a otro. Sería media noche, cuando Pateh durmió, cubierto por una manta y unos cartones, en los alrededores de la estación de Milán, unos meses después de que yo mismo me alojara durante dos noches en uno de los hoteles de la zona. Cuando pasaba por allí, de camino al hotel, veía a esos hombres, intentando protegerse del frío y del hambre.

Su primo Tijan aún se pregunta por qué no le llamó entonces. Hubiera hablado con él; lo hubiera salvado. Pateh no lo hizo.

            A la mañana siguiente se sube al último tren que tenía como destino final, Venecia. Llega a primera hora de la tarde. Nada más salir, deja su mochila en la escalinata de entrada, busca un puente y, sin mediar palabra, se tira al canal.

Era enero. El agua estaba congelada. Alguien intentó salvarlo, ofreciéndole un remo o un salvavidas desde un vaporetto, que pasaba a escasos metros de él. Ninguno de los turistas ni los responsables del barco se atrevió a tirarse al agua de la laguna.

            Él se negaba, moviendo la cabeza, haciendo gestos extraños e incomprensibles. No quería vivir. Rechazaba la ayuda. Oponía resistencia.

            Muchos lo insultaron. “Negro”. “África”. “Este es tonto”. “¡Vuelve a tu casa!” Sonidos guturales, imitando a un mono. Lo grabaron con sus teléfonos móviles de última generación y lo colgaron en la red. Pateh se hundió una, dos veces. Ya no volvió a la superficie. Una hora después, sacaron su cuerpo.

            El suicidio, casi siempre, es una llamada de atención que no hemos escuchado. Una acción desesperada. Un sirio llamado Ahmed, dos meses después, en marzo, se ahorcó en el centro de acogida del Pireo, en una de las terminales del puerto de Atenas. Llevaba allí más de un año, sin respuestas, sin escapatoria. Había cumplido los veinticinco años. Llevaba en la mano la documentación de su solicitud de asilo.

            Hay una fotografía, una de las últimas que se hizo Pateh con un móvil. Mira a cámara. Parece un selfi. Hay un reflejo luminoso en las pupilas; alguien pensaría que son lágrimas. Es posible que sólo sea, simplemente, un reflejo. Una nariz pronunciada, una barba incipiente. Lleva bigote. Pelo corto, peinado hacia atrás. No es el retrato de un hombre que vaya a suicidarse.

            Los medios lo olvidaron a las tres semanas. Se preocuparon más, en los artículos de opinión, por la falta de humanidad de los turistas que le insultaron. Tampoco le dedicaron titulares; era sólo una anécdota a pie de página.

Cuentan que su madre, cuando supo la noticia de su muerte, se encerró en su habitación y lloró en silencio.

FELICE KAOMBA
Gabón, 1998-Lieja, 2016

            Expongo las razones que pudo tener Felice Kaomba para abandonar Gabón y buscar una oportunidad en Bélgica: corrupción generalizada de las élites políticas, explotación de los recursos por parte de las grandes multinacionales, pobreza en la mayor parte de la población. Sí, hubo razones para que Felice intentara llegar a Europa. No fue la primera en la familia; antes lo había hecho su hermana.

            Nacida en Libreville, sus padres no pudieron darle una educación adecuada. Su hermana mayor, Marieh Kaomba, pudo salir antes, ya que su marido, Omar Ngondet, consiguió un permiso de residencia en el país, y aprovechó para traerse a su mujer. Felice tuvo que buscarse, con ayuda del dinero que le envió Marieh, otro camino. Junto a un primo de la familia, comenzó el viaje en enero del 2014.

            No fue fácil. El primo se aprovechó de ella; la violó. A cambio, la protegía de los ataques de otros desconocidos. Esa fue su primera lección de supervivencia. Marruecos. Una patera. Sur de España, París, Bruselas. Febrero del 2015.

            En Bruselas, escapó de su primo y buscó a su hermana. No estuvo demasiado tiempo con ella. Discutían constantemente. Mientras vivió en Gabón, las dos hermanas habían sido uña y carne. Felice había idealizado a Marieh y Marieh todavía pensaba que Felice era una niña. Chocaron. No podía ser de otra manera. Marieh nunca se perdonó el que entonces no hubiera sido más comprensiva con Felice. Debió entender lo que había sufrido para llegar hasta allí. Era sólo una adolescente, rebelde y demasiado madura para su edad. La dejó marcharse. Y perdió el contacto con ella.

            La encontramos en Lieja, un mes después. Su primo había conseguido trabajo en una sala de fiestas o, más bien, habría que llamarlo, un club de alterne. Necesitaban mujeres; sus clientes pertenecían a todas las clases sociales. Felice se agarró a esa posibilidad. No tenía a nadie. ¿Qué hubiera podido hacer?

            En enero del año siguiente, uno de sus clientes se encaprichó de ella; la prometió divorciarse de su mujer y casarse. Al final, acabó harta y le pidió que la dejara en paz. No cejó. Continuó persiguiéndola. Una noche de enero del 2016, la golpeó. Consiguió escapar e intentó pedir ayuda. Los portales estaban cerrados. Vio luz en el interior de un centro médico. Llamó desesperadamente al timbre, una sola vez; aunque hubiera podido hacerlo, la doctora, una joven de treinta años, se lo impidió a su ayudante.

-Ya hemos cerrado -le dijo-. Volverá mañana.

            En ese momento, llegó un coche. Era el del tipo; la había encontrado. Felice se alejó de allí. El hombre la atrapó, a unos metros, cerca de una dársena. Los golpes la hicieron perder el conocimiento; él la arrastró unos metros. Ella despertó, al borde del río. El tipo le mandó callarse; la violó. Apretó con demasiado fuerza el cuello de Felice, que se rompió. Asustado, el hombre huyó. Unos operarios encontraron el cuerpo a la mañana siguiente.

            Un comisario y la doctora, arrepentida por la acción de la noche anterior, hicieron investigaciones. Nadie conocía su identidad. El cuerpo de esta mujer desconocida podría acabar en una fosa común. Tras muchas pesquisas encontraron al primo. A condición de que no le molestaran en sus negocios, el primo les facilitó el nombre y los datos que necesitaban para su identificación. Al final, descubrieron al asesino, un honrado padre de familia que ocultaba a la mujer y al hijo, adolescente, sus escarceos sexuales y que acabó en la cárcel. No sería por mucho tiempo: homicidio involuntario, abuso sexual. Un buen abogado le libró de la acusación de violación premeditada. Nadie se interesó mucho por este caso. No hubo protestas en la calle ni cambios legislativos. 

            Unas semanas después de la muerte de Felice, Marieh, su hermana, habló con el comisario y la doctora. Les agradeció, en nombre de la familia, todos sus esfuerzos. Ahora podría enviar su cuerpo a Gambia y enterrarla con dignidad. 

            Marieh visitó a la doctora en el centro médico donde trabajaba. Intercambiaron unas pocas palabras; antes de separarse, se abrazaron.
           

MOHAMED Y OUAFE
Siria, 1995-Liverpool, 2045 y Rabat, 1997-Liverpool, 2055

            Se han conocido en Tánger. Acaban de tener un hijo. Lo llamarán Ahmed. Él es su esperanza…

Mohamed es sirio. Ha huido de una guerra que no termina nunca. Dos de sus primos y uno de sus hermanos participarán en un atentado islamista, en Bélgica, años después. Mohamed asegurará a los medios que les lavaron el cerebro y se aprovecharon de su ingenuidad. Él nunca fue un fanático. La religión era una manera de entender el mundo; no confiaba en cambiarlo.

Ouafe es marroquí; quisieron casarla con un hombre al que no amaba. Su padre pertenecía a un clan, muy cercano a la familia real. Se había enriquecido con favores y negocios. Como tantos otros, había medrado, aprovechándose de la corrupción generalizada y las ayudas de Occidente. Ouafe, asqueada, se rebeló. No estaba dispuesta a aceptar lo que su madre había sufrido en silencio.

Lograron pasar a Melilla; él, saltando por la valla. Ella, en un pequeño barco pesquero. Coincidieron en el mismo centro de inmigrantes.

            A él le concedieron el visado. Podría ir a Inglaterra. Y alcanzó las costas de la isla, pero, a miles de kilómetros, se dio cuenta de que no podía vivir sin ella y, en un gesto impulsivo, que podemos llamar romántico, decidió volver a Melilla. Se reencontraron y, unos días después, se casaron. Ella se quedó embarazada enseguida.

            Y allí están los dos, en el año 2017, esperando que a ella también le concedan el visado. Tardarán unos meses, pero, al final, lo obtendrá. Ahmed, un bebé de cinco meses, está en los brazos de su padre…


            Mohamed, cuando puedan entrar en Inglaterra, montará un restaurante de comida rápida en Liverpool. Ouafe dará clases de inglés. Tendrán tres hijos más: dos niños y una niña. Se integrarán en la sociedad inglesa hasta que esta los rechace. Se seguían queriendo cuando Mohamed murió de un ataque al corazón a los cincuenta años de edad.

Diez años después, su hijo Ahmed no podrá asistir al entierro de su madre. Tras la crisis económica del 39, se ha procedido en los países del Norte de  Europa a la eliminación sistemática de los refugiados, inmigrantes de primera y segunda generación y de todos aquellos que supongan un peligro para los “ciudadanos de bien”. A otros, los que huían de las guerras del sur de Europa, las que han estallado en Grecia, España o Italia y en el Norte de África, a lo largo de esta última década, se les traslada a campos de concentración.

Ahmed por su activismo político es un héroe para algunos y un terrorista para el resto del mundo. Perseguido por la policía, vive en la clandestinidad desde hace años.



Han pasado cinco semanas desde la muerte de Ouafe. Es una agradable noche de marzo. Ahmed ha conseguido entrar en el cementerio árabe, sin que nadie se haya dado cuenta. Se arrodilla delante de la tumba de sus padres. Una ligera brisa se levanta en el cementerio. La oscuridad le protege. Reza por sus padres, durante un cuarto de hora, mirando a la Meca, y les deja, antes de irse, sobre la tierra húmeda que los cubre, dos piedrecitas, una junta a la otra.

viernes, 27 de abril de 2018

TESTIMONIOS


MARCO TULIO TIRÓN Y ASPASIA DE PAESTUM.

            Basándome en la documentación consultada en la Biblioteca Nacional, el Monasterio del Escorial, la Biblioteca Vaticana, la Biblioteca de San Marcos de Florencia y la de París, he logrado reconstruir los acontecimientos más importantes de las vidas de estos dos personajes, desconocidos para la mayor parte de los estudiosos.

            Se trata de los siguientes documentos y obras:

Codex Laurentinus 122, 2, Florencia; el Codex Gallicus, Bibliotheque Nationale, Lat, 4532, 21; Escorial, Biblioteca Real, 435, Q, 3, 21; Magnus, Biblioteca Nacional, 23, 2. y el Vaticanus, Vat, 23, 456.  Y, sobre todo, la Vida de Cicerón, obra de Marco Tulio Tirón, descubierta en el 2020, por el filólogo italiano, Pietro Macrì, encargado de la editio princeps, Florencia, mayo 2027, al que agradezco su ayuda y amabilidad a lo largo de esta investigación.

Cito además a los autores latinos y griegos que mencionan tanto a Tirón como a Aspasia de Paestum. Son los siguientes:

            Aetio de Amida, que nombra a Aspasia, y añade en su opúsculo algunos de los pocos fragmentos conservados de la magna obra de esta gran médica, De las enfermedades de la mujer o De la higiene femenina.

Las Vitae ignotae del autor griego del siglo IV, Dionisio Laertes, obra compuesta de diez libros; en ella, narra vidas de personajes desconocidos o ya olvidados en la época en que fue escrito. Las de Tirón y Aspasia se encuentran en los libros segundo y octavo, respectivamente.

Y, finalmente, las referencias en la Historia Romana de Dion Casio y en las cartas privadas que se conservan de Cicerón y del propio Tirón.

Estoy en la obligación de rescatarlos del olvido. No puedo dejar de hacerlo…



MARCO TULIO TIRÓN
Arpino, 103 a.C.-Puteoli, 4 a.C.

            La vida de Marco Tulio Tirón está ligada a la de Cicerón. No se podría entender la una sin la otra. Sin embargo, mientras el talento y el genio del escritor, orador y político arpiniano son bien conocidos por la inmensa mayoría de los lectores, no ocurre lo mismo con la labor callada de su secretario personal.

            Era un verna, un esclavo nacido en el hogar familiar. Tanto su padre como su abuelo sirvieron a la familia Tulia con abnegación. Su abuelo, apodado “el viejo” para distinguirlo de nuestro Tirón, colaboró con el mismo Cicerón, y eso permitió a que ambos ya estuvieran juntos, en Roma y Atenas, durante sus primeros años de aprendizaje.

Allí los dos trabaron amistad y, mientras Cicerón recibía una educación de calidad entre los mejores profesores y en las más respetadas escuelas, Tirón, inteligente y observador, acumulaba los conocimientos necesarios para convertirse años después en su “mano derecha”.

            El padre de Tirón murió joven, antes de que su hijo cumpliera la mayoría de edad. Casi al mismo tiempo que la madre de Cicerón. Eso los unió aún mucho más. Ya desde el principio, el esclavo y su señor compartieron sentimientos y afectos. Desde aquel momento, Tirón asumió el papel que debía corresponderle y aceptó tareas de responsabilidad, contraídas por él, a su manera particular, es decir, con destreza y discreción. Tras la muerte de su padre, poco a poco, y gracias a la mediación de su abuelo, se hizo indispensable para el famoso orador. Cuando la familia de Marco Tulio Cicerón se trasladó a Roma, no sólo era imprescindible en las tareas que acometía, sino que había profundizado en el estrecho vínculo con su señor.

            Cicerón como “homo novus” sólo podía destacar como orador; era la única manera que tendría de medrar en el escalafón político. Lo consiguió en el año 70 a. C; sus discursos contra Verres son los que le proporcionaron fama entre sus contemporáneos. Cicerón los pronunció, sin duda, pero su difusión y conservación se la debemos a Tirón.

            Consciente de que era necesario mantener el estilo fluido y elegante de su señor, perfeccionista y preciso –rasgos que mantendrá a lo largo de toda su vida-, inventa a la edad de treinta años un sistema taquigráfico que permitirá la transcripción casi exacta de los discursos de su señor. Se le llamaría “notación tironiana” y sería imitado a partir de ese momento por todos aquellos que quisieran conservar con la mayor exactitud las sesiones del Senado o cualquier otra joya oratoria. La idea llegó tras observar Cicerón las dificultades que encontraba Tirón en la transcripción. Le mencionó un sistema de escritura confeccionado por Jenofonte en el siglo V, mientras escuchaba a Sócrates. ¿Y si pudiera crear un modelo parecido? Tirón se puso manos a la obra y concibió en pocos meses un método en el que a través de abreviaturas, llamadas “anotationes tironianae”, con signos diferentes para las raíces de las palabras y sus desinencias, se conseguía reducir palabras enteras a muy pocos signos. Algunos llegarían hasta el Renacimiento o la ilustración como el más conocido, el &, que sustituye al “et” latino.

            Los triunfos y cargos de Cicerón obligaron a Tirón a rodearse de un ejército de escribas en el que él mismo asumía el papel de organizador y máximo responsable de la transcripción y difusión de los discursos. No sólo eso; colaboró en muchas ocasiones en su redacción, anotó las improvisaciones a las que era proclive Cicerón, -conservando parte de esos aciertos en la versión que más tarde se publicaría- y perseguía, -a veces con saña- cualquier error que los copistas cometieran durante el proceso de edición.

            Se puede afirmar, sin miedo a equivocarse, que mientras Cicerón salvaba a la República de las “malas artes” de Catilina, apoyaba a Pompeyo o a Catón, se enfrentaba a César o sufría el exilio, Tirón conservaba lo más precioso del legado de su señor, lo que le haría inmortal.

            Acabó por asumir otras tareas: se encargaba de los dictados –fueran cartas o discursos-  descifraba la escritura enrevesada de Cicerón –tarea ímproba, tal vez la más sufrida-, atendía su mesa, el jardín –era tan estricto con los jardineros, que le temían cuando comenzaba a revisar su trabajo-, y se ocupaba de las finanzas –ningún banquero se atrevía a sisarle ni un sestercio; podía suponer perder como cliente al gran Cicerón-. También era amigo, confidente y compañero. A él el gran orador le confiaba sus decepciones tanto en el plano político –la campaña de desprestigio que sufrió tras su año de consulado, el desengaño hacia la figura de Pompeyo, la desconfianza y el enfrentamiento con César o Marco Antonio- como en el terreno afectivo –el divorcio de su mujer, la muerte de su hija-.

            No se puede decir de Tirón que tuviera una vida propia. Se había consagrado en cuerpo y alma a su señor. Lo demás no importaba. No se le conoce una pareja estable hasta el año 45 a C., cuando ya frisaba casi los sesenta años. Cicerón le concedió la libertad –aunque, en realidad, ya lo fuera en la práctica- en el año 53 a C. Tomó el nombre y el praenomen de su antiguo dueño: Marco Tulio. No varió su relación. Siguió siendo su secretario personal, incluso en los viajes que llevaba a cabo. En uno de ellos, en el año 52 a.C. enfermó de malaria. Consiguió sobrevivir, pero su salud se resintió y decidió evitar cualquier viaje que fuera largo y penoso. Cicerón le echaba de menos, cuando Tirón se quedaba en Roma o Puteoli.

            Sería por esas fechas cuando conoció a Tulia. No sería, por entonces, más que una niña de catorce años, pero debió despertar el interés de Tirón. Es posible que su madre o su hermana mayor, esclavas de la familia, le cuidaran, mientras estaba enfermo, y a partir de este contacto, trabara relación con ella. Por extraño que parezca, no la obligó a casarse con él. La respetó y estuvo atento a su evolución. No creo que viera con buenos ojos la elección del primer marido. Se casó con un tipo, otro esclavo, encargado de la vigilancia de Cicerón, guardaespaldas que acostumbraba a perder dinero en las apuestas o peleaba en riñas de taberna. Tuvieron un niño a mediados del 45 a.C.

            Para entonces la relación entre Tulia y este hombre se había deteriorado. Se comenta –son sólo rumores, no hay nada confirmado- que la pegaba. Unas semanas antes de que muriera su marido, Tulia recibió varios golpes con un látigo. Es posible que estas noticias llegaran a oídos de Tirón. En octubre del 45 a.C. un desconocido asestó al marido de Tulia dos puñaladas. Se desangró en la calle. Nadie supo la identidad de su asesino. Unos aseguraban que Tirón lo había contratado, pero una fuente más cercana al entorno de Tirón, que he podido consultar, no lo cree factible. No encajaba con el carácter de nuestro hombre y, además, el tipo se había ganado suficientes enemigos que lo hubieran hecho gratis. Alguna fuente insinúa que pudo ser la hermana de Tulia quien pagara al asesino. Nada se probó; todo son especulaciones.

            El hecho que nos importa es que Tulia quedaba expuesta con un niño recién nacido, sola. ¿Qué podría hacer? Tirón le ofreció un pacto. Cuidaría y adoptaría a su hijo. No le pediría más que ser su esposa. No la obligaría a nada que ella no quisiera. Tulia aceptó. Era su mejor opción. Con el paso del tiempo, logró sentir afecto por un hombre al que consideraba bueno y responsable.

            La muerte de Julio César aceleró los acontecimientos políticos. Cicerón se enfrentó a Marco Antonio en las famosas Filípicas. Tirón le aconsejó que fuera más discreto, pero Cicerón, en esta ocasión, no le hizo caso.

            Tirón conoció la muerte de su señor en Puteoli. Le había acompañado hasta allí, pero Cicerón, sabiendo que unos asesinos, contratados por Marco Antonio, se dirigían a su encuentro, decidió huir por barco. Tirón recordó siempre, hasta el final de su vida, el último abrazo que dio al hombre, al amigo que había acompañado y aconsejado durante más de cincuenta años.

            No vio su cadáver, ni su cabeza ensangrentada, colgada en las Rostras, ni las manos aplastadas, esas a las que había visto escribir tantos discursos y escritos filosóficos o retóricos. Se lo contaron con todo lujo de detalles –unos, para disfrutar de su dolor; otros, para lamentar su pérdida-. Guardó sus pensamientos para él mismo o, como mucho, para confesárselos a Tulia, en la intimidad. Había aprendido con Cicerón el estoicismo y la discreción y sabía expresarlos y vivirlos, mucho mejor que su señor. A partir de ese momento dedicó toda su vida a recopilar, publicar y difundir los escritos de Cicerón. Escribió varias obras que se han perdido –Expresiones de Cicerón, en tres volúmenes; El uso y razón de la lengua latina, en varios volúmenes; Pandectas, miscelánea de cuestiones variadas y, finalmente, una selección de cartas de carácter literario y personal-. Tradujo algunas tragedias griegas, sobre todo, las de Esquilo y Sófocles, al latín. Su obra, Vida de Cicerón, de la que sólo quedaban menciones dispersas en otros escritos, ha sido descubierta recientemente; se había conservado en cuatro volúmenes, en un palimpsesto.

            Consiguió el beneplácito de Augusto y su –ahora lo llamaríamos “responsable cultural”- querido y amado Mecenas, que, a su vez, admiraba a Tirón. Mecenas respetó su independencia y le facilitó en todo lo posible el trabajo. No por casualidad, el secretario y esclavo de Mecenas, Aquila, imitó el estilo taquigráfico de Tirón.

            Al principio puso sólo una objeción en la publicación de las obras de Cicerón: sus cartas. Consideró una ignominia –repetía esa palabra, cada vez que le hablaban de este asunto-, una bajeza, que el gran amigo de Cicerón, Ático, publicara cartas privadas para ganarse la aprobación de Octavio y su camarilla. Sin embargo cambió de opinión y decidió transcribir y publicar el resto de su correspondencia –de las que tenía copias- por dos razones. En primer lugar, sólo él, que lo conocía mejor, podría editar esas cartas, como el mismo Cicerón hubiera deseado. En segundo lugar, aceptó el éxito entre los nuevos lectores de un estilo nuevo y libre, alejado del ritmo cadencioso de sus discursos. Tirón era consciente de que el público, aunque él pensara de manera diferente, es quien tiene la última palabra.

            Evitó Roma desde entonces. Sólo la frecuentaba para revisar los textos de los copistas. Se encerró en Puteoli –en la villa que heredó de su amado Cicerón- y disfrutaba de una vida espartana –no gastaba mucho, comía y bebía lo necesario- y feliz, en compañía de su hijo adoptivo y de Tulia, su esposa. Administró junto a Tulia los dividendos que le proporcionaba un viñedo cercano a la villa e importaba el vino a tabernas conocidas de Roma y sus aledaños. Un vino, según dicen los contemporáneos, de muy buena calidad, a la altura de un Falerno de añada. Su hijo adoptivo, continuó la herencia familiar, manteniendo la calidad de estos vinos.

            Sus cenizas fueron enterradas, tras morir, casi a los cien años –si hemos de creer en el testimonio de San Jerónimo- en la villa de Puteoli. Su mujer, Tulia, le acompañó cinco años más tarde. Dicen que en el mismo lugar donde más de cien años después estarían –sólo durante un año- los restos del emperador Adriano y en el que su sucesor Antonino Pío levantaría un circo durante los juegos en su honor, construcción de la que aún se conservan algunos restos.


ASPASIA DE PAESTUM
Roma, 120 d.C.-Paestum, 202 d.C.

            Aspasia de Paestum nació en una familia de clase media-alta. Su madre, Ortigia, era hija de unos tenderos. Su padre, Timón, fue un médico afamado y respetado por los de su profesión. Desgraciadamente, su madre murió al nacer Aspasia. Este fue un hecho que marcó toda su vida. Nunca lo olvidaría.

            En sus primeros seis años conoció la corte imperial de Adriano. Estuvo en su villa de Tivoli o en la de Cumas o Puteoli. No tenía muchos recuerdos de ese emperador extravagante; sólo lo que le contaba su padre. De entre los médicos era su favorito, porque, al contrario que el resto, le decía a Adriano no lo que quería oír, sino la verdad, aunque fuera cruel. Eso, curiosamente, gustaba a Adriano. Por eso, tal vez, se hicieron amigos.

            Timón decidió, cuando acumuló suficiente dinero, abandonar la corte y regresar a su villa de Paestum, herencia paterna. Además, echaba de menos esa ciudad medio griega, fuente, a su vez, de recuerdos tristes y felices –fue allí donde conoció a su mujer y donde no pudo salvarla, al tener a su única hija-. Sería un lugar tranquilo en el que ejercer su profesión sin la presión ni la condescendencia de las clases altas del imperio. Allí creció Aspasia, aprovechando no sólo la tranquilidad de una vida en el campo, sin la asfixia o el imprescindible instinto de supervivencia que se requería en Roma, sino, sobre todo, una extensa biblioteca que Aspasia devoró desde pequeña con fruición.

            Leyó a todos los clásicos que recomendaban, por entonces, pedagogos de la talla de Quintiliano –y como él mismo aconsejaba, desde los primeros años-, asesorado por su propio padre, que hizo una selección cuidadosa y ateniéndose a su edad y madurez. Cicerón, Catón, Virgilio, Horacio, Ovidio, Lucrecio. No despreció a autores más modernos como Séneca o Tácito. Sin embargo, no dejó de aumentar su interés, al crecer, por los escritos médicos –que mayoritariamente poblaban la nutrida biblioteca personal de su padre-; entre ellos, sintió curiosidad o pasión por dos autoras con las que Timón había tratado años atrás de manera tangencial: Antioquía y Eugeresia. Antioquía era una especialista en artritis; Eugeresia, en los problemas de riñón. No sólo habían escrito opúsculos sobre estos temas, acreditados entre sus compañeros, sino que daban clases en una Academia de medicina, a unos metros del Panteón, en el campo de Marte.

            Aspasia no tuvo ninguna duda; en cuanto tuviera edad suficiente, iría a Roma y aprendería con ellas. Mientras tanto, encontró en su padre a un gran maestro, que le enseñó aspectos básicos de su profesión y dos rasgos que nunca olvidó y a los que siempre se atuvo: la humildad y el trabajo constante y diario.

            Poco antes de marchar a Roma, su padre recibió la visita de Adriano. Sólo estuvo en su villa un par de días. Aspasia vio a un hombre viejo, agotado, atormentado. Una semana después moriría en Cumas.

            En septiembre de ese mismo año, el 135 d. C. marchó a Roma en compañía de Mario, un ex gladiador, protector inseparable de todos sus pasos durante gran parte de su juventud. Su padre le había curado tras un combate a muerte, en un anfiteatro de una ciudad de provincias, y desde entonces, había sido un fiel ayudante de Timón. Le confió, sobre todo, lo más preciado: su hija. Y Mario cumplió su cometido con creces.
            El viaje y su primer año de estancia en Roma fueron decisivos para entender el desarrollo posterior de la carrera de Aspasia. Durante el viaje conoció de primera mano una realidad a la que había sido ajena hasta entonces. La gente, la mayoría de los ciudadanos de Roma, no vivían en una villa lujosa. Eran pobres y tenían menos oportunidades para sobrevivir, si su salud empeoraba.

En la escuela pronto se ganó el aprecio de las dos maestras. Antioquía sintió desde el primer momento respeto por Aspasia, porque admiraba los valores que su padre había sabido transmitirle. Eugeresia la trató como una hija. Las dos maestras, doctoras respetadas, habían construido a lo largo de su vida una amistad intensa y profunda. Antioquía sufrió malos tratos por parte de un marido cruel, que murió en extrañas circunstancias. Hay quien dice que la misma Antioquía lo asesinó. Eugeresia, por su parte, nunca pudo tener hijos. Algunos aseguraban –eso se rumoreaba- que su relación iba más allá de la amistad, pero Eugeresia y Antioquía tenían mucho cuidado en hacerlo público. Lo mantuvieron en secreto hasta el final de sus vidas.

            Ese año, antes de la celebración del entierro oficial de Adriano en Roma y la inauguración del monumento funerario en su honor, Aspasia perdió a una paciente. Una abortera había hecho un estropicio y, cuando llegó Aspasia, fue demasiado tarde para poder salvarla. Le afectó personalmente. Recordó a su propia madre y a las cientos, miles de mujeres que morían por razones parecidas, desangradas o por culpa de infecciones, tras el parto o un mal aborto. Se prometió a sí misma que haría todo lo posible para no volver a vivir esa experiencia, que nadie la sufriera. Empezó a escribir ese mismo año una obra en la que trataba de temas tan variados como la anticoncepción, el aborto y el parto con un estilo sencillo, claro, divulgativo y científico. Elaboró su proyecto, investigando en todas las fuentes de las que dispuso –primero, en la biblioteca privada de su padre; posteriormente, en las públicas de Roma y, finalmente, recopilando testimonios de primera mano que acumuló en su extensa actividad como doctora-.

            Asumió, a los cuarenta años, el puesto de directora de la Academia de medicina y allí supo desenvolverse con gran acierto, consolidando la institución y abriéndose a nuevas experiencias, sin desechar las adquiridas por sus predecesoras. Publicó su libro, obra que llegó hasta el Medievo y sirvió de referencia en este ámbito de la medicina, hasta que lamentablemente, alrededor del siglo XI, se perdió.

Contrajo nupcias con un médico de prestigio, un hispano, al que conoció en una de sus visitas, fuera de Italia. Marco, que así se llamaba, aceptó irse a vivir a Roma con ella. Tuvieron una hija a la que llamaron Sofía, educada como lo fue la misma Aspasia.

            La muerte del marido y de su padre –casi al mismo tiempo, con una diferencia de tres meses-, al cumplir Aspasia los cincuenta años, la hundió en una fuerte depresión. Tuvo la misma necesidad que vemos en su padre, cuando perdió a su mujer: se retiró a la villa de sus antepasados y se dedicó sólo a la investigación. Recuperó el ambiente del campo, la tranquilidad, esa que ella desechó en su juventud. Fue allí donde vivió sus últimos años, aunque no dejó de organizar y llevar a cabo actividades y proyectos. Construyó un refugio, en un edificio anexo a su villa, para mujeres abandonadas con sus hijos, difundió todo lo que pudo los conocimientos adquiridos en materia de higiene y salud femenina. No dejó de cartearse con médicos de su tiempo que la visitaban para compartir sus experiencias y conocimientos.

            Dicen que murió de un ictus cerebral, mientras escribía una carta a la nueva emperatriz, la esposa de Septimio Severo, Julia Domna, pidiéndole financiación para otro de sus proyectos sociales. Tras ser enterrada junto a su marido y sus padres, en la villa de Paestum, su hija, Sofía, se encargó de mantener el refugio económicamente viable durante más de tres décadas. 



















jueves, 26 de abril de 2018

UN CABALLERO


ERIK MICHAEL BLAKE WOOLF:
Nueva York (NY), 1972-San Francisco, 2018

            Me crucé con él, poco antes de llegar al Museo de Arte Asiático de San Francisco, museo que recomiendo vivamente a todo aquel que viaje a esta ciudad. A unos metros de la esquina entre las calles Larkin y McAllister. Era un hombre de raza negra, alto, porte elegante, afeitado, que cuidaba su apariencia, aunque no dejara de ser un indigente. Destacaba en un grupo donde la mayor parte se encontraban descuidados y desaliñados, tirados en el suelo, abandonados a su suerte. Él, sin embargo, mantenía la dignidad. Sí, fue eso lo que me hizo fijarme en él.

            No es una zona muy recomendable, sobre todo, por las noches. Al norte de la calle Market, entre el ayuntamiento y la plaza Union, teniendo la calle California como frontera, camino a la bahía, entras en un mundo paralelo que convive con la riqueza y el turismo. Te sorprende encontrarte junto a los que trapichean con droga, las prostitutas y los indigentes. En pleno centro de San Francisco, a dos pasos de la zona histórica, hay otra realidad que te golpea con crudeza.

            Recuerdo las primeras palabras que pronunció, como si volviera a estar otra vez, allí mismo.

            -¡Good morning, sir!

            La educación de un semejante -sea hombre o mujer- siempre me atrapa. En algunos casos, me hace concebir falsas esperanzas -¡cuantas veces interpreté un simple gesto de cortesía de una muchacha con posibilidades infinitas en el campo sexual!-, pero, en general, es un primer paso en cualquier relación humana. La grosería, la tosquedad, la brutalidad me provocan rechazo; me parecen un reflejo de la soberbia y la altanería. Y no hay nada que más deteste.

Lo saludé. Intercambiamos unas pocas palabras. Le pregunté por la dirección del museo; me encontraba a unos cien metros. Me lo señaló con el brazo extendido, cuidando su acento, para hacerse entender por un extranjero. Se lo agradecí. No me pidió nada a cambio.

Volví a verlo esa misma tarde, al otro lado de la calle Market, al sur, en un parque, enfrente del Museo de Arte Moderno. Eran los jardines de Yerba Buena. Se encontraba sentado en un banco, protegido por la sombra de un plátano. Me reconoció, nada más verme. Se dirigió a mí. Acabé sentándome junto a él.

            Le invité a un botellín de cerveza; aceptó. Estuvimos más de hora y media hablando. Me dijo su nombre: Erik. Sobre todo, me contó su vida. Las líneas que siguen son un resumen de esa conversación.

           
            Erik nació en el Bronx el mismo año en que yo vine al mundo. Los espacios y los entornos sociales en los que creces marcan una parte de los acontecimientos de una vida. Sin duda, fueron decisivos en la suya. Familia pobre y desestructurada; pérdida del padre a temprana edad. Apoyo en la madre que le enseñó a “respetar a sus semejantes”. Los estudios formales le aburrieron; en cuanto tuvo dinero y edad, se marchó con un par de amigos en un coche de segunda mano y se fueron al Oeste.

            Vivieron con muy poco dinero; conocieron las calles de Washington, Detroit, Chicago, Kansas City, Denver, Las Vegas, Phoenix. A esas alturas, el grupo se había disgregado y el coche hacía mucho que se malvendió. Erik estaba solo; no se vio con fuerzas para volver a Nueva York. Decidió llegar hasta el Pacífico y allí tomaría una decisión.

            El día que llegó a San Francisco saltaba a los titulares el caso de Monika Levinsky. “Sí, -le dije-, lo recuerdo”. Buscó trabajo en una fábrica, en Oakland, a las afueras de la ciudad. No fueron malos tiempos. Recuperó el contacto con su madre; conoció a una chica, Margaret. “Una mujer con carácter, sí, señor, con mucho carácter”. No lo decía con desdén. Intuía una pizca de orgullo, como si quisiera presumir de haberla tenido entre sus brazos.

            Se casó con ella; tuvieron dos hijos: chico y chica. Tim y Lisa. Compraron un apartamento en el pueblo de Oakland. Trajo a su madre, que, en contra de lo que podía esperarse, no sólo fue una abuela sacrificada –hizo todo lo pudo para que Margaret y Erik pudieran trabajar y, además, tuvieran más tiempo para ellos mismos-, sino que, incluso, se llevó muy bien con su nuera. Todo parecía ir de seda, pero las cosas se torcieron. Erik no tuvo suerte.

            Una tarde, cuando Tim jugaba, se subió a un árbol del barrio. La rama, donde se apoyaba, se partió. Cayó al suelo, ante la mirada impotente de su hermana Lisa. Podía haber sido un simple rasguño o un brazo o una pierna escayolados, pero la mala fortuna quiso que se rompiera el cuello. Seis meses después, la abuela falleció, en esta ocasión, de manera natural. Los médicos diagnosticaron una pulmonía, complicada por algún problema cardíaco, aunque muchos pensaron que simplemente no pudo superar la muerte de su nieto.

            ¿Qué hizo Erik, entonces? Se sintió culpable. La relación con Margaret se fue deteriorando. Ella también lo acusaba de no haberlo evitado. Llegaba borracho a casa. Perdió el trabajo en una reestructuración de la empresa después de la crisis bursátil del 2008. Margaret inició los trámites del divorcio. Le fue sencillo. Tenía un trabajo y una hija a la que cuidar. Y Erik había perdido el rumbo. Ella se compró otra casa, más sencilla, al sur de San Francisco, en Bayview Park. A partir de ese momento Erik entró en ese grupo tan numeroso de personas que Estados Unidos ha abandonado y a los que considera desechos. Sin derechos sociales ni laborales. Intentando sobrevivir, como podía.

            Estaba orgulloso de su hija, aunque sólo la podía ver, de pascuas a ramos. El año anterior Lisa acababa de terminar la educación secundaria. Se quería dedicar al diseño y la arquitectura; al menos, ese era su objetivo. Le apetecía quedarse allí y estudiar cerca de su madre y de su padre, aunque hubiera podido marcharse al Este.

            Erik había conocido a muchos como él, hombres sin suerte que acabaron con una manta en la calle y algo de ropa. Otros, destrozados por la droga –fuera el crack o los “tripis”- parecían muñecos que gritaban consignas sin sentido, a quien quisiera escucharlos. No todos eran de buena ley; había quien golpeaba y robaba a otros por un mísero dólar o un jersey, tirado en el contenedor.

            Recibía ayudas de organizaciones religiosas, pero no encontraba trabajo. Salir del hoyo, cuando estás en el fondo, es muy difícil. Lo estaba intentando; quería que su hija se sintiera orgullosa de él. Así me lo contó, en esa tarde primaveral, sentados en un banco de madera, a diez minutos del centro financiero de San Francisco. Le pregunté por qué estaba aquí, tan lejos de donde le había visto por primera vez.

            -Espero a mi hija Lisa. Sale de un curso, aquí cerca, en una empresa. Hoy me he vestido con propiedad. Quiero que me vea así. Con dignidad. ¿Le parece que estoy bien?

            Asentí. Se levantó; tenía que irse. Le deseé suerte. Nos dimos la mano. Se alejó en dirección al museo de Arte Contemporáneo. No pude evitarlo; sentía curiosidad por ver a su hija. Le seguí con cuidado, manteniéndome a varios metros de distancia. En la puerta del museo, una chica de color, que tendría unos dieciocho años, delgada, seria, algo tímida, esperaba a Erik. Le dio un beso en la mejilla. Me pareció que Erik en ese momento era un hombre feliz.


            Pasaron dos o tres años. No lo recuerdo exactamente. Volví a San Francisco. Unos amigos me habían invitado a una conferencia y no pude rechazar su oferta. Esta vez fue en otoño. Una de esas tardes me quedé solo y empecé a vagar por las peligrosas calles del centro. No encontré a Erik.

            Llegué al parque donde tuvimos esa extraña y larga conversación y, entonces, la reconocí. Sí, era ella, sin duda: Lisa, la hija de Erik. Estaba sentada en el mismo banco que su padre hace tres años. Comía un emparedado –uno de esos bocadillos comprados en las máquinas, que sólo sirven para engañar al estómago- y con la otra mano sostenía una lata de coca-cola. Me acerqué a ella; tenía que preguntarle por Erik. Me presenté. Le dije que había conocido a su padre, que me pareció un hombre valiente, a pesar de la situación en la que se hallaba, y le pregunté cómo le iba.

            Lisa me escuchó con atención. Pensé, durante un momento, que se marcharía de allí, sin dirigirme la palabra, porque me miraba de una manera extraña. Parecía sorprendida por este encuentro inesperado, por supuesto, pero, al mismo tiempo, notabas en sus ojos –me di cuenta después- una pizca de dolor, como si tuviera una herida que deseara compartir, incluso, con un desconocido. Al final, guardó el emparedado y empezó a contarme lo que yo no sabía de Erik, su trágico final.

            Aunque él estaba convencido y repetía una y otra vez que tarde o temprano algo saldría y encontraría un trabajo, eso no ocurrió. Una mañana de verano, el del mismo año en el que lo vi, muy temprano, -no serían más de las seis de la mañana- se topó con una mujer y dos tipejos. La mujer era una de las pocas indigentes que pululaban por la zona; había otras dos más, ancianas y ya medio lunáticas.

Ella aún era joven; su rostro había perdido parte de su encanto por culpa de las drogas y los meses en la calle, pero aún había esperanzas. Siempre había buscado el abrigo de otro hombre, su novio, y un par de amigos, ya que una indigente sola y joven tiene muchas posibilidades de ser violada, pero esa mañana, se encontraba desprotegida. El novio estaba en la cárcel por consumo de estupefacientes y los amigos habían puesto pies en polvorosa. Otros dos indigentes se enteraron de la situación, la buscaron y quisieron aprovecharse.

            Erik la había visto alguna vez, acompañada de un perro grande y amable; lo encontró a unos metros, mareado, con un golpe en la cabeza. Sangraba. Se quejaba. No podía moverse; era fácil adivinar que se habían librado, en primer lugar, del perro para luego violar a la muchacha. La tenían acorralada en un callejón; acababan de arrancarle la ropa interior. Gritaba y pedía ayuda.

            Erik no dudó. Se fue a por los dos hombres y los golpeó con furia. A uno de ellos lo dejó sin sentido. El otro tuvo tiempo para sacar una navaja y se la clavó en el cuello, seccionándole la yugular. Erik se desangró sin que la chica pudiera hacer nada por ayudarle. El tipo huyó, pero una semana después la policía lo acribilló a balazos al oeste de San Francisco, cerca de Forest Hill.

            Curiosamente la chica escapó de esas calles, consiguió salir de ese infierno. Erik nunca supo que Anne, así se llamaba, también había nacido en Nueva York. La acogieron en un centro social y pudo empezar una nueva vida. Volvió a casa de sus padres, en Brooklyn. El perro, aunque le acabaría quedando una cojera para el resto de su vida, también sobrevivió. Erik apareció en algunos periódicos de tirada local; fue alabado por su valor y coraje. Lisa pudo sentirse orgullosa de su padre. Al día siguiente, se le olvidó.

            Le agradecí a Lisa que me lo contara; ella me agradeció que la escuchara. Se levantó y se despidió de mí. 

            La vi alejarse en dirección al museo, como a su padre, tres años antes. A lo lejos, se ponía el sol. Su figura formaba un contraluz perfecto. Era una mujer muy bella.
           

                       









DOS AMIGAS


CAROL STEVENSON CULLEY             PILAR LÓPEZ SÁNCHEZ
Monterrey, 2000-NY, 2075                     Monterrey, 2002-Monterrey, 2088

            Año 2030. Nos encontramos en la cocina de un restaurante de Los Ángeles, L.A., en el barrio de Echo Park, al norte de la ciudad, a medio camino entre Hollywood Boulevard y la zona de Chinatown y Downtown. El nombre del restaurante es Delicias. Un hombre –hispano, por sus rasgos,- y una mujer –anglosajona, morena, de tez pálida-, están tendidos sobre una mesa de madera, desnudos. Jadean, gimen. La ropa se halla desperdigada en el suelo. Varias botellas de vino y botellines de cerveza, en una mesa contigua. Hace unos momentos, ella se situaba sobre él, le montaba; ahora, él la ha colocado de espaldas, en la posición clásica del misionero.

            ¿Cómo han acabado sobre esta mesa, la misma en la que hace unas horas él, junto a dos de sus empleados, preparaba una comida para veinte comensales, entre los que ella se encontraba? ¿Por qué no se marchó a casa, sino que regresó al restaurante, cuando sus compañeros de trabajo se desperdigaron y buscaron un taxi –los que decidieron terminar la noche- o un bar –los que querían alargarla-? ¿Por qué él la recibió y no la rechazó?

            Imagino que podría explicarse, si supiéramos de dónde vienen y qué ocurrió después. Intentaré hacerlo, con lo que me contaron sobre esta pareja, si es posible llamarla así.


            Él se llama Juan López Millares. Nació cuando empezaba el siglo XXI, en Monterrey, una población costera situada entre San Francisco y Los Ángeles. Sus padres llevaban más de una década en Estados Unidos.

Carlos López, el padre, a finales de los ochenta del siglo pasado, atravesó el desierto que separa México del país de Lincoln y Kennedy, el de Trump y Nixon, una noche, una larga noche, en la que pensó que no saldría vivo. No sólo sobrevivió; llegó a California, el paraíso soñado. En Monterrey conocía a un familiar, su tío paterno, Francisco López, y éste, enseguida, le proporcionó un trabajo en su restaurante, al que había puesto como nombre el apellido familiar. Carlos no tardaría ni cinco años en poder traerse a su mujer, a la que había prometido, cuando se casaron, una vida más digna de la que tenían en la capital de México. En los años siguientes nacieron dos hijos. A la mayor, una niña, la llamaron Amparo. El menor era Juan.

            Para entonces Carlos había conseguido un puesto como conductor de autobuses de la línea local entre Monterrey y Carmel by the Sea, que le aportaba más dinero e independencia con respecto a su tío. Ella, María Millares, cuando sus hijos ya tuvieron ocho y cuatro años, aceptó el trabajo que le ofrecía Francisco en ese restaurante de comida mexicana, como cocinera, en la calle Cass, muy cerca de una de las arterias principales, Munras.

            Desde pequeño Juan se sintió atraído por la cocina y todos sus misterios. Al contrario que su hermana no era buen estudiante, le faltaba concentración e interés por los libros, pero se transformaba cuando entraba en la cocina de Francisco. Su madre era una buena cocinera, pero su tío-abuelo poseía uno de esos talentos que convierten unos ingredientes de calidad en un plato inolvidable. Nadie en Monterrey ignoraba ese talento. Y Juan aprendió de Francisco en este campo, el culinario, gran parte de lo que sería, cuando se hizo adulto.

            La relación que Juan tuvo con su padre nunca fue tan buena. Carlos no era un hombre amable; sino hosco, serio, adusto. Le costaba mostrar sus sentimientos. Le querían; se portaba bien con sus hijos, pero todos notaban una herida interior que ni siquiera su propia mujer podía curar. Francisco, por el contrario, era de un carácter abierto y campechano. Comprendía a Carlos, su sobrino, porque lo vio de pequeño, criado por su hermano, Daniel, un hombre atormentado, que maltrató a su hijo de palabra y acción, hasta su muerte temprana de cirrosis. No le culpaba, ya que la vida de los dos había sido dura; al contrario que Francisco, más optimista, su hermano no había sabido levantar cabeza. Por eso, trataba a la familia de Carlos, como si fuera la suya.

            Francisco tenía un defecto; era un tarambana, y nunca había sabido conservar a una mujer más de dos años a su vera. Bueno, cada uno es como es y él no podía evitarlo. Y a esas alturas ya no esperaba formar una familia; por eso, cuando pudo proteger a Carlos, a María y a sus hijos, no lo dudó.

            La infancia de Juan fue feliz, acostumbrándose a la hosquedad de su padre, el cariño de su madre y la bonhomía de su tío-abuelo. No se podía quejar. A veces hacían alguna visita a la familia materna, la que se había quedado en México, porque algunos, los más jóvenes, también habían conseguido pasar la frontera y buscarse trabajo en diferentes lugares de California; sobre todo, en Los Ángeles y poblaciones limítrofes.

            Y fue, entonces, en un colegio de primaria de Monterrey, cuando se conocieron Juan y Carol.

            Carol Stevenson era hija de Marion Culley y John Stevenson. Su padre, profesor universitario en la facultad de Económicas de San Francisco. Marion, profesora de instituto de Biología. Los dos se conocieron en la visita a un museo. Los presentaron amigos comunes. No tardaron ni un año en casarse. Ni tres, en tener a su única hija, Carol. Y ni seis, en divorciarse.

            No es difícil de explicar; simplemente Marion era muy joven, cuando conoció a John. Y John estaba más interesado en su carrera que en preocuparse por convivir con una mujer a la que llegó a detestar. Se separaron de manera civilizada. Marion y su hija se trasladaron a Monterrey. Vivirían en un dúplex, en la calle Houston, enfrente de una casa solariega, donde -dicen las crónicas- se alojó, durante unos tres meses en el invierno del año 1887 el escritor Robert Luis Stevenson, esperando poder casarse con Fanny, su primer amor.

El que vivieran tan cerca de la casa de este otro Stevenson, más famoso, sin duda, no fue más que una casualidad, que Marion explicaría a sus amistades con cierta ironía. John, a partir de entonces, vería a su hija los fines de semana y la tendría un mes al año en su caserón, a unos metros de Ocean Beach con vistas al Golden Gate Park.

Carol, sobre todo, cuando fue creciendo, siendo ya una adolescente, disfrutaba de esos días con su padre; San Francisco, en comparación con Monterrey, era un lugar lleno de oportunidades y aventuras, amistades, conciertos de jazz y rock, películas europeas y orientales, salas de museos abarrotados de objetos, cuadros y tesoros. Sin embargo, la infancia de Carol, los recuerdos que conservó toda su vida, serían los de Monterrey.

            Entre esos recuerdos, Carol guardaba uno, especialmente. Le gustaba, cuando venía del colegio y, al salir del instituto, descansar unos minutos en el jardín que había en la parte trasera de la casa del escritor. Era un jardín muy sencillo, pequeño, cuidado por diferentes hombres –todos, hispanos-; allí se relajaba. Era poco frecuentado, así que, si quería estar sola, lo conseguía sin mucha dificultad. Si había tenido algún problema en clase, suspendido una asignatura o con una nota más baja de la que esperaba, una riña con una compañera o una discusión con su madre –la típica de la adolescente rebelde en que se fue convirtiendo-, ese era el lugar en el que recuperaba la tranquilidad. Se sentaba en el centro de una plazoleta, en un banco, frente a una fuente coronada por una gárgola en forma de pez, cerraba los ojos y dejaba que toda la tensión acumulada fuera disolviéndose y desapareciera por completo.

            No llevaba a nadie allí. Ni a sus mejores amigas, ni a los pocos novios que tuvo durante su etapa de adolescencia. Ese lugar era un espacio privado, que sólo le pertenecía a ella. A nadie más.  Cuando estudió en San Francisco y, luego, trabajó en los Ángeles, buscó un lugar así. Nunca lo encontró. Tuvo que esperar a vivir en Nueva York para descubrir algo parecido. Muchos años después…

            Juan y Carol congeniaron enseguida. Compartían una forma de ser y un carácter muy independiente. Juan era más tranquilo y algo tímido. Se sentía más a gusto entre fogones que en la escuela. Carol, en cambio, se movía como pez en agua en ese terreno. Lograron hacer muy buenas migas. Sus madres se llevaban bien.

            Muchos de sus compañeros pensaron que acabarían siendo pareja. Hubo un beso entre ellos. Alguna cita. No mucho más. No se acostaron, entonces. Sus intereses comenzaron pronto a tomar caminos divergentes. Juan dejó los estudios superiores en cuanto tuvo oportunidad y se dedicó a ampliar sus conocimientos en el mundo de la cocina. Carol terminó la secundaria y dejó Monterrey para estudiar museología y administración en San Francisco. Su objetivo era ser gerente y directora de un museo importante. Sus miras eran altas. Las de Juan, mucho más humildes.

            Eso explica también que las relaciones personales que mantuvieran desde entonces fueran tan diferentes. Juan se casó enseguida con una amiga de Amparo, su hermana. Se llamaba Pilar López. No era una mujer complicada; quería tener una familia y sentirse protegida. Juan, en ese aspecto, no se diferenciaba mucho de ella. Se casaron cuando Juan cumplió los veinte años. Tuvieron dos hijos, Pedro y Carlos.

            Mientras tanto, Carol estudiaba en San Francisco. Mantenía contacto con Amparo, que se dedicó a la abogacía. Durante un año, incluso, compartieron piso en el centro de la ciudad, muy cerca de Union Square. No volvió a ver a Juan más que en un par de ocasiones, cuando se cruzaron en Monterrey –Juan iba de la mano con uno de sus hijos pequeños- o aprovechando que Juan visitaba a su hermana en San Francisco. No sabían muy bien qué decirse; eran saludos cordiales, pero algo fríos. Juan intentaba mantener las distancias, porque no quería admitir que cuando la veía, sentía algo por ella. Carol tenía otras cosas en la cabeza y ni siquiera se planteaba algo así.

            Carol, consiguió tener una pareja más o menos estable en el 2026. Su nombre era Marc Ridley y era abogado. Para entonces ella acababa de conseguir un puesto de gestora en un museo de Los Ángeles. Era pequeño, pero le parecía un buen lugar para comenzar. Su relación con Marc no duró más de cuatro años. En el último período discutían todos los días. Un mes antes de la escena en el restaurante Delicias que he descrito, pilló a Marc, acostándose con una de sus compañeras de bufete, en la cama que compartían los dos, en el barrio donde vivían, en Montecito. Al día siguiente, Marc buscaba otro piso. Carol se quedaría allí, por el momento. El trabajo no sirvió para curar la humillación que había sufrido. Se sentía herida y frustrada. Situación parecida a la que tenía Juan, con un matrimonio convencional, diez años felices, pero que, como suele ocurrir, pueden conducir a la monotonía.

            El encuentro en el restaurante llegó en el momento en que ambos necesitaban un giro en sus vidas. Carol, cuando sus compañeros le dijeron que iban a hacer una cena en un restaurante de moda, el Delicias, no recordó que Amparo le había comentado que ese era el restaurante de Juan. Cuando lo reconoció, recibiéndoles en la puerta, se quedó sorprendida. Él tampoco esperaba verla. Ese día, además, su mujer tenía un trancazo y no estaba con él en el restaurante, como era habitual.

Carol y Juan no dejaron de mirarse durante toda la cena. Cuando ella salió con el resto de compañeros, los dos sabían que Carol volvería. Dijo que tomaría un taxi, pero en vez de eso, cuando se quedó sola, regresó al local y llamó a la puerta. Le abrió Juan, que aún estaba limpiando. No había nadie más.

            Se recluyeron en la cocina; empezaron a hablar de los viejos tiempos. Ambos se sinceraron. Carol, con la ayuda de unas copas de vino, buscó consuelo en Juan. Se abrazaron. Los besos, al principio, tímidos, dieron paso enseguida, en unos minutos, a una apasionada relación sexual sobre la mesa de madera. Tras hacerlo, se vistieron. No estaban arrepentidos. Es más, deseaban volver a verse. Juan tendría que ocultarlo a su familia. Y así lo hizo. Carol no le iba a pedir más. Ella tampoco tenía muy claro qué camino tomar.

            Esta situación se alargó durante cinco meses. Carol sabía que iba a dejar Los Ángeles. Buscaba otro museo en el que trabajar y había enviado currículums y hecho entrevistas no sólo en California, sino también en el Este, en Washington o Nueva York. Buscaba a Juan, cuando notaba que iba a estallar. Alquilaban una habitación en un motel o se acostaban en la casa de Carol, en la misma cama que había compartido con Marc. Había olvidado a Marc, pero Carol no encontraba el equilibrio. Juan era pasajero; los dos lo sabían.

Carol dejó el trabajo, sin tener otro a la vista. Necesitaba descansar. Había pensado en volver a Monterrey, pasar unos días con su madre. El azar aceleró los acontecimientos; el padre de Juan enfermó gravemente. Sufrió un ataque al corazón. Perdió la conciencia, al entrar en el hospital de Monterrey. Juan lo dejó todo; pidió a su mujer que se encargara del restaurante y volvió a casa. A los dos días, Carol también regresó al espacio de su infancia.

A la semana siguiente, el padre de Juan murió, sin despertarse. Juan no pudo decirle muchas cosas, que se quedaron en el tintero entre los dos. Siempre tuvo ese vacío. Marion y Carol asistieron al entierro. Se encontraron, al salir, con una discusión muy subida de tono entre Pilar y Juan. Carol no conocía a Pilar; esa fue la primera vez que la vio. 

Pilar regresó a Los Ángeles, refugiándose junto a sus hijos y sus padres. Juan necesitaba pensar, con tranquilidad, ocuparse del papeleo, ayudar a su madre. También aprovechó para ver a Carol; estuvieron juntos toda una noche. Carol le consoló, pero ambos sabían, esa misma mañana, cuando se despidieron, que habían llegado a un callejón sin salida.

Carol, como hacía de pequeña, no volvió a casa de su madre directamente; entró en el jardín, se sentó en el banco y respiró profundamente. Cerró los ojos. Sonó el móvil. Contestó. Era un museo de Nueva York; nada menos que el Metropolitan. Le ofrecían un puesto de gerencia en uno de los departamentos: el de arte Oriental. Aceptó sin dudarlo. En una semana, estaría allí.

Juan y Carol sólo volvieron a verse en una ocasión más. Fue en los Ángeles, un día antes de que Carol se subiera al avión, destino Nueva York. En un motel, cerca del aeropuerto. Fue una despedida tierna. Los dos la recordarían así. Sabían que ya nunca más volverían a estar juntos.

Juan aceptó su papel de marido fiel. Nunca más volvió a traicionar a Pilar. Fue un buen padre y sus hijos le quisieron. Lo lloraron cuando perdió la vida en un accidente de tráfico.

Carol se dedicó en cuerpo y alma a su trabajo como gerente. Sus exposiciones fueron alabadas en todo el mundo. Se convirtió en una de las mejores profesionales del ramo y llegó a tener un nivel de vida bastante alto. Salió con varias parejas, pero ninguna llegó a cuajar del todo.

Encontró su jardín en Nueva York. A un par de minutos de la estación Central, en una calle cortada al tráfico, en un pasaje. Como ocurrió con el jardín de la casa de Stevenson, fue un secreto que no compartió con nadie.

Estuvo en el entierro de Juan. Supo entonces que Pilar conocía desde hacía años la relación que tuvieron; le entregó las cartas que Carol había escrito a Juan durante dos décadas, separados por kilómetros, cartas escritas a mano, en un tiempo en el que la gente sólo enviaba “e-mails”. Pilar había pensado en quemarlas, pero se arrepintió: que Carol decidiera qué es lo que quería hacer con ellas.

Cuando las volvió a leer –tanto las que escribió ella, como las que le envió él- Carol se dio cuenta de que había un material de gran valor, intenso, sincero, triste. Se lo enseñó a un amigo editor; este le dijo que estaba dispuesto a publicarlas. Había reconocido un filón. Carol pidió permiso a Pilar; no esperaba que aceptara, pero Pilar no puso ninguna pega.

-Esas cartas me parecen escritas por otra persona. Es una parte de Carlos que sólo te pertenece a ti.  

Fueron un gran éxito editorial. Millones de personas se emocionaron con esas cartas. Carol sintió que tal vez su vida personal no había sido tan mala. Un trabajo perfecto, buenos amigos y un amor imposible. Sin hijos, pero eso no la preocupaba.

Carol, tras jubilarse, viajó por el mundo, muchas veces, sola o en compañía. Conoció África, Japón y Latinoamérica. Se dedicó a la fotografía. Organizó exposiciones propias que fueron bien acogidas por los críticos de arte. No perdió el contacto con Pilar; llegaron a ser muy buenas amigas. 

Pilar, después de dejar el negocio del restaurante a sus hijos, se dedicó a sus nietos y a organizar actividades lúdicas y políticas en Monterrey, pero todos los años, siempre en la misma fecha, el cumpleaños de Carlos, compraba un billete de avión y se iba sola a Nueva York. Carol y Pilar pasaban esos días juntas.

Carol fue una mujer independiente hasta el día de su muerte, ocurrida tras un infarto. Pilar asistió a su incineración. Eso me dijo una tarde en la que me invitó a tomar unas pastas, en la que dedicamos varias horas a pasar las hojas de sus álbumes de fotografías que guardaba en el cajón de un armario de ébano y en la que me contó todos los detalles de sus vidas. 

El funeral de Carol se celebró en una mañana de invierno muy fría, en la isla de Manhattan. Cuando Pilar salió del tanatorio, se enjugó las lágrimas con un pañuelo y, a continuación, observó el cielo. Empezaban a caer los primeros copos de nieve.



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miércoles, 25 de abril de 2018

FICCIÓN Y REALIDAD.


Ficción primera:

El rey es un ejemplo de dignidad y democracia, modelo de una nueva transición. La reina ha creado una familia agradable a su alrededor. Los abuelos son felices en su retiro dorado.

Realidad:

La abuela y la reina no se soportan. La reina se gasta más de 100.000 euros en ropa cada año y sus hijas van por el mismo camino. Al rey le escriben discursos dirigidos desde el gobierno; no tiene voz propia y ni pincha ni corta. El abuelo es posible que le siga poniendo los cuernos a la abuela, disfrutando del dinero que, según dicen, ha amasado durante estos últimos cuarenta años. No olvidemos que Franco colocó a esta familia en el poder. Y que todos los demás seguimos pagando sus gastos... Hay quien sueña con la República; al menos, el presidente sólo estaría cuatro años.

Ficción segunda:

Dos muchachos jóvenes que quieren ser cantantes se enamoran en OT. Van a competir en Eurovisión. Son apolíticos y demuestran cómo es posible la convivencia en nuestro país y de qué manera se premia el trabajo bien hecho. Están tan acaramelados que alguno cree que se besarán -delante de millones de personas- cuando terminen de cantar en el concurso, en directo... Eso ha dicho el Hola...

Realidad:

Como son un poco ingenuos, él decide regalarle el día de San Jordi un libro de Albert Pla, España de mierda. El chico tiene sus propias ideas; ella, también, aunque les han dicho que si quieren una carrera en este país deben guardarse sus opiniones; al menos, mientras empiezan. El problema no fue ese; el problema fue colgarlo en las redes. Todo el mundo lo supo. Así que tuvieron que justificarse. Hay libros que no pueden aparecer en el Hola o el Pronto o en RTVE o Antena 3... Si son listos, no volverán a subir a la red cosas tan comprometedoras. Hay que saber distinguir lo público de lo privado, si quieres tener algún futuro en este país...

Ficción tercera:

Cifuentes, la mejor presidenta de la Comunidad de Madrid es una política preparada y sin casos de corrupción. Es considerada una de las personas más capacitadas para sustituir a Rajoy, cuando deje el gobierno, y es capaz de dialogar con todos.

Realidad:

Cuando fue delegada del gobierno justificó recortes de libertades. Cuando fue vicepresidenta, robó unas cremas en unos grandes almacenes de Vallecas. Y le dieron un máster, moviendo hilos en la universidad, pero, cuando la lucha por el poder en el PP llegó a su máxima expresión -pactaban en ese momento con el PNV unos presupuestos, creando ficciones las dos partes para justificar el acuerdo-, decidieron acabar con ella, filtrando documentos y un vídeo guardado para esta ocasión. Si, al menos, lo que hubiera robado fuera un libro... la hubiera apoyado...

Los que la sustituirán crearán nuevas ficciones y en un año gobernarán de nuevo en Madrid, apoyarán a sus socios o pactarán con el vencedor... Y Cifuentes encontrará, si es discreta, un puesto directivo en una gran empresa.


Vivimos en un mundo, un sistema que crea realidades ficticias. Es un matrix particular; nos agrada más, porque la realidad es cutre, decepcionante, desoladora, aunque, en mi opinión, mucho más interesante o berlanguiana, surrealista y absurda. ¿Y si esta realidad no es, en el fondo, otra ficción de mejor calidad?

Ante la ficción, los que la distinguimos entre las máscaras, las palabras, las imágenes deformadas, sólo nos queda reírnos y esperar que algún día caigan los títeres o sus dueños.

Aunque me temo que otras las sustituirán. Es así; necesitamos las máscaras.

Siempre preferimos la ficción a la realidad... ¿O no?

lunes, 23 de abril de 2018

LUCKY


Sin duda una de las cosas más difíciles de conseguir es la sencillez.

Acostumbramos a complicar la vida y las historias con una acumulación de elementos superfluos e innecesarios. Demasiada información, demasiadas opiniones... Es el mundo en el que vivimos, este sistema que nos devora, nos succiona, nos aplasta.

Nos alejamos de la verdad.

Esta película me ha traído a la memoria otras dos: Una historia verdadera y Smoke. Incluso notas el mismo aroma que en Paterson. 

A veces el cine independiente americano te trae joyas como estas. No son pretenciosas, son sólo un trocito, un pedazo de realidad, sutil, simple, elegante. Estamos ante una historia cotidiana, la de un anciano que asume su propia muerte, su soledad;  la acepta porque es parte de la vida. Que el actor, Harry Dean-Stanton muriera unos meses después, que esta fuera su última interpretación, su testamento, le añade una emoción complementaria: lo convierte en un último gesto, un último acto de dignidad.

Hay varias escenas que se te quedan grabadas, espacios vacíos, conversaciones con personajes que aparecen y no volvemos a ver más. Una canción de mariachis. Y un monólogo que termina así...

-...Tú, tú, tú, yo, desapareceremos. Y acabaremos en la nada. Esa es la verdad...

¿Y ante eso qué hacemos?, le preguntan a nuestro protagonista.

- Sonreir...