Hace seis años la Navidad dejó de existir.
Quedan algunos rituales, huecos, vacíos; huellas inútiles que dejamos en la tierra húmeda. Se niegan a desaparecer: poemas imaginados, sueños de un niño. Alguna felicitación, cenas sobrias, la visita a su tumba el día de Navidad, las uvas; el miedo de Yume, nuestro gato, a los petardos, el roscón...
Una nueva familia le daría sentido; una pareja, un hijo... Improbable; más bien, parece imposible. ¿Pensará ella en mí?...
"Sé feliz", me dicen. La felicidad es un pájaro extraño, ajeno, distante... La encuentras en una rama, al borde del precipicio.
Vuelvo a leer La vergüenza de Annie Ernaux. También sentí vergüenza, hace mucho tiempo. Me refugié entonces en la cultura, en el cine, en los libros...
Mi madre, en cambio, se negaba a desaparecer; recreaba un mundo, lo hacía suyo, lo compartía con nosotros. En ese tiempo la observaba escéptico, muy lejos... Los excesos, la comida y bebida a granel, las espumas y el ruido; letras absurdas de villancicos, conversaciones ridículas, chistes tontos; decoración navideña, el belén, espacios teatrales.
Sí, se representaba una obra...
Escenas de entonces, tristezas del porvenir...
Rituales, recuerdos que se difuminan, se pierden... Palabras y cuerpos desenfocados...
Quedan el olvido, el paso del tiempo, la muerte...
Los echo de menos...
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