viernes, 15 de mayo de 2020

EL HIJO ÚNICO DE OZU



Ozu empezó a hacer cine en los años 20. Y ya en sus últimas películas mudas había conseguido encontrar su propio estilo; es decir, planos fijos de espacios vacíos, cámara baja, poniéndose a la altura de alguien que estuviera sentado, conflictos familiares.
Es posible que antes de la segunda guerra mundial, estuviera más preocupado por la soledad del hombre, obligado a conseguir un éxito social, fuera como fuese, y fracasando en el intento. Después, su interés iría más encaminado a mostrar cómo la sociedad se transformaba, perdiendo sus raíces.
Hasta el 36 se negó a rodar con sonido. Esta es su primera aportación. Ya es el mejor Ozu.



Un ritmo reposado y una historia sencilla; en realidad, no ocurren muchas cosas. Una madre visita a su hijo; piensa que es un hombre de éxito. Descubre que no lo es. No hay más. Las historias paralelas; la del hijo, profesor de primaria -despreciado por serlo y eso dice mucho de la sociedad japonesa de esos tiempos-, la de la propia anciana con un niño al que ayuda, la de la mujer del hijo, no se alejan demasiado del nudo principal: la relación madre e hijo y la decepción y el fracaso compartido y vergonzante.
Sería una historia convencional, sin duda, si no fuera por el estilo. Hay formas de contar que no se olvidan. Y Ozu ya sabía hacerlo. El plano de un sombrero, tirado al suelo de una habitación, el de una puerta cerrada o el de un pasillo vacío después de una conversación sincera, dura entre madre e hijo, deja un poso.

Y es espiritual y material. La esencia de una mirada que, aunque venga de Japón, es también nuestra.
Humana, en su más amplia acepción.


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