sábado, 30 de diciembre de 2023

TERESA DE PAULA ORTIZ

 

La educación de nuestra generación -fuéramos o no a un colegio religioso- giró alrededor de la culpa y el pecado. No digamos ya la que tuvieron nuestros padres. Es cierto que nosotros sí rompimos con ella, al llegar la adolescencia. En mi caso, inclinaron la balanza las lecturas -entre ellas, la de Nietzsche, que aseguraba que "Dios había muerto": un descubrimiento para mí comparable al de América para los hombres del siglo XV- y mis propias reflexiones -recuerdo una frase que pronunció taxativamente el cura que me había bautizado y que, además, por entonces era mi profesor de Religión; sucedió en el aparcamiento de mi instituto y acabó con mis dudas: "Deja de pensar"; por supuesto, no he dejado de hacerlo-.

En ellas también dejó su secuela en represión sexual; en menor medida que en las generaciones anteriores. Ya nadie cree -o, al menos, en mi entorno- que las mujeres son las responsables de la concupiscencia de los hombres o que antes que el "póntelo, pónselo", que podía corromper nuestras costumbres, era preferible la continencia y la abstinencia. 

La mística entra en una categoría, como la metafísica, compleja de situar en este ámbito de la religión. Los místicos se apartan del mundo o, tal vez, descubren un mundo interior que la mayoría no desarrollamos plenamente. Muchos fueron considerados herejes y locos en vez de santos; fueron quemados y no leídos y venerados. La línea entre unos y otros dependía de que la Iglesia los aceptara o rechazara. Santa Teresa tuvo buenos contactos y eso la salvó. Otro tema sería comparar esta mística con la oriental o con la antigua, que bebe de una tradición diferente, menos reglada y dirigida -el monoteísmo no admite herejías-, aunque los presupuestos sean los mismos: la búsqueda y el encuentro con la Divinidad o lo divino. Podríamos hablar del uso de drogas que en muchas culturas facilita ese "encuentro"; en Delfos se piensa que la Pitonisa recibía efluvios que la "atontaban" o, directamente, tomaba plantas psicotrópicas en el momento de la "revelación". 

Siendo escépticos, y muchos lo somos en estos tiempos, nos quedamos con la poesía de Santa Teresa, directa, sencilla, que, como todas expresión artística, revela el mundo interior de cada uno de nosotros con nuestras dudas y emociones. 

El texto de Juan Mayorga se impone en esta versión. Es la cuarta, que yo sepa, en las últimas dos décadas. La mejor -y sigo estando de acuerdo con los críticos- sigue siendo la que interpretó en los años ochenta la recientemente fallecida Concha Velasco en la serie de televisión dirigida por Josefina Molina y con guión de Carmen Martín Gaite. 

Sí parece que la figura de Santa Teresa atrae mucho la atención. ¿Por qué? Hay un protofeminismo de una mujer que se enfrentó a las altas jerarquías eclesiásticas -aunque también supo buscar el apoyo de otros hombres que creyeron en ella-; tenemos la poesía mística de un gran valor literario y, sin duda, está la religión, uno de esos temas que se repiten una y otra vez cuando hablamos de nuestra relación con el mundo que nos rodea. 

Nada que decir del talento visual de Paula Ortiz; aprovecha bien los efectos especiales para mostrarnos  la imaginación de una mujer del siglo XVI con todas sus obsesiones. La represión tenía que salir de alguna manera y lo hacía, en los hombres y mujeres de esa época, con imágenes delirantes e irracionales. Tal vez no tan diferentes a las nuestras, aunque escapen de otra manera o no lo hagan y dejen sus secuelas...

Sin embargo, y este pero para mí es una gran losa, me hubiera gustado más sobriedad. Si algo destaca en la vida y obra de Santa Teresa es precisamente eso. Aunque guste por la paradoja, lo que ha sobrevivido de ella es la sencillez y, como bien se cuenta en el texto, buscaba recuperar esa simplicidad en el día a día. 

¿Por qué no, como en la obra teatral, contarnos este "debate" entre el inquisidor -o el demonio o su conciencia, podríamos así también interpretarlo- y Santa Teresa solo en un espacio, esa cocina que sirve de punto de partida? Paula Ortiz demuestra talento visual y mucho en las pesadillas o ensoñaciones o revelaciones de nuestra protagonista, pero yo hubiera preferido concisión, sencillez.

Un hombre y una mujer, frente a frente. La palabra y nada más. Bresson en estado puro, cuasi experimental, sin algaradas visuales ni sonoras. Se está educando a un público para que se fije en el dedo; se le dirige en una dirección, se le atiborra de imágenes; se le vacía de contenido. 

Lo dicho, quizá pido demasiado a un cine, el actual, que prefiere los efectos y los fuegos artificiales a la sencillez; quizá porque esta es demasiado peligrosa. 


No hay comentarios:

Publicar un comentario