'... por qué la civilización empezó con el logos... empezó a fluir entre nosotros ese río en el que se funden pensamiento y lenguaje. Gracias a su existencia concebimos el mundo, lo exploramos, lo comunicamos, lo utilizamos para nuestro provecho, lo modificamos, buscamos su sentido, tratamos de entendernos a nosotros mismos. Gracias a su existencia conocemos el tiempo, la memoria, la experiencia. Gracias al logos, vivimos en un flujo de luz, y no en la reclusión de nuestras pequeñas calaveras'.
Palabras del Egeo, Pedro Olalla.
Esmirna es una ciudad que remonta su fundación a milenios, pero la actual ubicación le corresponde a Alejandro Magno. La leyenda escrita, o tal inventada por su historiador oficial, menciona un sueño y la respuesta de un oráculo y gracias a estos decidieron situarla en el centro de la bahía.
El grande tuvo mucho interés en construir un ágora que de inmediato estableciera relaciones comerciales con otras poleis griegas.
Ha sido puerto comercial y eso lo notas en su forma de ser, muy occidentalizada - pocas mujeres llevaban pañuelo, al menos, en el centro, en Konrak; alguna que otra iba cubierta completamente- en la presencia de diferentes credos -además de la mezquitas, tenemos sinagogas y algunas iglesias-.
No olvidemos que aquí nació el logos, la filosofía occidental. Y el comercio fue su vector y su impulso.
Una zona del barrio céntrico, el Kemeralti, es un gran bazar o mercadillo.
Se puede encontrar de todo -incluidas algunas multinacionales de ropa, aunque para eso es mejor acercarse al puerto-. No es comparable al de Marrakech, pero es menos turístico, sobre todo ahora en invierno.
Hay un paseo marítimo, que me recuerda el de Tesalónica, tocando el mar. Ataturk, el fundador del actual estado turco, nacido en la ciudad griega, cada vez que venía aquí tal vez sintiera nostalgia de su infancia.
Sus museos no destacan mucho, aunque el Arqueológico tenga notables esculturas;
una de ellas un atleta de bronce.
Un parque en el centro de la ciudad combina el entretenimiento con el solaz; es curioso el pequeño parque de atracciones, vacío en diciembre.
Y gatos y perros abandonados. Los gatos sobreviven mejor. Los perros parecen almas en pena necesitados de cariño. Me ocurrió también en Grecia. Son alimentados por la gente, pero vivir en la calle siempre es duro.
Algunos gestos, sutiles, me despiertan curiosidad. A primera hora de la mañana vi a dos hombres dar dinero en mano a sendas mujeres jóvenes. No se miraron; era esperado por ambos. Sin que tenga más referencias, podría interpretarse de muchas maneras. Me falta un conocimiento mejor del idioma o de la cultura para descubrir señales que se nos escapan a los que sólo estamos de paso.
Está la tradición de tomar el té, a cualquier hora; el canto del almuédano, llamando a oración. El idioma es gutural, pero tiene cierto acento eslavo que me recuerda al ruso.
Algo debí tomar que me revolvió el estómago; así que para limpiarlo no comí nada en veinte y cuatro horas. El cuerpo rechazaba de manera natural cualquier alimento y uno con los años ha aprendido a escuchar a su propio cuerpo. En estas situaciones el oído o el olfato se intensifican. Como si volviéramos a recuperar los sentidos que ese tirano, la vista, nos había arrebatado.
Fueron dos días nublados. El sol hizo acto de presencia muy pocas veces y la luz del Mediterráneo me devolvía la esperanza.
Es una ciudad viva, dinámica. Alejandro Magno fue bien guiado por los dioses. Supo ver el instinto comercial de sus habitantes. Y lo conservan, aunque ya no se hable griego ni haya judíos. Huellas e improntas de un lejano pasado.
Anochece pronto en invierno. Hoy es domingo.
Los últimos compradores salen de un bazar que ha cerrado sus tiendas. Luces navideñas en el centro: recuerdan al turista occidental sus tradiciones y al turco le sirven para iluminar un poco las calles. Nada ver con nuestro exceso.
Varios indigentes y cartoneros arrastran sus pesados carros; los primeros llevan allí todas las pertenencias y para los otros es su manera de ganarse la vida. Un hombre, tras una transacción comercial, cuenta las liras turcas como si lo fuera en ello la vida. Han montado un mercadillo ilegal en una calle que da a la principal, oscura, a una distancia prudencial de varios coches de policía.
Olor a hachís y a castañas asadas. Y a narguile con sabor a manzana. Dos chicos jóvenes corren para que el ferry o el tranvía no se les escape. Mañana el tráfico será insoportable.
Una niña posa con su vestidito nuevo para que su madre le haga las fotos de rigor. Otra, más mayorcita, está harta de posar.
Dos orquestinas tocan música tradicional en los bar-restaurante para un público mayoritariamente turco.
Los gatos y los perros sobreviven.
Si contemplas la bahía puedes ver, arracimadas en las colinas que rodean Esmirna, miles de casas. El amarillo chillón de las farolas, el azul cálido de los hogares.
Hay muchos mundos en Esmirna que yo nunca conoceré.
'Por tu cabeza, quiero ser por siempre virgen, nunca domada, cazadora en las cimas de montes solitarios. ¡Vamos, pues, y confírmalo como un don para mí... Dioses u hombres la llaman Virgen y Cazadora y Flechadora de ciervos, μέγα επωνυμιον... '
Poema 31, Safo.
Cuentan que en Efeso existió una de las siete maravillas del mundo: el Artemision. Era un templo colosal, magnífico, consagrado a una diosa oriental, una diosa madre llamada, dependía dónde estuviéramos, Cibeles, Isis o Artemisa. No es casualidad que la Virgen María muriera según la tradición aquí. Se necesitaba seguir adorándola.
Dicen que San Juan terminó de escribir aquí su evangelio y, al morir a los cien años, fue enterrado en una colina, Ayasuluk, a unos metros del Artemision. El cristianismo más tarde levantó una iglesia bizantina, de la que ahora no quedan más que restos de su antigua grandeza. Como le ocurrió a su hermana gemela las piedras se reutilizaron para construir las casas o mezquitas de Selcuk. Puedo imaginar la historia de esta columna que toco con mis manos: vio a fieles que adoraron a Artemisa, a Jesucristo y a Alá. Y hoy al poderoso Dinero.
En otra colina, en un barrio periférico, cientos de pisos, que me recuerdan a Benidorm, altos y terribles y modernos, se alzan como los nuevos templos del progreso.
¿Qué ha sobrevivido del templo a Artemisa? Columnas y ruinas dispersas y un gato mimoso que busca las caricias y la comida de los turistas.
Efeso está lleno de turistas y de vendedores y de negocios a la caza del visitante... y de perros y de gatos... Como los animales salvajes hace mucho que huyeron de aquí solo estos rinden un tributo indirecto a la diosa de la Naturaleza. No viven mal. Si los comparamos con los de la ciudad están bien alimentados, son acariciados por guías y gente de paso
y saben buscar sitios cómodos y abrigados, cuando el tiempo lo requiere;
puede ser un hueco donde antes había una estatua o un sillón de felpa, cuando los humanos los dejan vacíos para patear las antiguas calles.
Esta ciudad tiene una larga historia. El puerto antiguo ya no tiene mar; los aluviones y sedimentos de los ríos cercanos acabaron por alejarlo varios kilómetros. Todos los hombres importantes desde Alejandro Magno hasta Adriano quisieron dejar su huella, restaurando o construyendo edificios públicos. La biblioteca de Celso conserva sólo la fachada; sus pergaminos y papiros hace mucho desaparecieron. Se encontraron unas casas romanas en un excelente estado de conservación y eso nos permite disfrutar de pinturas parietales de gran calidad.
No hay ruinas que no despierten en mí cierta tristeza; tristeza de lo que fue, de lo que pudo ser, de lo que nunca será...
Inscripciones desechadas, apartadas, en griego y latín, de hombres y mujeres que han sido olvidados.
El paso del tiempo es inevitable. Nadie puede cambiar esto.
Los terremotos, las invasiones y el abandono terminaron con Efeso. El turismo lo transforma en un sitio lleno de ruido. ¿Dónde está el silencio?
Es posible que sólo los gatos y perros, cuando por la noche se quedan solos entre las ruinas, escuchen los pasos de los fieles a Artemisa, la que tal vez espere el momento oportuno.
'... Todo es uno: la lengua griega... y esta luz, este mar y estas rocas de donde fueron desprendiendose sus primeras palabras... sonido de guijarros, consonantes que chocan entre sí, sustantivos mojados por las olas, raíces semánticas, raíces de frigana, huesos, caparazones, el sol que reverbera sobre el mar, nombres que imitan un rumor eterno, verbos que nacieron de un gesto, preposiciones que son una seña, sílabas que son cuernos que embisten, letras que insinúan el flujo del aire y del agua, palabras que han salido del mar como la vida...'
Pedro Olalla, Palabras del Egeo.
Cinco de la mañana. El nocturno se llena de currantes. El día de Navidad pasó y hay que volver al trabajo. Se suben como yo en Vallecas y se bajan en Atocha: guardas de seguridad, taquilleros, mozos de carga, limpiadoras, vendedoras...
Los que subimos al AVE dormimos la mayor parte del trayecto. A la altura de Zaragoza dos jóvenes universitarias hablan de sus experiencias como estudiantes, antes de tomar el avión que les llevará a Londres. Me entretengo escuchando cómo una de ellas le cuenta el juego de miradas que mantiene con un chico en una biblioteca. La seducción no ha perdido su encanto rodeado de libros en los tiempos de Tik Tok.
El viaje en avión se hace largo. Son tres horas y ni siquiera la lectura de Safo o de Olalla logra hacerla más amena. Las piernas, agarrotadas; el cuerpo, agotado.
Turistas y turcos, jóvenes y parejas. Un par de turbulencias.
Llega el momento del aterrizaje. Una niña pequeña, de unos cuatro años, que ha caminado por el pasillo durante el viaje, obligada de repente a estar sentada con el cinturón puesto, se pone a llorar.
¡No llores, niña, que ya llegamos!
Desde la ventanilla la costa se recorta como los rizos de tu cabello o los pasillos de un laberinto; surgen acantilados y montes, se alzan de golpe; vislumbro poblaciones pequeñas arracimadas al abrigo de un bosque.
Y la luz, sí, reconozco esta luz... Aunque la lengua sea otra...
Son las siete de la tarde. El metro de Esmirna se llena de currantes que vuelven a casa.
Nuestras vidas son círculos y símiles, metáforas y onomatopeyas, tópicos y arquetipos.
He recordado dos frases tuyas. La primera la escribiste; la otra me la dijiste la última vez que nos vimos.
"La dulce melodía de una rutina que se sintió a gusto a mi lado...".
"No puedo evitar alejarme de las personas a las que quiero..."
No me atrevo a interpretarlas; porque sé que mi interpretación hablaría más de mí que de ti.
Puedo hacerlas mías, porque, sin duda, como tú, he buscado y he encontrado a veces esa melodía deslizándose junto a mí, lejos de las mezquindades diarias: al leer y al disfrutar de imágenes en movimiento o al inventar historias con palabras, imágenes o sonidos.
Y a veces he huido del contacto con otros, porque es más perfecta una felicidad posible, aunque sea solitaria, que la realidad compartida, siempre decepcionante. ¿No es mejor imaginar una vida con alguien a quien quieres, los hijos que hubieras tenido, los viajes que hubieras hecho, las experiencias que hubieras compartido o la ternura que le hubieras dado a que, en cambio, acabes odiando a esa persona, porque el día a día y la oscura rutina ha arruinado esas ensoñaciones e ilusiones?
¿La imaginación nos hace libres o nos encadena?
Hace diez años murió mi madre. No siento dolor; solo una suave, dulce y tranquila añoranza.
Viajo a la Grecia clásica: a Esmirna, Éfeso, Lesbos, Atenas.
"En la vida como en la literatura solo callarse es sincero. Cuando hablamos, representamos un papel..."
Sandor Márai, Confesiones de un burgués.
Tal vez excepto Juventud no hay película de Sorrentino que no despierte el aplauso de la crítica. Su estética nada tiene que ver con lo que espero de una película, pero, al menos, no me aburre como Almodóvar. Sin embargo, hay varios aspectos que sí comparten.
Ambos construyen un mundo artificial; tal vez la diferencia -y eso salva a Sorrentino- es que parte de una realidad barroca, exagerada, excesiva y esta siempre permanecerá, es una presencia constante en el arte y, mucho más importante, en la vida; Almodóvar, en cambio, prefiere mirar al espejo del cine y la literatura para levantar su teatro de marionetas.
Por otro lado, tenemos a personajes excéntricos, que nada tienen de convencionales. Sorrentino los construye a partir de esa realidad que cualquiera que visite Italia puede encontrar en sus iglesias o en sus palacios, en sus barrios y calles. En Almodóvar es un preciosismo que nace de la imaginación, del teatro y la representación.
Pero mi intención no era hablar de Almodóvar, un director muy sobrevalorado, a pesar de su talento, y que ya está, a su manera, despidiéndose del cine. Prefiero hablar de Sorrentino. Aunque haya partes de sus películas que me alejen como los movimientos de cámara laterales o circulares que se convierten en rimas -en esta Parthenope son metáforas del deseo o del amor- o esa cámara lenta preciosista e irónica, -un guiño o parodia de la estética del videoclip- nadie puede negar que las imágenes delirantes entre el surrealismo y lo estrambótico, fellinianas en estado puro -un lecho a la manera de un baldaquino que abre la película, un camión cisterna delante de un funeral con coche de caballos decimonónico y que vuelve a aparecer al final transformado en un autobús con banderolas del Nápoles- siempre te atrapan y logran mantener la atención.
Me parece que todas las películas de Sorrentino viven de esas imágenes e ideas brillantes -a veces condensadas en una frase genial "cuando llegué a los 65 años descubrí que no puedo perder el tiempo en cosas que no me apetece hacer" (a mí me gustaría haberlo descubierto antes), "la belleza como la guerra: abre puertas" - y que son el punto de partida de todo; más tarde, se estructuran en un guion coherente o una historia.
Como en La gran belleza, donde las palabras son huecas y vacías y los silencios esenciales y primordiales, donde el arte se eleva sobre la mediocridad y banalidad de las fiestas nocturnas, donde las jirafas aparecen y desaparecen mágicamente entre las ruinas antiguas, las aves zancudas descansan de su migración en una terraza y las fotografías diarias de una vida entera detienen el tiempo,
reconoces su estilo y también sus temas: la soledad, la juventud y el paso del tiempo, el dolor, la nostalgia o la saudade -aunque en el sur de Italia se lleve al extremo, al límite, y en Portugal o Galicia se acepte, aparentemente, con más calma-; la melancolía, los trampantojos, -metáforas de la simulación y la falsificación que nuestra mirada construye en la relación con el mundo que nos rodea-, la superficie barroca que se amalgama con el escenario natural o la ciudad milenaria, sea Roma, en La gran belleza, o Nápoles, en Parthenope:las termas de Caracalla y la bahía de Nápoles, el Vesubio y los palacios decadentes, transformados en un escenario teatral y, al mismo tiempo, espejos del Tiempo. También el recuerdo, donde se encuentran emociones vividas con otras, imaginadas y soñadas. Y la belleza, por supuesto. Una percepción de la belleza -que no excluye el sexo, aunque no sea su fundamento, porque como en el mundo de las Ideas platónico aspira a llegar más allá de lo sensible, de la piel y la primera mirada a un cuerpo desnudo de mujer; desea alcanzar las "raíces"-, una belleza que solo puede entenderse desde el Mediterráneo, porque nació aquí hace miles de años, en las costas de Grecia o de Italia o de Turquía, de Argelia, España o Egipto y, que, a pesar de la capa de cristianismo -representación y ritual teatralizado, milagro o misterio interpretado y representado, espectáculo de formas y colores- o del Islam -represión y ceremonial solemne y uniforme-, se mantiene pagana, vital, excesiva.
Y Sorrentino nos la muestra; aún más, nos la revela como un misterio, como lo era hace miles de años. Y es ese misterio el que deja poso en nosotros cuando Sorrentino nos cuenta una historia. Sí, es el misterio de los mitos, el de lo eterno que sobrevive a la superficie de las cosas y a las modas, el de los profundos y circulares ciclos del Tiempo.
"Los escuálidos e inconstantes destellos de belleza... en el fondo es solo un truco".