domingo, 30 de agosto de 2020

MIZOGUCHI: EL ÚLTIMO CRISANTEMO


Año 1888.
La película comienza con un largo plano secuencia tras la representación de una obra de teatro kabuki. Los personajes, al terminar, entre bambalinas, comienzan a hablar de un actor, el hijo adoptivo de una gran figura del teatro. Todos están de acuerdo, incluido su padre: no está a la altura; sin embargo, cuando aparece todos le mienten y lo adulan.
Esa misma noche descubre en un prostíbulo lo que piensan los demás -sus compañeros, las geishas- de su talento. Le desprecian. Es un hombre débil; se hunde y pierde la fe en sí mismo.
Cuando vuelve a su casa, -en otro maravilloso plano secuencia, a distancia, sin necesidad de acercarnos- se encuentra con una criada, Otoku, que está cuidando a su hermano menor. Y ella le dice la verdad: podría ser un buen actor, pero debe cambiar de actitud.


Habrá una historia de amor, sí, pero ella es una criada y él, pertenece a una gran familia de actores; la sociedad no les permite ser marido y mujer. Pero, a lo largo de los años, sólo ella lo mantendrá a flote y creerá en su triunfo. A costa de su propio sacrificio...

Mizoguchi la rodó en 1939, antes de sus grandes obras maestras. Una de sus grandes virtudes -ya entonces- son precisamente los planos secuencia. Aquel en el que los dos comparten una sandía; ese en el que nuestro protagonista la busca desesperadamente, abriendo y cerrando compartimentos del tren, hasta que descubre que ella se ha marchado; este otro en el que se reencuentran en una habitación, tras estar un año separados, y Mizoguchi nos muestra -de manera sencilla, con sus actos cotidianos- un reflejo de lo que será su vida en común.

Hay escenas que nos cuentan mejor que ningún diálogo el destino marcado de los dos personajes: mientras él triunfa en el escenario, a sus pies, bajo el estrado, ella reza para que todo salga bien, aunque sabe que eso significará perderlo.

Mizoguchi conocía perfectamente la psicología femenina; su madre y su hermana dejaron un poso muy profundo en su infancia. La madre sufríó la violencia sistemática de su padre; la hermana fue vendida como geisha.

El personaje masculino no es desagradable ni egoísta. La quiere y se esfuerza por ser mejor; simplemente es un hombre débil. Necesita más que una amante, a una madre; cuando ella lo arropa, como hacía con el niño pequeño, al principio de la película, ahí tenemos una definición perfecta de su relación de pareja. Al final, cuando podría hacerlo, no dejará a un lado su éxito y a su familia por el amor de Otoku; le falta una personalidad y un carácter que nunca tendrá.

Otoku, en cambio, sacrificará su vida para hacer realidad un sueño, que, en este caso, es el de convertir a este hombre inseguro en un gran actor, pero eso tiene consecuencias. En una sociedad como la japonesa -cerrada, estratificada- el sacrificio es la única opción posible. La felicidad durará muy poco.

Esta película es mucho más que un drama; tiene el perfume de una tragedia y deja un sabor amargo. Los aplausos finales, el éxito han llegado, pero un corazón está roto. Para siempre...
Sólo quedará la sublimación de este dolor a través de su arte.

sábado, 29 de agosto de 2020

JAMES ELLROY: MIS RINCONES OSCUROS


Ayer soñé con Ella; y hoy, otra vez. Se baja de un tranvía; antes me da dos besos en las mejillas. O desaparece en las escaleras mecánicas del metro, distante, sin preocuparse si la sigo; la busco en el andén, pero ya no está.

¿Es una mujer real en estos sueños? ¿Es de carne y hueso? ¿Sólo transmiten mis miedos y obsesiones: esos rincones oscuros?

En 1996 James Ellroy se decidió a escribir una especie de autobiografía tras su cuarteto de Los Ángeles. Yo, como tantos otros, le conocí por la adaptación de su novela más conocida. L. A. Confidential. 


Pero Mis rincones oscuros no es ficción, o, al menos, no lo parece... Cuatro partes diferenciadas con un estilo sobrio y frío. En la primera sólo tenemos un informe policial que refleja la investigación de un asesinato, cometido en junio de 1958, el de una pelirroja: era la madre de James Ellroy. Nunca se supo quién la violó y asesinó.
En la segunda, sin abandonar su estilo preciso y seco, el autor nos cuenta su infancia y juventud. El asesinato de su madre le lleva con el paso del tiempo a un mundo de fantasía y autodestrucción; sólo le salvará la literatura.
En la tercera contrata a un investigador, un policía jubilado, para descubrir al asesino: un MacGuffin clásico; el Hombre Moreno y la Rubia son sólo la excusa para contar otras cosas. En la cuarta descubrimos quién fue su madre.

Ellroy es despiadado; consigo mismo, con su padre y con su madre. Los disecciona; necesita hacerlo. Los tres son mentirosos y farsantes. La mentira es una constante en los personajes que aparecen: testigos, asesinos, violadores, mujeres divorciadas o casadas con hombres borrachos y violentos... El mundo de Elrroy se recrea en la obsesión, la violencia y la mentira.

Nosotros también mentimos. Mis padres mintieron. Yo, por supuesto. Ella, también. A veces la memoria nos hace creer que esas mentiras son la verdad, que eso fue lo que sucedió realmente; el paso del tiempo, nuestra percepción subjetiva, los prejuicios que nos acompañan, aunque no los aceptemos como tales, o repetirnos una y otra vez la excusa que hemos aceptado y asimilado con los años, porque nos interesaba o nos protegía, deforma los hechos. Los sueños se confunden con la realidad. Buscamos la verdad, porque mentimos. Siempre lo hacemos. Ocultamos hechos; los suavizamos, cambiamos detalles. La realidad es compleja; necesitamos la mentira para sobrevivir. Ante los otros; ante nosotros mismos.

¿Pueden unos datos constatar que esos hechos son falsos? ¿O los testimonios de otros? Sí y no. Se abren caminos que no conducen a ningún sitio; otros sólo sirven para despertar fantasías, hipótesis... Cualquier investigación, sea la de Ellroy o la mía, deja cabos sueltos. Desaparecen documentos, se destruyen. Y, aunque tuviéramos todos los números, direcciones, fechas, no nos serviría para saber quiénes eran ellos, quiénes somos nosotros.

Nos preguntamos si la búsqueda de la verdad nos pueda servir. ¿Será útil? ¿No será otra ficción, imaginada, inventada para salvarnos de nuestras propias obsesiones, una manera de sublimarlas, como hace Safo, de enfrentarnos a ellas con valor, como Atenea? El sexo, el juego, el trabajo, la literatura: formas de escapar de nuestro destino y de nuestras pesadillas...

Ayer y hoy he soñado con Ella.

La memoria es frágil; no te puedes fiar de lo que te cuente. La imaginación nos hace libres y transforma el mundo y lo deforma y lo manipula. Somos seres fallidos; y es ese detalle el que nos hace tan atractivos, tan humanos.







martes, 18 de agosto de 2020

CHEEVER, POSTEGUILLO, PETER BROWN Y... ¡CÓMO NO!, OZU

Cheever es de esos autores con el que sentimos que los acontecimientos fluyen. Y que estos no son tan importantes; es mucho más interesante lo que se oculta o no se quiere admitir que las apariencias y el mundo y la sociedad en el que estamos obligados a participar. El mundo de Cheever es el de la clase media americana, la que disfrutaba en los años cincuenta del siglo pasado de un nivel de vida privilegiado, aunque, a cambio, tuviera a los monstruos -el miedo, la soledad, la muerte, la pobreza- ocultos en el desván. El talento de Cheever lo descubrimos en la manera en cómo muestra con sutileza las obsesiones bajo esa aparente felicidad perfecta que la publicidad y la propaganda se encargaban de difundir.
Los personajes no se atreven a romper las convenciones; y, si lo hacen, no deja de ser una cana al aire, un brindis al sol. Al final del relato, el mundo no ha cambiado, sigue igual. El paisaje y el entorno -hermoso, espléndido, si describe la naturaleza; perfecto y soñado, si es el de un barrio residencial- es el mismo que al principio. Esa es precisamente la ironía; que tras contarnos e insinuar las pesadillas u obsesiones de los protagonistas, sabemos que ya nada puede ser igual. Sabemos lo que hay detrás de las máscaras... La serie Mad Men lo tomó como referencia...

                                

De entre los relatos me gustan, sobre todo, el nadador. La cura me parece un ejemplo perfecto: un mecanismo de relojería; ves a los mismos personajes de Hooper.



Adiós, hermano mío asombra porque sabe preparar un acto espontáneo de violencia y hacerlo necesario y creíble en una naturaleza paradisíaca. El marido rural podría ser una novela; al final, encontramos varias historias que se entrelazan con naturalidad. El brigadier y la viuda del golf es un relato de soledad y frustración sin medias tintas. Reunión resume la relación entre un padre y su hijo en dos páginas.


De El nadador hay una adaptación con Burt Lancaster. O como quince páginas pueden ser mejores que una hora y media de metraje. Pero, con todo, la historia te atrae -a pesar de que sobren detalles- y Lancaster es un gran actor.

A esta lectura le ha seguido otra al que también hay que dedicar un tiempo. En Por el ojo de una aguja, Peter Brown, uno de los mayores expertos en el último periodo del Imperio Romano, nos ofrece en su ensayo o investigación de más de mil páginas una visión amplia y concienzuda de cómo el cristianismo pasó de ser una religión más para convertirse en la única referencia para millones de personas. Leemos a Símaco, Ausonio, Paulino de Nola, Ambrosio y San Jerónimo. Y Peter Brown los interpreta con inteligencia.

Hay factores sociales, económicos y políticos, por supuesto. Ninguna realidad histórica se transforma por una única causa. Los siglos IV, V y VI son más complejos de lo que podríamos pensar. ¿Cambiaron tantas cosas? Sí y no. La concepción del mundo dio un vuelco, sin duda; se perdieron muchos conocimientos antiguos en el camino, pero las estructuras sociales no variaron tanto... La ideología se transformó, sin cambiar mecanismos mentales y sociales fundamentales -como el patronazgo y el clientelismo-, y el dinero de los ricos, el que construía los edificios públicos de una ciudad o servía para celebrar los munera o levantaba, en el siglo IV, esas villas suburbanas con mosaicos y mármoles espléndidos, acabó en las iglesias. Y el autor explica bien este proceso; es decir, hay un experto que conoce el material que tiene a su disposición y sabe cómo contarlo.
Tengo, casualmente, como marcapáginas de esta obra, una publicidad de la última novela de Posteguillo: la segunda parte de Julia, la emperatriz, esposa de Septimio Severo.
Posteguillo representa todo lo contrario. Hay que admirar que tenga, como dice su publicidad, cuatro millones de lectores, pero no olvidemos a cambio de qué.
Escribe con facilidad; aunque su estilo no vaya a ser recordado como el de un gran autor. Sus tramas son simples y los personajes, estereotipos; se llamen Aníbal, Escipión, Trajano o Septimio Severo. Se mueve bien en lo "políticamente correcto" y da a su público lo que pide. Ha descubierto la manera de ganar dinero, pero seamos sinceros... Esto no es novela histórica, aunque se haya documentado; sólo es un placebo. Nunca le perdonaré que convirtiera a Adriano en un "malo", un tipo perverso en la trilogía de Trajano. Adriano -según Posteguillo- me recordaba a los actores del cine mudo, los que interpretaban a un "malvado", haciendo gestos, maquillados a la sazón, iluminados de tal manera que parecían salir de las tinieblas. Esa cutrez es imperdonable en un personaje histórico complejo que Yourcenar sí supo describir con talento.
Como rima final termino con Ozu. ¡Cómo no!
Había un padre... 


En 1942, con Japón ya inmerso en la segunda guerra mundial y en un contexto de propaganda brutal, Ozu nos cuenta la historia de un padre y su hijo a lo largo de veinte años. De manera sencilla. Sin florituras ni ningún tipo de exceso. Pasan muchas cosas, sin duda, pero, como siempre, con Ozu la sensación es de que no ocurre nada especialmente importante. O sí... se muere, se envejece; hay aprendizaje -ambos son profesores-; es sólo la historia de dos personas que no pueden estar más tiempo juntos, aunque lo deseen. Como suele ser habitual en Ozu se habla del sacrificio, del sentido del deber -que en Japón, y mucho más entonces, es terrible y aplasta- y del paso del tiempo.
¿Por qué una historia tan cotidiana en manos de Ozu se convierte, cuando llegamos al final del metraje, en poesía? ¿Por qué nos emociona? No lo sé.
Y tal vez eso mismo, ese ingrediente desconocido, sea lo que hace que una obra se olvide, en cuanto terminamos de leerla o verla, y otra permanezca y sobreviva al tiempo, generación tras generación.



domingo, 16 de agosto de 2020

LA COLABORACIÓN CON EL NAZISMO Y EL FASCISMO


The sorrow and the pity es un documental de Marcel Ophuls, hijo del gran Max Ophuls. Por primera vez se trataba el tema del colaboracionismo en profundidad. La versión oficial, la interesada en mantener desde arriba, quedaba desacreditada. No habían sido unos pocos, sino que muchos franceses habían participado en esa colaboración con los nazis.


Uno de los aciertos del documental es que Ophuls decide centrarse en la ciudad de Clemont Ferrand y su región. Se parte de un lugar concreto para hacer una reflexión general sobre lo que significó la ocupación y sus consecuencias posteriores. Aparecen las dos Francias, la de Petain y la que apoyaba la Resistencia -minoritaria en el año 1940-, tanto la comunista, como la nacionalista; esta última se apropiaría, con la ayuda de los aliados, las élites y con la figura de De Gaulle, del triunfo. Tras las venganzas iniciales -muchas de ellas particulares- se prefirió pasar página. Un buen ejemplo es el general alemán, que, en la boda de su hija, luce sus medallas. O la peluquera que aún sigue pensando que Petain era lo mejor para Francia.

Formalmente las entrevistas me recuerdan a Shoah de Lanzmann, aunque el tema principal sea otro: el holocausto. Rodeado de gente o en solitario, el entrevistador -fuera de campo- va preparando el camino para que el protagonista nos cuente su experiencia. Este es un buen ejemplo del talento silencioso y lento y de cómo la verdad surge, poco a poco, si hay alguien que sabe hacer las preguntas adecuadas en el momento apropiado y tiene la paciencia para esperar que llegue.


En el contenido me recuerda más a Modiano, el escritor y Nobel de Literatura. Es de ese mismo año su famosa trilogía de la ocupación. Tanto Modiano como Ophuls comenzaban a reabrir unas heridas que la generación anterior había decidido ocultar. Como aquí, son los hijos y los nietos los que necesitan desenterrar los cadáveres, abrir las fosas comunes, diseccionar a "sus mayores": sus padres... Recuperar la memoria; no olvidar ni manipular el pasado bajo una falsa e interesada alabanza de héroes que no fueron tales o el olvido de otros que se despreciaron y apartaron.
Sobre la memoria, aunque sea un tema y una época diferente -China y Shanghai, antes de la guerra con Japón y la guerra civil-, también va el documental biopic sobre una actriz china del cine mudo, desconocida en Occidente, Ruan Lyng Yu, cuya carrera fue corta, ya que se suicidó en 1935 por la presión de los medios y la prensa. Se mezclan imágenes y fragmentos de sus películas -quedan sólo restos, mágicos- con entrevistas reales y una dramatización ficticia. El resultado es interesante; en el fondo, lo que se intenta es recuperar una memoria perdida y fragmentada. Tal vez, y sin duda, deformada. ¿No es siempre así toda memoria o recuerdo?


En los años setenta Modiano escribió el guión de Lacombe Lucien de Louis Malle. El personaje podría haber sido un héroe, con su nombre en el callejero de la ciudad natal, -como aparece alguno en el documental-, pero, al final, se convierte en un villano. ¿Por qué? La ignorancia, el ambiente, el pragmatismo, la avaricia. Humano, demasiado humano...


Nos explica muy bien la base, el origen del fascismo y cómo bien dice uno de los protagonistas del documental de Ophuls: "estamos para aquí para que no vuelva el fascismo... pero, aunque sea con otro nombre, volverá..."

Ha vuelto.

Por eso, siempre necesitamos esa memoria: para enfrentarnos al monstruo, al lado oscuro que todos tenemos, en el que podemos caer en cualquier momento, como sociedad o individuos.




sábado, 15 de agosto de 2020

WOODY ALLEN: AUTOBIOGRAFÍA


En junio del año pasado recuerdo que, en medio de la comida de fin de curso, entre los profesores del Felipe II, comentamos la noticia sobre Woody Allen: su hija adoptiva le acusaba -otra vez, casi más de veinte años después, y tras haber sido exculpado- en una carta pública de abuso sexual. Allí, nadie le defendió; tampoco nos echamos sobre él y le quemamos en la plaza pública, como han hecho tantos. Como mucho, entre vaso de vino y botellín de cerveza, comenté/comentamos que, fuera inocente o culpable, su talento como artista no disminuiría. Woody Allen seguirá siendo Woody Allen.

Era inevitable; de las cuatrocientas páginas dedica más de cien a este asunto. Debo reconocer que leídos sus argumentos y las pruebas presentadas, le creo. En realidad, es sentido común; sus otras mujeres le han defendido -a las que describe, a veces, con un realismo brutal y tierno- y él y Soon-Yi han criado a dos niñas, en sus últimos años, sin que nada haya pasado. Pero cuando hay tantos intereses en juego, el sentido común desaparece. El movimiento #MeToo tiene aspectos muy positivos; pero hay también un lado oscuro al que deberíamos estar alerta.

Bien es cierto que la imagen de Mia Farrow está distorsionada, pero ¿quién podría evitarlo? Y la historia, al completo, no deja de ser un argumento para el sensacionalismo más vomitivo.


Y aquí acaba mi opinión sobre esta parte de la autobiografía. Que le ha dado juego, porque, como él mismo dice, "añade un fascinante aspecto dramático a una vida que sería bastante rutinaria". Que concluya mejor él mismo: "ser un artista cuya obra no puede verse en su país... Pienso en Henry Miller, D.H.Lawrence, James Joyce. Me veo de pie entre ellos, desafiante. Es más o menos en ese momento cuando mi mujer me despierta y dice: estás roncando..."

Del resto, ¿qué puedo decir? Se ha divertido haciéndolo. No se lo ha tomado muy en serio y esa es su mayor virtud. Literariamente sabe que no será un Tennesee Williams ni lo pretende. Me encantan sus digresiones, caóticas y divertidas. Sabe reírse de sí mismo; sobre todo cuando habla de sus aportaciones al arte del clarinete...
Es discreto y humilde hasta la exageración. Con los años es difícil saber dónde está el personaje y dónde la persona. Se confunden. Y le agrada que así sea. Es capaz de conseguir la sonrisa con un comentario final ingenioso. No en todas las ocasiones acierta, pero no se le puede pedir que siempre lo haga.


No dejas de pensar en Días de radio cuando habla de sus padres o de su prima Rita.


Entiendes que el personaje con el que más se identifique sea el de La rosa purpura del Cairo. 


Sólo empezó a leer libros y ver películas de "calidad", cuando se dio cuenta que eso podía funcionar con las chicas que le gustaban. Es posible, pero hay algo de impostado en esa pose. El personaje se impone sobre la persona.


Excepto en algunos casos, contados, donde aparece alguna crítica, en general, sólo encuentras alabanzas y elogios hacia la gente que ha conocido. Hace una excepción con los productores "metomentodo". Es demasiado duro con su propio talento, aunque es posible que eso forme parte de su manera de concebir el mundo y a sí mismo.


Políticamente sus posiciones no son muy interesantes -aunque en Zelig haya una referencia muy sutil de cómo se puede acabar en el fascismo- y, a pesar de haber querido escribir como Chejov o Tennesee Williams o, al menos, haberlo intentado, ha disfrutado de la vida y no se arrepiente. Ha hecho lo que le gusta y prefiere la tranquilidad de una vida hogareña a los riesgos de un mundo extraño. Es un tipo que se ha dejado llevar por otros en la vida cotidiana, con cierto grado de autismo social, y eso, seguramente, le ha supuesto grandes dolores de cabeza, pero también, muchos amigos.

Bueno, con sus filias y sus fobias, es Woody Allen.


Quizá lo mejor de esta autobiografía -como decía al principio- es que tienes ganas de volver a ver sus películas. Hasta las malas...
Que es, sin duda, lo que haré.


domingo, 9 de agosto de 2020

LA MUERTE, EL AMOR Y LA SOLEDAD


Hay temas que siempre se repiten desde que el primer hombre o mujer decidió contar una historia, real o imaginada, a otros. Y en esa primera narración, estoy seguro, aparecieron estos tres grandes temas: la muerte, el amor y la soledad. O tal vez los tres...

Toda obra que tenga visos de permanecer y dejar un poso profundo en nosotros debe contenerlos. Es inevitable. Aparece, por supuesto, en la película que en el 2010 hizo Raúl Ruiz apoyándose en textos decimonónicos.


Hay un juego de cajas chinas; historias que cuentan otras historias; relacionadas de una u otra manera se cruzan y crean un caleidoscopio. El rencor, los arrepentimientos, el olvido. ¿Reales, imaginadas? La memoria es una perversión de la realidad; la manipula y transforma. Un niño, el protagonista, el narrador, ya adulto, es el leitmotiv y nos acompaña en esas diferentes narraciones que intentan descubrir el mundo, hacerlo comprensible. ¿Fue todo un sueño, una posibilidad entre muchas? Nos queda la duda.

En Ozu la naturaleza adquiere un peso fundamental. En el Comienzo de la primavera el tema principal es la crisis de una pareja, pero, como siempre, sea por sus famosos planos vacíos o a causa del ritmo, intuimos que nos está contando otra cosa. Este comienzo es un buen ejemplo.


Precedido de dos planos vacíos -el tren es un elemento constante en Ozu- sólo vemos cómo una pareja se despierta y el marido, como cientos de vecinos, se dirigen al trabajo. Nada hay más sencillo. Ni más difícil. Las situaciones cotidianas nos llevan mucho más lejos, más allá...


Pueden aparecer amigos cantando una canción 2:14:00, una mujer que descubre el engaño de su marido y la soledad de ambos 1:45:00; una jovencita que se enamora, aunque se sabe la amante y, por tanto, la primera en perder lo que desea 2:02:10 y 2:15:00; el día a día de una pareja; el trabajo 40:00, las conversaciones en un bar 2:08:40.
Y, con todo, sí, sin duda, nos habla de la muerte, del amor y de la soledad.

Termino con Early Summer. Dos mujeres dialogan; se acercan... Al borde del mar: ese infinito...



Hay obras que permanecen, dejan huella. Porque nos hablan y hablarán, como los primeros hombres y mujeres que comenzaron a contar historias al calor de un fuego, de lo más importante: de nosotros mismos.


AMIANTO: UNA HERENCIA ENVENENADA


¿Cómo definir Amianto? ¿Es una autobiografía familiar con un padre como protagonista? ¿O estamos ante un libro de denuncia? ¿Es una obra política, en el sentido más amplio del término? ¿Es el documento y el reflejo de una época, de un país y de un sistema, el capitalismo? 
Sí, es todo eso.

Empecemos por lo general para terminar en lo particular. 

Amianto habla de los años sesenta y setenta, donde el capitalismo mejoraba las condiciones de una clase obrera, les hacía soñar con más derechos y libertades; a cambio las élites empresariales y políticas obtenían paz social, tranquilidad y debilitaban el movimiento obrero. 
Desde los años ochenta y, a pesar del hundimiento del bloque comunista, que favoreció cierto despegue económico en la siguiente década, al aprovechar un amplio mercado sin explotar, se han ido perdiendo esos derechos conquistados; las burbujas, una tras otra, -la turística, la de la construcción, la tecnológica- han ido estallando; las democracias parlamentarias no son más que representaciones ficticias dirigidas por multinacionales y grandes medios de comunicación, ancladas en una corrupción institucional, desde los "jefes de Estado", -sean monarcas o presidentes, se exilien en Abu Dabi o escondan sus dineros en Suiza-, hasta los ayuntamientos, pasando por los partidos, grandes empresarios y estructuras de poder; la sociedad ya no se rebela o lo hace sin continuidad o de manera parcial, sin profundizar ni disparar al enemigo real: el capitalismo. Todo está atado y bien atado, como diría aquel... 

Sí, de eso habla Amianto, sin duda. Los sindicatos no hicieron nada para proteger a sus trabajadores, consiguieron ventajas y privilegios y se amoldaron a los nuevos tiempos; los partidos de izquierda -el partido comunista en Italia- pisaron las moquetas -¿en quién estoy pensando si hablo de España? Sí, en ellos- y olvidaron que nada se puede cambiar, si no se hace desde abajo, con un pueblo crítico y combativo. Y este ha desaparecido o ya no cree en revoluciones. 

El hecho concreto: miles de trabajadores fueron acumulando en sus pulmones el veneno que acabaría con sus vidas. En el camino el trabajador fijo se convirtió en autónomo; llegaron los contratos basura. La explotación tiene múltiples caras. Y las responsabilidades no se asumen. 

También está el hijo que habla de su infancia, de su familia, de su padre. Anécdotas que nos devuelven a esa época, porque no somos tan diferentes a los italianos. Él también veía jeringuillas en los parques o edificios en estado ruinoso, transformados en otros espacios con la imaginación. O jugaba al fútbol. O leía revistas porno con los amigos. Nos cuenta otras en las que se refleja la conflictividad social o el desprecio por la salud del trabajador. Esas pequeñas historias, narradas con ternura y sin sentimentalismo, aportan un toque diferente. Transforman una obra política en un testimonio cercano y emotivo. La transforman en una "novela". 

Hay personajes secundarios que dejan su huella; sólo aparecen durante un párrafo, pero no logras olvidarlos. Los entrenadores de fútbol, los profesores, los amigos, los curas, el palarmitano que les vendía los huevos de gallina...  
Sí, es cierto, como he leído en una crítica, que las mujeres no existen. La madre, en su mayor parte. Y pocas más. Es un mundo masculino. Quedaría pendiente esa visión femenina; porque la explotación llega a todos, sea del sexo que sea. Pero esta es la percepción del autor. Será otro u otra quien tenga que escribir esa historia. 

Y en esta, también hay que destacar los espacios, descritos con realismo y crudeza. No hay que ocultar la dureza ni suavizarla ni esconderla. Estaba allí. En los solares, en las fábricas, en las calles... En Piombino o en Móstoles... 

Y terminemos con su padre, claro, un trabajador incansable. Un buen padre. Con sus borracheras, sus prejuicios, sus defectos. Un hijo debe también saber contar, incluso, lo que duele, lo que hace que su padre nos resulte más humano. También su lento declive físico y mental y su muerte. No caben medias tintas. Hay que escribirlas. Duele. Y libera. 
Un padre que tomó conciencia muy tarde del veneno, el real, el que nos destruye y destruye poco a poco este planeta en el que vivimos. 

Su hijo ha recibido una herencia. Que no sólo es la de la memoria y el recuerdo, sino la de la lucha. 

La única que nos queda... 

"Los callos en las manos de los obreros son bonitos, como las arrugas en el rostro de los viejos".