Es solo una pared y un trozo de cielo. Dejo de leer a Quignard. Noto una ligera brisa; a finales de agosto el calor no sofoca, solo acompaña. Al otro lado del patio suenan las campanas de una iglesia. Se está bien; ni siquiera el siseo de las moscas molesta demasiado.
Uno podría cerrar los ojos e imaginar que al otro lado está el mar. La soledad es tentadora. Una isla y la ensoñación de un día de verano. La pared es un lienzo en blanco que puedes pintar como desees. El tiempo pasa. La sombra irá cubriendo el muro. La caricia del sol que ahora ilumina las ciruelas -esas que caen al suelo, ya maduras-, en unas horas habrá desaparecido.
El libro de Quignard me devuelve a Roma.
Los colores se difuminan, se desdibujan.
Y el tiempo también.
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