Salíamos mi hermano, mi padre y yo de un restaurante; nos acababa de invitar a comer.
Nos despedimos y cada uno siguió su camino. Cuando llevaba unos pasos, me di la vuelta y le miré. Me fijé en sus pies. Los arrastraba.
En ese momento supe, no tuve ninguna duda, de que mi padre moriría muy pronto. Ocurrió a los cuatro meses.
La obra de Louis Edouard, un autor francés de escasos treinta años, se ha empezado a construir recreando literariamente su infancia y adolescencia. Su estilo es directo, punzante, sin medias tintas. Poco importa que parte de esa memoria personal sea o no inventada; la literatura acepta esas mentiras, si están bien contadas.
Ivo Van Hove ha adaptado al teatro algunas de sus obras. Hans Kesting se ha encargado de interpretarlas. De la adaptación de esta última, estrenada en el festival de Otoño, Who kill my father, podría poner algún pero... No lo haré. En realidad, me gusta esta versión, porque, sobre todo, destaca por su minimalismo. Sabe aprovechar con escasos elementos -una televisión, una cama- las posibilidades del texto. Los elementos externos -el humo, la música elegida (muy propia de los años noventa)- se adaptan perfectamente al tono.
Sin embargo, lo que más me asombra y admiro es al actor. Hans Kesting está impresionante. No solo porque interprete varios papeles -sobre todo, el del padre o el autor, pero también el de la madre o la abuela-, sino también porque sabe darles una corporeidad que solo los grandes intérpretes son capaces de expresar con sus gestos, su voz y su presencia en el escenario.
Las relaciones entre padre e hijo es uno de los grandes temas del teatro. Complejas, repletas de conflictos: odio y amor, incomprensión, decepción, miedo, respeto, admiración, ternura, rechazo... O de vergüenza: porque el hijo no es lo que deseábamos; porque el padre no llega a la altura de lo que imaginamos.
Los hijos solo entendemos a los padres, cuando nos hacemos mayores. O, al menos, los aceptamos, los comprendemos. No son perfectos; nunca lo fueron. Cuando mueren o cuando intuimos que pronto dejaremos de verlos, buscamos una manera de reconciliarnos con su memoria, que también, aunque no quisiéramos admitirlo cuando éramos jóvenes, es la nuestra.
Encontramos en el discurso final de esta obra una reflexión política. Aunque más que reflexión debería decir un grito de dolor y de venganza: ellos, los poderosos, son responsables del dolor y las injusticias del mundo. Así que... voy a gritar sus nombres...
"Sí, dice el padre de Edouard, que ha tomado conciencia de las causas reales de su frustración, de su muerte, de su desesperación, tenías razón. Vendría bien que algún día hubiera una revolución..."
A veces, cuando veía a Hans Kesting arrastrar los pies, reconocí a mi padre...
Estaba allí...
Solo un gran actor puede resucitar a los muertos...
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