domingo, 30 de agosto de 2020

MIZOGUCHI: EL ÚLTIMO CRISANTEMO


Año 1888.
La película comienza con un largo plano secuencia tras la representación de una obra de teatro kabuki. Los personajes, al terminar, entre bambalinas, comienzan a hablar de un actor, el hijo adoptivo de una gran figura del teatro. Todos están de acuerdo, incluido su padre: no está a la altura; sin embargo, cuando aparece todos le mienten y lo adulan.
Esa misma noche descubre en un prostíbulo lo que piensan los demás -sus compañeros, las geishas- de su talento. Le desprecian. Es un hombre débil; se hunde y pierde la fe en sí mismo.
Cuando vuelve a su casa, -en otro maravilloso plano secuencia, a distancia, sin necesidad de acercarnos- se encuentra con una criada, Otoku, que está cuidando a su hermano menor. Y ella le dice la verdad: podría ser un buen actor, pero debe cambiar de actitud.


Habrá una historia de amor, sí, pero ella es una criada y él, pertenece a una gran familia de actores; la sociedad no les permite ser marido y mujer. Pero, a lo largo de los años, sólo ella lo mantendrá a flote y creerá en su triunfo. A costa de su propio sacrificio...

Mizoguchi la rodó en 1939, antes de sus grandes obras maestras. Una de sus grandes virtudes -ya entonces- son precisamente los planos secuencia. Aquel en el que los dos comparten una sandía; ese en el que nuestro protagonista la busca desesperadamente, abriendo y cerrando compartimentos del tren, hasta que descubre que ella se ha marchado; este otro en el que se reencuentran en una habitación, tras estar un año separados, y Mizoguchi nos muestra -de manera sencilla, con sus actos cotidianos- un reflejo de lo que será su vida en común.

Hay escenas que nos cuentan mejor que ningún diálogo el destino marcado de los dos personajes: mientras él triunfa en el escenario, a sus pies, bajo el estrado, ella reza para que todo salga bien, aunque sabe que eso significará perderlo.

Mizoguchi conocía perfectamente la psicología femenina; su madre y su hermana dejaron un poso muy profundo en su infancia. La madre sufríó la violencia sistemática de su padre; la hermana fue vendida como geisha.

El personaje masculino no es desagradable ni egoísta. La quiere y se esfuerza por ser mejor; simplemente es un hombre débil. Necesita más que una amante, a una madre; cuando ella lo arropa, como hacía con el niño pequeño, al principio de la película, ahí tenemos una definición perfecta de su relación de pareja. Al final, cuando podría hacerlo, no dejará a un lado su éxito y a su familia por el amor de Otoku; le falta una personalidad y un carácter que nunca tendrá.

Otoku, en cambio, sacrificará su vida para hacer realidad un sueño, que, en este caso, es el de convertir a este hombre inseguro en un gran actor, pero eso tiene consecuencias. En una sociedad como la japonesa -cerrada, estratificada- el sacrificio es la única opción posible. La felicidad durará muy poco.

Esta película es mucho más que un drama; tiene el perfume de una tragedia y deja un sabor amargo. Los aplausos finales, el éxito han llegado, pero un corazón está roto. Para siempre...
Sólo quedará la sublimación de este dolor a través de su arte.

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