A una amiga...
Cuando muere un padre, una madre o cualquier persona querida la vida adquiere una entidad distinta, una forma diferente. Aunque sea durante unas horas o unos días, tu ritmo no es el mismo que el de los demás. Puedes esperarlo o que te venga de improviso, pero sea como sea, tu mundo ha cambiado y tu cuerpo y tu mente debe adaptarse a ese cambio.
Agradeces los ánimos y los abrazos, pero no estás aquí. El mundo es algo ajeno y extraño. No lo entiendes. O, más bien, es el mundo ficticio, el que hemos creado para convivir en sociedad, el que no comprendes. El otro, el real, es más intenso que nunca.
Entiendes que eres mortal. No es un conocimiento racional -eso ya lo sabías-. Ahora es un hecho vivido en tu sangre, en tus carnes. Cuando tenías veinte o treinta años morían tus abuelos. A los cuarenta, cincuenta y sesenta, mueren tus padres. Pronto llegará tu momento. Ya lo sabes. Ahora, sí.
La ausencia. Cuando recuperas el ritmo cotidiano, comienza el duelo. ¿Dónde está su voz? Sus palabras o su imagen, sus gestos aún no se han desdibujado. Aparecen en los sueños muy a menudo, como si ese fuera el último vínculo entre los vivos y los muertos.
Las punzadas de dolor se van espaciando. Mientras tanto, hay que ocuparse de los rituales: donar su ropa o tirarla, repartir los objetos que le pertenecieron, firmar más y más papeles que agotan tu paciencia. Para la sociedad un muerto es un nombre y apellidos con derechos y deberes, un ciudadano con propiedades y una herencia. Para ti es mucho más y esa contradicción no deja de sorprenderte. Hasta que te acostumbras.
Hay quien escribe. Alguno se atreve a hacer un documental: no te aconsejo esto; es muy caro. Otros prefieren centrarse en el trabajo. Volvemos a comenzar; otra vez. La sociedad te lo exige; la vida, también. Los familiares y los amigos ayudan. Si necesitas hablar, estarán allí. Si necesitas un abrazo, también. Algunos desaparecen; pocos. A ciertas edades la selección ya la habías hecho antes.
Las imágenes y los recuerdos se diluyen. El cuerpo y la mente se adaptan. A veces surge una sensación, un sueño, un destello que te devuelve al padre o a la madre perdidos. Aparecen en el momento más inesperado: cuando estás dando clases, cuando dos compañeros hablan de un tema intrascendente, cuando paseas por un bosque o por las calles de una gran ciudad o cuando un amigo o amiga pierde también a su padre y a su madre.
Se quedan un momento contigo y luego se vuelven a marchar.
Siempre estarán, mientras estés viva; tu cuerpo lo sabe.
No hay comentarios:
Publicar un comentario