Solo en una ocasión fui a una corrida de toros. Tendría unos veinte años. Me movía la curiosidad. Mis tías abuelas, sobre todo Regina y su pareja, no se perdían ninguna. El sentimiento antitaurino, sin embargo, está bastante arraigado en mi generación. Recuerdo algún comentario entre mis compañeros de universidad -algún defensor ocasional-; no puedes opinar, si no has estado en una plaza, dijo alguno. La idea de que sea el rescoldo de viejos sacrificios rituales, cuyo ejemplo más lejano pudiera ser el salto del toro minoico, o cierta estética que lo acompaña, me llevaron a las Ventas en una tarde de mayo durante la Feria de San Isidro.
No he vuelto. Lo que vi me desagradó profundamente. O, más bien, me incomodó. Acepté la parte estética; los rituales, la música, el juego mortal entre el toro y el torero, los colores llamativos. Me resultó interesante, sin duda, esa parte de representación en el que la música, la ceremonia y la sangre te recordaban una tragedia antigua. Sin embargo, hubo muchas más cosas que me desagradaron. El público era estúpido, cruel, superficial, banal. Lo detesté: reían, bebían, comían, mientras un ser vivo sufría. Su fiesta no era la mía. El torero me pareció un mal actor, aunque pudiera admirar su valentía, y cuando uno de ellos no supo matar al toro de una estocada, demostró su incompetencia. Me dolió ver cómo el toro era masacrado, sin que nadie se pusiera de su lado; si al torero le hubieran corneado, casi hubiera aplaudido. El toro era despreciado, arrastrado, olvidado por el público, cuando cumplía su cometido: ensalzar a un farsante. Sí, aquel día elegí la ética frente a la estética.
¿Qué pretende en realidad Albert Serra con Tardes de soledad? No sabría decirlo. Y tal vez esa es su mayor debilidad.
¿Tiene cierta actitud antitaurina? Cuando el toro aparece, sí; sobre todo, cuando muere, en una agonía cruel y terrible. Se recrea varias veces en esa muerte. Y a nadie le importa, excepto a la cámara que graba su último estertor. Pero, por otro lado, el torero es el protagonista y es difícil no ver toda la película como una loa al toreo y su estética, aunque los secundarios en las escenas rodadas en el coche no ayuden precisamente; son insustanciales e irrelevantes. Imagino que aquí Serra pretende oponer la seriedad del torero a las del resto de componentes de la cuadrilla. Las palabras de estos últimos son vacuas; el silencio del torero es más elocuente. Solo hay un personaje secundario realmente curioso: el hombre que le ayuda a vestirse de luces y que en el ruedo le trae un vasito de agua -se agradece que no diga ni una palabra; eso, al menos, te hace pensar que tendría muchas cosas interesantes que decir-.
Es un acierto que no aparezca el público, pero al centrarse solo en los personajes que salen al ruedo -incluidos los banderilleros o el picador-, acaba por hacerse reiterativo y la última parte del metraje no aporta demasiado, nos sobra, pierde fuelle.
Uno esperaba, entonces, que olvidara, a mitad del metraje, al torero y que la elección fuera otra, porque, incluso la presencia del toro acaba por cansar; que fueran el espacio, los pequeños detalles, el fuera de campo lo que tuviera más presencia; que el silencio y el vacío sustituyera a esa acumulación de sonidos e imágenes en primer plano.
Y el final se cierra en falso. Una despedida de las cuadrillas, una salida discreta. Es como si no hubiera sabido cómo terminar.
Serra tal vez haya buscado el secreto de la tauromaquia, pero no lo ha encontrado.
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