Lleida a principios de agosto es irreconocible. Muy pocos turistas.
La gran mayoría de los que viven por Lleida en estas fechas son inmigrantes. Hay dos zonas donde la concentración es más numerosa: entre la calle Mayor y la Seu Vella, en la parte alta del casco histórico, y en las calles aledañas a la estación de tren. Alquileres baratos, escasa infraestructura, un sutil abandono. Nos encontramos, sin duda, en Black Town: la mayoría son subsaharianos. Algunos, pocos, marroquíes.
Latinoamericanos, más escasos. Y los chinos que regentan algunos bares y que no paran de trabajar.
Así que tenemos a la clase media leridana paseando por la calle Mayor, como en los viejos tiempos.
De vez en cuando, a los pies de las tiendas, encuentras en un letrero, que asemeja una baldosa dorada, un nombre, dos apellidos, una fecha y lugar de nacimiento -"aquí nació" y de muerte; está última, en un campo de concentración nazi. Nadie se fija en ella.
Y, por otro lado, a unos metros, al este y al norte de la calle Mayor de Lleida, decenas de inmigrantes, en grupos o solos, matando el tiempo. O al sur, en la rambla, tomando un café, o bajo los árboles de un parque, al otro lado del río Segre. Ahora no hacen nada; consumen poco. Algunos son recogidos por furgonetas a primera hora de la mañana; les dejan de vuelta por la tarde: otros van y vienen en el tren regional o el bus, pero la gran mayoría espera a septiembre, para cuando les llamen para trabajar en el campo como temporeros.
La presencia de marroquíes era mayor en Tárrega; la plaza del pueblo era el lugar de encuentro de grupos más reducidos.
Tárrega tiene sus edificios antiguos, pero, en general, ha perdido mucho de su encanto.
Como en tantos pueblos, las casas viejas no se cuidan, se abandonan y, cuando llega el momento, se venden para tirarlas abajo y construir otras nuevas y deplorables. Aún así, en Tárrega aún hay calles que recuerdan su pasado medieval o algún palacete modernista. Nada que ver con Tarancón, por ejemplo, que ha acabado con casi todas. El que tenga estación de tren le da cierta vidilla a esta ciudad leridana: en media hora te plantas en Lleida y en una hora en Barcelona.
Los judíos tenían su barrio. Y como en otras partes fueron el chivo expiatorio, cuando las cosas iban mal dadas. En 1247, en medio de guerras, impuestos y hambrunas, fueron asesinados en una noche, más de 300 judíos en Tarrega. Hace una década se realizaron excavaciones, al otro lado del río Ondara, donde los expertos situaban un cementerio judío. Allí se descubrieron los cuerpos de niños y mujeres, algunas de las víctimas de esa matanza. Años después en Lleida y otras ciudades del reino de Aragon se repetirían las persecuciones.
Tuvieron, a principios del siglo XX, una fábrica de harina, que, incluso, poseía una estación propia, a unos metros de la oficial. Otra fábrica se ocupaba de producir materiales y maquinaria agrícola; era un terreno bastante amplio a las afueras.
Fue por aquí, por donde pasaron, en agosto del 36, Críspula y sus hijas. Por eso, estoy aquí, grabando unos planos. Ya veremos si salen o no el documental.
Según parece un beato fue asesinado por un grupo de la CNT en esas mismas fechas. Tenían previsto recordarle este 13 de agosto, con una misa y una caminata al cementerio. Es la única lápida de una víctima de esta guerra con nombre y apellidos que he podido encontrar en este camposanto. Allí, como pude comprobar, no hay ningún monumento a los enterrados en fosas comunes, sea por bombardeos o fusilamientos de la otra parte. Y los restos siguen allí, bajo tierra, sin nombres, en dos fosas comunes.
Cuando llegaron a Tárrega a Críspula y sus hijas las interceptaron en uno de esos controles que la CNT hacía a la entrada de los pueblos por la carretera, como en Tarancón. Allí, en la población meseteña, si mal no recuerdo, retuvieron a varios ministros anarquistas, que huían de la Madrid asediada, de camino a Valencia, amenazándoles con ejecutarles, sin juicio ni nada, como traidores y cobardes. Se salvaron y los dejaron en libertad... En el fondo, los anarquistas no eran tan duros.
También les ocurrió a Críspula y sus hijas. Según me dijeron las metieron en un camión junto a otras mujeres y niños para llevárselas quién sabe dónde; lograron escapar. Es posible que los anarquistas cambiaran de opinión o que las mujeres aprovecharan un descuido.
En Lleida hay un museo local bastante moderno y aceptable para el baremo actual. Las explicaciones son claras y sencillas y cualquier profesor podría traer a sus alumnos y proporcionarles una mañana instructiva para así sacarles de la monotonía de sus clases. Quizá el único pero es que hay poco conservado de la propia ciudad. De Roma, por ejemplo, no hay ninguna excavación que hayan mantenido -lo habitual es destrozarlas- y la única que les permitiría montar un museo, la de unas termas, a unos metros de la estación de tren, lleva más de veinte años, cubierta por la hierba, sin que se decidan a invertir unos cuantos milloncejos.
También, además de la desidia o los intereses urbanísticos, algunas obras se han perdido por una destrucción intencionada o el saqueo. En 1711 las tropas de Felipe V arrasaron con Lleida. Los franquistas en 1938 hicieron lo mismo. También le ocurrió a esta Virgen con José y el niño, la que abre esta entrada.
¿Dónde está San José y la cara rechoncha del niño? Los de la CNT quemaron la otra parte en el 36, de camino al frente de Aragón. Sin embargo, es difícil no sentir asombro, cuando contemplas la mitad del rostro y el pelo de esta virgen. Como sucede con muchas obras que han superado el paso del tiempo, te preguntas cómo es posible que algo tan hermoso haya sobrevivido y el resto, no. ¿En el último momento un tipo duro, un anarquista con cierta sensibilidad, se arrepintió y la salvó de la quema? ¿El azar? ¡Quién sabe!
A unos metros, detrás del museo, casi por casualidad descubrí una joya desconocida del último románico y el primer gótico: la iglesia de San Lorenzo. A oscuras pude intuir en dos retablos sus imágenes, a medio camino hacia la plena expresividad del Renacimiento.
Volviendo al museo, hay una pared, en la parte medieval, dedicada a todos los presos políticos de este país. Los mantendrán, hasta que vengan todos los exiliados y liberen a sus presos.
Me gusta la idea. Es parcial, pero no está mal que los museos reflejen la realidad política.
Eso sí, reconozco que en una hora y media recorrí el museo yo solo -los bedeles, aburridos, se paseaban de vez en cuando y me saludaban, por si se me ocurría tocar algún cristal o llevarme algún sílex, una madona o una terra sigilata-; así que muy frecuentado, no es, la verdad. Como ya dije, turistas no había muchos en estas fechas.
Los bares, no sé si lo he comentado antes, estaban llenos. Así que, si quieres reflexionar sobre el sentido de la vida, es mejor pasarse por aquí. Los museos, ya se sabe, son lugares tranquilos y silenciosos.
Prometen tirar lo que parece una antigua fábrica cerrada y abandonada -un edificio que merecería, al menos, por su fachada, que se conservara- y convertirlo en la nueva estación de autobuses. No dudo que merezcan una estación mejor -en Bilbao, Iruña y Donosti las consiguieron tras décadas en las que los buses paraban en garajes de mala muerte, oscuros y asfixiantes, como aquí, o sin techo, al albur de la variable meteorología-, pero ¡qué manía de echarlo todo abajo!
O de cerrar centros ocupados. ¿Para qué? ¿Propiedad de un banco?
Un poco más de imaginación no les vendría mal. Y menos obsesión por la ganancia rápida.
¡Ay, el capital!
Un hombre, de unos treinta años, -aunque aparenta más-, drogadicto, recorre, se arrastra por todas las terrazas de la Rambla y la calle Mayor, caminando a un lado y a otro, entre las dos estaciones, la del tren y la de bus. Nadie le da dinero, ni los catalanes de pura cepa ni los inmigrantes.
Es un cadáver que anda.
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