En junio del año pasado recuerdo que, en medio de la comida de fin de curso, entre los profesores del Felipe II, comentamos la noticia sobre Woody Allen: su hija adoptiva le acusaba -otra vez, casi más de veinte años después, y tras haber sido exculpado- en una carta pública de abuso sexual. Allí, nadie le defendió; tampoco nos echamos sobre él y le quemamos en la plaza pública, como han hecho tantos. Como mucho, entre vaso de vino y botellín de cerveza, comenté/comentamos que, fuera inocente o culpable, su talento como artista no disminuiría. Woody Allen seguirá siendo Woody Allen.
Era inevitable; de las cuatrocientas páginas dedica más de cien a este asunto. Debo reconocer que leídos sus argumentos y las pruebas presentadas, le creo. En realidad, es sentido común; sus otras mujeres le han defendido -a las que describe, a veces, con un realismo brutal y tierno- y él y Soon-Yi han criado a dos niñas, en sus últimos años, sin que nada haya pasado. Pero cuando hay tantos intereses en juego, el sentido común desaparece. El movimiento #MeToo tiene aspectos muy positivos; pero hay también un lado oscuro al que deberíamos estar alerta.
Bien es cierto que la imagen de Mia Farrow está distorsionada, pero ¿quién podría evitarlo? Y la historia, al completo, no deja de ser un argumento para el sensacionalismo más vomitivo.
Y aquí acaba mi opinión sobre esta parte de la autobiografía. Que le ha dado juego, porque, como él mismo dice, "añade un fascinante aspecto dramático a una vida que sería bastante rutinaria". Que concluya mejor él mismo: "ser un artista cuya obra no puede verse en su país... Pienso en Henry Miller, D.H.Lawrence, James Joyce. Me veo de pie entre ellos, desafiante. Es más o menos en ese momento cuando mi mujer me despierta y dice: estás roncando..."
Del resto, ¿qué puedo decir? Se ha divertido haciéndolo. No se lo ha tomado muy en serio y esa es su mayor virtud. Literariamente sabe que no será un Tennesee Williams ni lo pretende. Me encantan sus digresiones, caóticas y divertidas. Sabe reírse de sí mismo; sobre todo cuando habla de sus aportaciones al arte del clarinete...
Es discreto y humilde hasta la exageración. Con los años es difícil saber dónde está el personaje y dónde la persona. Se confunden. Y le agrada que así sea. Es capaz de conseguir la sonrisa con un comentario final ingenioso. No en todas las ocasiones acierta, pero no se le puede pedir que siempre lo haga.
No dejas de pensar en Días de radio cuando habla de sus padres o de su prima Rita.
Entiendes que el personaje con el que más se identifique sea el de La rosa purpura del Cairo.
Sólo empezó a leer libros y ver películas de "calidad", cuando se dio cuenta que eso podía funcionar con las chicas que le gustaban. Es posible, pero hay algo de impostado en esa pose. El personaje se impone sobre la persona.
Excepto en algunos casos, contados, donde aparece alguna crítica, en general, sólo encuentras alabanzas y elogios hacia la gente que ha conocido. Hace una excepción con los productores "metomentodo". Es demasiado duro con su propio talento, aunque es posible que eso forme parte de su manera de concebir el mundo y a sí mismo.
Políticamente sus posiciones no son muy interesantes -aunque en Zelig haya una referencia muy sutil de cómo se puede acabar en el fascismo- y, a pesar de haber querido escribir como Chejov o Tennesee Williams o, al menos, haberlo intentado, ha disfrutado de la vida y no se arrepiente. Ha hecho lo que le gusta y prefiere la tranquilidad de una vida hogareña a los riesgos de un mundo extraño. Es un tipo que se ha dejado llevar por otros en la vida cotidiana, con cierto grado de autismo social, y eso, seguramente, le ha supuesto grandes dolores de cabeza, pero también, muchos amigos.
Bueno, con sus filias y sus fobias, es Woody Allen.
Quizá lo mejor de esta autobiografía -como decía al principio- es que tienes ganas de volver a ver sus películas. Hasta las malas...
Que es, sin duda, lo que haré.
No hay comentarios:
Publicar un comentario