domingo, 9 de julio de 2023

RESIDENTE PRIVILEGIADA: MARÍA CASARÈS

 


                                                                                   I

- ¿Dónde has estado este verano?

- En Galicia, en Madrid, en París, sobre todo. Un poco en Roma, Buenos Aires, Nueva York... 

Para no llevar a engaño a mi interlocutor, a ese profesor o profesora que el uno de septiembre me haya hecho esta pregunta de rigor, podría añadir:

- Me acompañaba María... Casares.

Si mi compañero no conoce quién fue, tal vez, intrigado e indiscreto, me pregunte si es mi amante o una amiga. Queriendo seguirle el juego, tal vez le diga, para darle más pistas:

- Estuve en la Galicia y el Madrid de los años 30, durante la República; en el París de la Ocupación y el de la posguerra; unos meses en el Madrid de la Transición...

Ya, a estas alturas, mi interlocutor/a se habrá arrepentido de haber empezado esta conversación y de su vacuo gesto de cortesía, se habrá alejado y habrá buscado, como me suele suceder en estos casos, a otro compañero/a que haya vivido más allá de su imaginación.


                                                                               II


Leyendo un párrafo de la autobiografía de Casares me vinieron a la mente varias fotografías de este tipo. También las famosas de Francesc Català Roca o la de Miserachs en Via Laietana. Pertenecen a otra generación. 

"En compañía de María Luisa, enriquecía mis conocimientos sexuales. Durante nuestros paseos, arrastraba detrás de ella una fila de hombres aislados, extrañamente taciturnos, cuyo comportamiento yo acechaba mientras la seguían a distancia, como perros... que la esperaban inmóviles y como embrujados a las puertas de los almacenes a los que entraba... hasta en sus paroxismos; 

cuando uno de ellos, de repente muy cerca, le rozaba el cuello con una caricia oscura, hundía las manos en su pelo, le pellizcaba un pezón o bien sopesaba una de sus nalgas con gesto breve y brutal. Todo eso amenizado con susurros salivados... competían por encontrar el piropo más raro, el mejor dicho, el más original, y lo lanzaban como un pregón, en medio de los olés de unos y los abucheos de otros... Todos estos gestos típicos, sucios o brillantes, testimonio del soberbio y profundo desprecio con que el machismo español honraba a sus mujeres... Me pregunto cómo hacían ellas para contenerse y no conducirse a la primera ocasión con sus hombres como las mantis religiosas con sus parejas..."

Es, sobre todo, en estos párrafos, donde Casares capta la psicología de una sociedad, de un colectivo. Gracias a ser una desarraigada, desde sus orígenes, -cómo olvidar aquí esa frase de su padre, que la marcó para siempre, cuando el político republicano recibía los parabienes de sus conciudadanos, a unos días de la llegada de la República: "Míralos, Gloria, en dos años me lanzarán naranjas"- puede observar el mundo con más distancia e interpretarlo con acierto. 

Aún así, no siempre podía mantenerse al margen. Durante la liberación en París, cuando iba en bicicleta a la sede del periódico le Combat para encontrarse con Camus, se topó con una multitud -"nunca me gustó la multitud ni verme formando parte de ella"-. Un hombre de las SS sale escoltado. Y la multitud se entregó "a uno de los juegos más abyectos que conozco... que en el hombre adulto solo testimonia su vileza. Insultos, risas, sarcasmos, escupitajos, pellizcos, tirones de oreja, puntapiés, zancadillas, hubo de todo, salvo valor y dignidad. Hasta el momento que un tipo que estaba fumando delante de mí, sin dejar de reír, se sacó el cigarrillo de los labios y apoyó el extremo encendido sobre la mejilla del prisionero. El gesto transgredía las reglas del juego, los fusiles apuntaron y hubo un momento de estupor: -¡Cochino cobarde! -las palabras estallaron en mi boca... pero, dadas las circunstancias, me condenaban... dos hombres se pusieron a mi lado para protegerme... de no haber estado allí, no hubiera podido escapar; y eso por haberme rebelado contra el tratamiento infligido a uno de los representantes de lo que más odio en el mundo...".


                                                                               III

Si pienso en esta autobiografía -muy bien escrita, por cierto-, me vienen a la cabeza palabras como sinceridad, energía, humor -el mismo de su padre, inteligente y resistente-... búsqueda. Me quedo con esta última. Hay una necesidad constante -hasta la obsesión- de buscar la palabra adecuada. A veces, incluso, nos abre el diccionario con todas las definiciones de un concepto. Casares se movió entre dos lenguas -un nuevo desarraigo, aceptado y asumido- y esa búsqueda, a pesar de exista siempre el riesgo de dispersión, la mantiene atenta, fija en una única dirección; así vadea los meandros de su memoria. 

De cuando en cuando su estilo se complica hasta el hartazgo; en otros, eso le permite recuperar a las personas que conoció y les infunde vida, al describirlos detalladamente, o al contar algunas de sus reacciones. Es, sin duda, su mayor conquista. Vuelven a nosotros, tal como ella los vio. 


                                                                              IV

Hace unas semanas asistí a una obra de teatro: Continente María. Se basaba, en líneas generales, en esta autobiografía. El teatro, punto de partida para volver a la vida, de la que es hermana gemela. No es casualidad. Casares, en su obra, escribe una y otra vez reflexiones sobre el acto teatral, sentidas y vividas en lo más hondo. 

En esa representación que, lo admito, me conmovió -aunque he visto muchas obras alternativas en estos dos últimos años y he apreciado su calidad, nunca me han emocionado tanto como esta; y habrá razones extrañas y profundas que aún no he logrado descubrir-, si la comparo con la obra escrita, no observo, en general, grandes diferencias. El espíritu de María está ahí: su energía, vitalidad, sinceridad, el carácter, la fragilidad, la inteligencia, su independencia. Y ahí está su gran acierto. Evita un estilo monocorde; apuesta por la variedad de formatos. 

La anécdota de la obra de Genet -en la que echó del palco solo con la mirada a un grupo de ultras-, mencionada en esta representación, no aparece en la autobiografía. Y, sobre todo, la presencia (ausencia) de Camus. O, al menos, no como se muestra en la escritura de Casares.

En la obra -tal vez por un ramalazo feminista "no voy a hablar de los hombres de mi vida"; ¿por qué? ¿Porque las mujeres somos independientes y no dependemos de ellos? ¿Tenemos que verlo como una ironía, cargada de contradicciones?- Camus es mencionado solo en dos frases y otro par de anécdotas. En la obra de Casares Camus y su padre están siempre; incluso, cuando no se mencionan.

La madre, como María confiesa, "era ella misma". Así que es convocada solo de vez en cuando, como un espíritu benefactor -una mujer de su tiempo, oculta- o como la primera mujer con la que rivalizó en el plano sexual, "al parecerse tanto". No ocurre lo mismo con Camus y Santiago Casares, que la "crearon", la construyeron, de los que bebió y aprendió. "Camus: padre, amigo, amante e hijo, a veces..."

"...Quise y quiero a Camus porque, preso de sus contradicciones que era el primero en denunciar, incluso en los momentos de diversión sin los cuales no hay hombre capaz de subsistir, empleó toda su atención en no dejarse nunca distraer de esa vena viva... la línea a la que se apegaba para mantenerse fiel a su pasión de justicia y de verdad... cuando no tenía nada que decir, se callaba. Y si su quijotismo y su santa locura se encerraban enteramente en eso; si solo podía dar testimonio mediante el silencio, si la complejidad de las circunstancias o sus propias contradicciones solo dejaban lugar a la componenda o a la mentira, antes de gritar se atrevía -aquel demente- a ponerse una mordaza en la boca y quedarse mudo..."

María Casares no oculta sus defectos. Es consciente de ellos. En Roma, durante el rodaje de La cartuja de Parma, se acostó con tres hombres, jugó con ellos, los torturó. Uno, Jean Servais -descrito con ternura y precisión, a escalpelo-, al que provocó hasta el límite de la crueldad -que, en otras ocasiones, le había amenazado con suicidarse- y con el que mantenía una relación que ahora llamaríamos tóxica, le acabó golpeando en la cara -"siempre esa mano me acarició, excepto en una sola ocasión"-; un cuarto, un personaje externo, al que se acercó para intentar provocar a otro de los tres, la intentó violar. Eran juegos, buscando la autodestrucción, que acabaron cuando volvió a encontrar a Camus... 

"Y ya no nos separamos más". 

Admite su insociabilidad, el orgullo, la violencia. Y tantos otros, que aparecen, punteadas entre sus páginas. Su obra, dispersa, experimental, lírica, caótica, habla de sí misma. Como lo hacía, según ella misma admite, en sus interpretaciones teatrales. 

La muerte de los otros es descrita con dureza; en el hospital, los dos últimos meses de su madre. En el Madrid de la guerra civil encontramos el olor de los cadáveres mezclado con esa solidaridad masculina que descubrió años después junto a Camus. En la muerte de su padre, lenta, asumida por Santiago Casares con dignidad y una resistencia condenada. La de Camus, vivida desde fuera, ajena, hueca. 

Las tres imágenes de sus muertos: el cadáver de su madre, el de su padre y el "imaginado", porque no lo pudo ver, a través de una fotografía, tal vez inventada, de Camus, destrozado, en el coche. Yo también tengo en la memoria y fotografiados, otros cadáveres, los míos...


                                                                               V

No la pueden engañar, como nos siguen engañando. 

"...Me enteré de cómo las palabras libertad, progreso, dignidad, fecundan las cárceles, las cadenas de las fábricas, las oficinas o los campos de concentración. Como esas mismas palabras son convertidas por un mal uso en clisés irrisorios. Cómo la inteligencia se pone al servicio del lavado de cerebro. Vi cómo, a través de la confusión, pueden reinar el disimulo y la mentira a plena claridad. Cómo nos vemos conducidos a denunciar no la guerra, sino una guerra y que ofrece una buena ocasión para combatir los enemigos de rellano..."

¿No nos suena?

"... Fue allí (hablando de la dramaturgia nueva) 

donde pude gritar, donde supe que, en el grito o en el silencio, no escuchan más que aquellos que quieren verdaderamente comprometerse y que, para los demás, todo se presta a malentendido...". 

(Sobre la vejez) 

"... la edad en que se reconocen los límites que uno se ha trazado, la edad de las nostalgias, de las mil y una existencias a las cuales se renunció el día en que se hizo la primera elección para adentrarse en la existencia. La edad en que las mil y una existencias que no se han vivido llenan de melancolía el sueño de las noches en que se nos presentan desconocidas, irrecuperables..."


"... Solo que... ¡tiene que haber grito!..." 


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