La primera vez que descubres a alguien siempre es algo especial, sea quien sea. Y si es Angelica Lidell no puedes dejar de admitir que te encuentras delante de un talento inmenso. Es una actriz impresionante, domina todos los registros; su voz llega más allá del escenario, llena el teatro, agrede y acaricia, cuando le conviene; su energía, incansable, nos traspasa y agota. Y, como artista, poeta, creadora teatral rompe esquemas.
Dicho esto, también hay que dejar claro que todo talento es un don de los dioses y que, si no lo sabemos cuidar, nos llevará al precipicio y al vacío o a un falso refugio, en donde la estrella consagrada se sienta a gusto repitiendo moldes e ideas agotadas. Aunque tal vez Lidell sea mucho más consciente de esos peligros que sus espectadores y seguidores más fanáticos. La hibris era bien conocida por los antiguos... Las historias teatrales no existirían sin ella.
Hay una vertiente espiritual en su obra que no logra convencerme del todo, aunque la comprendo. Admito la necesidad de recuperar esa parte de nosotros mismos, tan agostada por nuestra contemporaneidad, pero, en su caso, existe el peligro -tantas veces transitado por otros muchos antes que ella- de acabar en una religiosidad convencional y dogmática, solo superficialmente iconoclasta. El tiempo dirá...
Bien es cierto que el artista debe provocar y poner en tela de juicio los rituales tradicionales: es claro el simbolismo religioso en la escena de los cuatro hombres con sus bebés -imaginados en Madrid, ya que, según nos dijeron, no les permitieron tener bebes en un escenario (¿o tal vez esta declaración formaba parte de la representación y buscaba así una primera reacción del público?)-. Por otro lado es constante esa simbología religiosa en toda la relación entre el torero -Belmonte-, y la artista -Lidell- con el toro, siempre vinculado desde tiempos inmemoriales -en Creta, recordemos, hace más de cinco mil años- al sacrificio y los rituales de paso, en las catábasis y viajes del alma al Más Allá.
Sus amplios conocimientos literarios, aún así, me plantean dudas. ¿Cómo será la evolución de Lidell en el futuro en este aspecto? ¿Buscará en la religión -una religiosidad personal, asimilada a sus propias vivencias- un refugio a sus obsesiones? No sería la primera ni la última que alguien que buscaba la provocación hacia las instituciones religiosas, llegue a ser más papista que el Papa, pasando de la rebeldía heterodoxa a un dogmatismo férreo y conservador. Aunque, siempre es posible que conserve esa actitud iconoclasta toda su vida, como hizo Buñuel, un claro referente para Lidell, tanto en este aspecto como en sus imágenes surrealistas -en algunas, como la carne colgada, es imposible no pensar en el gran director aragonés-. Otras siguen su estela, aunque con variantes sorprendentes y paródicas: al principio de la obra, unos gatos, atados con cuerdas hacen pensar en Cibeles o en diosas de la fertilidad; al final, esos mismos gatos, acompañando a un muerto en un féretro de cristal, te recuerdan a las tumbas medievales de nobles y reyes junto a los perros de caza a sus pies.
No sorprenderé a nadie afirmando que el gran tema de Lidell es el amor y no tanto el sexo y sus perversiones -esto sería más propio de Buñuel-. El amor es, tal vez, el único elemento que puede, si no salvarnos, si, al menos, ayudarnos a enfrentarnos a la muerte con dignidad y valor, a la manera de Tristán e Isolda, mencionados en la parte final de la obra. Belmonte, el gran renovador de la tauromaquia -un personaje muy interesante, que en esta obra solo aparece como punto de partida o motivo inicial, y en algunos detalles, como la tartamudez en una parte del monólogo o el gesto de dispararse a la sien- pensaba lo mismo. Belmonte, como el poeta y torero Sánchez Mejías, pertenecían a una generación -por eso, se codearon con la intelectualidad, poetas y escritores de la generación del 98 y del 27- que buscaba en la cultura una manera de entender su pasión y obsesión por la muerte; la que sentían, cuando salían a la plaza de toros. Sánchez Mejías -Lidell pone en la pantalla del fondo uno de sus poemas- logró encontrarse con ella, cara a cara. Lorca le escribió otro poema impresionante, a la estela de Manrique. Belmonte tuvo que buscarla, lejos de los ruedos, cuando todos los amigos estaban lejos, exiliados, o habían muerto.
El monólogo central de Liebestod, que combina el humor, directo, desagradable, incómodo, paródico y momentos de ternura y lirismo que logran emocionarte -"esas mujeres se reían, mientras llevaban las cenizas de mi madre"-, podría servir para resumir el bagaje teórico de Lidell. Convertido en un discurso agresivo contra todos, incluso contra sí misma, parecería decirnos, sin demasiados subterfugios, que estamos condenados a desaparecer como especie y que, además, nos lo merecemos. Y, aunque quiera dejar una esperanza, afirmando que solo el amor nos puede salvar, el tono y la agresividad te hacen pensar en lo contrario. También uno podría pensar que es una forma de evitar el orgullo, el endiosamiento en que su figura e imagen podría terminar tarde o temprano, si no la rompe en mil pedazos con un mazo, como harían los devotos con las estatuas de dioses paganos. ¿Lidell preferiría ser un Prometeo -castigado a ser devorado por un águila-, o un profeta -que debe sacrificarse y no ser escuchado o comprendido-, a ser una diosa -venerada y adorada- como Isis?
Su talento para el diálogo o para el discurso monologuista es brutal. Combina lo soez, el insulto, la provocación y un lirismo, en el que se intuyen referencias literarias muy variadas, que nacen en Aristófanes y acaban junto a Cioran. A veces te dejarías llevar por esa verborrea, nacida de la desesperación y el dolor de vivir. En otras, notas dentro de ti el rechazo, aunque es posible que Lidell busque también, sutilmente o sin ambages, en nosotros esa respuesta.
Siempre queda la duda de si Lidell en el fondo juega, como los dioses, con nosotros. En el monólogo nadie se salva: ni los profesores, ni los funcionarios, ni los responsables teatrales -"quieren hacer un Sade sin Sade, un Pasolini sin Pasolini, un Fassbinder sin Fassbinder"-, ni los jóvenes -"que solo hacen manifestaciones para cobrar una pensión que no tendrán"-, ni siquiera las actrices -"si he de elegir entre una actriz y una puta, prefiero a la puta"-; sin embargo, de manera más o menos velada, Lidell tal vez nos quiera decir que el artista es el único que puede ver más allá; no hay elección moral entre una vida humana y el arte -"si tengo que elegir entre salvar una vida y un Caravaggio, salvo a Caravaggio"-. Y que es también el único que puede conseguir que nosotros, durante el breve espacio en que una obra se represente, alcancemos ese conocimiento, como afirmaban las religiones mistéricas o los románticos en el siglo XIX o los aedos, cuando hablaban en nombre de los dioses y las generaciones que les precedieron.
Más de dos mil cuatrocientos años han pasado desde que los griegos en Atenas inventaron el teatro, tal como lo conocemos. Lidell es consciente del largo camino que hemos transitado desde entonces. Y sabe, como muy pocos, transformarnos, a la manera de los antiguos. Porque Lidell intuye que el teatro fue, es y ha de seguir siendo, si quiere sobrevivir, una experiencia religiosa y colectiva en el que el incienso penetre en nosotros como lo hacía la divinidad hace tanto tiempo, cuando aún no había muerto.
Lidell, consciente o inconscientemente, vuelve a los clásicos. Y estos, se ven reflejados -como diría Valle-Inclán, gran amigo de Belmonte-, en su espejo deformante.