Estuve en Tokyo y Kyoto hace unos años, poco después de que muriera mi madre. En Kyoto reservé un alojamiento cerca del centro, a unos pasos del río. Era una habitación bastante amplia y muy cómoda, en un bajo.
Tras una mampara corrediza, contiguo a la habitación, había un jardín japonés semiabandonado, descuidado; estaba separado de la calle por un muro de unos cuatro o cinco metros. Uno de los mayores placeres de ese viaje fue este: cuando me despertaba, echaba un vistazo al jardín, abría la mampara, salía afuera, paseaba un rato, me sentaba en un banco ocultado por la hiedra, cerraba los ojos... Tanto los senderos como las linternas de piedra se habían cubierto de matorrales. Algunos gatos solían visitarlo; en cuando notaban mi presencia, desaparecían.
En ese lugar mágico, cada vez que me dormía, ocurría algo muy extraño: se me aparecía mi madre. No hubo sueño en el que no la sintiera. Durante esa semana, la tuve muy cerca. Era un espíritu benéfico; me protegía. Así, al menos, me lo pareció.
Cuentos de Tokyo recoge la mejor tradición japonesa. Es un cine intimista y su ritmo es el de la vida, el de la reflexión, el del paso del tiempo.
Algo de ese aliento y delicadeza -que sentí cuando visité Kyoto y que no he vuelto a encontrar en ninguno de mis viajes- la observamos en otro final, el de Cuentos de la luna pálida de Mizoguchi. Y sí, veo paralelismo en estos dos finales, aunque los argumentos se desarrollen en siglos diferentes. Los muertos protegen a los vivos y todos formamos parte de un mismo universo.
Ozu nos regaló una última secuencia extraordinaria en su película póstuma. El padre ha casado a su hija; debe aceptar que a partir de ahora vivirá solo. Sin enfatizarlo, sutilmente -por medio de espacios vacíos-, nos muestra esa tristeza, ese dolor, esa pérdida, esa ausencia.
En el final de In the mood for love de Wong Kar Wai también me parece observar un detalle que lo une a una larga tradición oriental. Lo táctil -y las miradas y silencios que durante toda la película han unido a los protagonistas- acaba transformando un secreto, un amor que no pudo ser en parte del ciclo de la vida. No se podría entender este final sin el budismo y su influencia en la vida cotidiana de China o Japón.
La historia de Tokyo monogatari relata el último viaje de una pareja de ancianos; quieren ver a sus hijos, que viven en la gran ciudad. Ella intuye que va a morir. Sus hijos, sin embargo, están más interesados en sus problemas cotidianos que en la visita; para ellos, incómoda y un incordio. Así que los ancianos durante casi toda la estancia pasarán la mayor parte del tiempo con su nuera, la mujer de su hijo mayor, muerto en la guerra. Solo ella y la hija menor, que aún vive con ellos y trabaja en una población costera como profesora, establecen, después de la muerte de la anciana, una relación que supera los intereses económicos y los egoísmos a los que nos empuja la presión social.
-La vida es decepcionante...
-Sí, con frecuencia lo es...
Aquí podemos hablar de dos finales. El primero, emocional. Las dos mujeres, ahora amigas, se despiden en la distancia. Secuencias paralelas. La una piensa en la otra.
El segundo es metafísico. El anciano, solo, acepta su nueva vida. Recuerda lo perdido. Y sí, todo continúa, sin nosotros. El sintoísmo y el budismo. El espíritu oriental. La huella que dejemos será tan ligera como el agua que pasa. Todo fluye, nada permanece.
Si acaso, quizá, la emoción, la melodía, el silencio...
O nuestros fantasmas... O nuestros recuerdos...
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