Hace unos años estuve en Auschwitz y Birkenau. Era invierno.
Es un lugar terrible; aún notas, sientes, respiras, cuando entras al campo de concentración, la muerte. Sin embargo, es evidente: hay un turismo del dolor. No lo vi tanto en Birkenau -construido en 1941, a unos kilómetros del primer campo-, ya que la mayoría de los grupos de turistas visitaban solo Auschwitz. Lo agradecí. Era un día frío -la noche anterior había nevado-. El silencio y la soledad en Birkenau invitaban a la reflexión.
La lectura de un ensayo de Lanzmann -un estudio amplio sobre su obra- que saqué de la biblioteca para preparar un documental propio -aún en mantillas-, me ha animado a volver a ver Shoah.
El ensayo es crítico con la obra de Lanzmann; también con Shoah, su opus magnum, más de nueve horas.
Quizá no es este el espacio adecuado para desarrollar su argumentación. Tanto sus aspectos positivos -que son muchos, visuales y de contenido, y que la han convertido en una obra de referencia- como los negativos -algunos que tocan el aspecto ético; un elemento que siempre hay que tener en cuenta, cuando nos enfrentamos a testimonios de personas vivas-.
Shoah abrió un camino necesario. Lanzmann buscó testimonios y los ha conservado. Otras generaciones, más allá de la muerte de los que vivieron esos acontecimientos, podremos verlos.
Hasta ese momento pocas obras habían intentado trasladar, más allá del reportaje, esas emociones a la gran pantalla. Y solo la de Resnais, Noche y Niebla, con un planteamiento muy diferente, había alcanzado tal nivel de calidad.
Mucho más tarde llegaría las versiones de Hollywood, la lista de Schindler o El pianista. Lanzmann la criticó -sobre todo, la primera-: para él Spielberg prefirió distorsionar la realidad, deformarla para llegar al gran público.
Nada hay que objetar a ninguna de las dos películas, magníficas creaciones artísticas. Que refleje la realidad histórica o tienda a falsear los hechos, bueno, ahí entramos en uno de esos debates eternos: ¿testimonio o arte?
¿Acaso el documental no es, como bien decía Lanzmann, una ficción de la realidad?
Lanzmann fue más generoso al hablar de El hijo de Saúl.
Una de las críticas que ha recibido Lanzmann, además de la escasa presencia de mujeres, es la manipulación de algunas entrevistas donde evitó -algo que intentó enmendar en obras posteriores- criticar el colaboracionismo de los propios judíos en el exterminio: esa zona gris de la que habló Primo Levi. El protagonista de El hijo de Saúl formaba parte de esos Comandos de judíos que se encargaban del trabajo sucio -trasladar los cuerpos, quemarlos-, a cambio de tener ciertos privilegios. El hijo de Saúl evita esa parte esteticista de Spielberg; es directa como un puñetazo y también nos emociona.
Vuelvo a Shoah. Uno de los mejores ejemplos de cómo debe hacerse una entrevista es esta. Aquí está el mejor Lanzmann. Es cierto; hay quien podría decir que Lanzmann fuerza el testimonio del superviviente. Le propone una teatralización -él cortaba el pelo a las mujeres que entraban en la cámara de gas; ese pelo luego sería vendido-; Bomba acepta -ese es el límite ético, en principio-, pero, cuando llega a un recuerdo doloroso, durante más de un minuto no es capaz de seguir. El silencio es impresionante. Y Lanzmann espera; sabe que este momento es cinematográfico, intenso, brutal. Y le pide, le exige que continúe.
Lanzmann aquí es un cazador. Su objetivo está claro: ese testimonio es un deber. ¿Debemos aceptar el silencio, aunque eso suponga que ese momento pueda ser olvidado? ¿El testigo tiene derecho a guardarse ese dolor? ¿El entrevistador debe ir más allá o debe respetar unos límites?
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