20 de abril de
2016
Los museos de Roma
con una única excepción -los Vaticanos- son mucho más humanos,
menos mastodónticos que los de otras ciudades europeas. El Louvre,
el Metropolitan de Nueva York, el Museo Británico, el Prado... No
puedes contenerlos entre las manos; te agobian, te saturan. Roma
tiene tanto que ha decidido sabiamente distribuirlo en espacios
diferentes.
No es posible
contar ni ver todo lo que estos museos contienen. Necesitarías
meses, tal vez, años para profundizar, comprender, disfrutar de cada
uno de los detalles, de cada escultura, pintura, cerámica... Toda
una vida. Y, como es de suponer, la vida es mucho más que el
interior de unos museos, aunque sean tan ricos y variados como los de
Roma.
Los Museos
Capitolinos.
Situados en la
mismísima colina Capitolina. No rechaza su pasado; lo asume. Lo
convierte en una parte del mismo. Integrados en las salas encontramos
las ruinas del templo de Júpiter, el de Veoive o el de Juno Moneta,
sin olvidar el Tabularium.
Del templo de
Júpiter sólo queda el basamento. Y, aún así, ¡qué impresión de
grandeza dejan en tu retina! Era el templo del Dios de Dioses; era el
símbolo del poder de Roma, del Dios que les proporcionaba el dominio
del Mediterráneo. Sólo puedes imaginar la reacción de asombro y
admiración que provocaría en aquellos que pudieron verlo. Y el
terror que los enemigos de Roma sentirían al contemplarlo.
Pensarían: Quien es capaz de construir esto, nos someterá sin
compasión. Y no se equivocaban. Aunque los partos y los germanos no
se amilanaran y conservaran su independencia a pesar de todo.
Del Tabularium no
queda más que un largo pasillo que aprovecha todas las posibilidades
arquitectónicas que Roma había aprendido de los pueblos
conquistados: el arco, la bóveda, el uso del ladrillo y el mortero.
Me emociona este lugar. No por lo que veo ahora, sino por lo que
estuvo aquí. Documentos oficiales, pergaminos, papiros, la
recopilación sistemática y continua de siglos y siglos de historia.
Todo eso se ha perdido, pero estuvo allí, ocupó ese lugar. Y su
presencia no ha quedado diluida por el tiempo.
Acepto que cada
uno tiene sus preferencias. Algunos recordarán a sus lectores u
oyentes que pueden ver a la Loba Capitolina cuyo origen etrusco se
puso en duda. O a una Medusa de Bernini, que retrata a un ser humano
dolorido más que a un monstruo, o los retratos de las damas de época
flavia, elegantes y refinados. ¿Qué decir de esa mano inmensa de
Constantino apuntando al cielo, separada del cuerpo al que
perteneció? ¿Y la estatua de un Marco Aurelio en bronce, seguro,
firme, conservada sólo porque los cristianos creyeron que era de
Constantino?
A mí me gusta más
un mosaico, sencillo en su disposición que representa una escena
cotidiana: palomas que beben de una fuente.
O la estatua encantadora
de un chico que alza su pierna izquierda y la apoya sobre la derecha
para quitarse, simplemente, la espina de un pie. O la del Gálata
Capitolino, un bárbaro, herido de muerte, en su último gesto,
digno, sereno. O la voluptuosidad de la Venus Capitolina o púdica.
Todos ellos aspiran a captar un momento, un instante. Y lo
consiguen...
Me cruzo esa
mañana con muchos grupos de estudiantes. No sé si la mejor manera
de enseñarles el mundo antiguo es obligarlos a hacer visitas de este
tipo. Veo caras cansadas, agotadas, ajenas al espacio en el que se
encuentran o a muchachos subiendo y bajando escaleras, huyendo tal
vez del profesor o del guía, aprovechando el tiempo libre que les
han concedido, riendo y bromeando.
Si queremos un
pueblo culto, que no sea manipulado, necesitaríamos que conocieran
toda la riqueza cultural que Occidente ha aportado hasta ahora. Que
la historia no se olvide y que seamos conscientes del pasado del que
venimos; sin embargo, a veces, pienso que es una batalla perdida. La
minoría cultivada, los pocos que descubran y adquieran esa cultura,
están condenados a ser sólo eso: una inmensa minoría. En las
nuevas generaciones, como en las anteriores, la mayoría acabará por
olvidar y enterrar el pasado. Y, con todo, hay que despertar esa
sensibilidad o, al menos, intentarlo...
La Cripta Balbi es
un lugar curioso, aunque sólo lo sea para apasionados por la
arqueología y las excavaciones. La evolución de ese espacio a lo
largo de los siglos es un buen ejemplo de lo que ha ocurrido en toda
Roma. Fue un templo pagano, luego, un templo de Isis, iglesia
cristiana, viviendas medievales adosadas, palacio renacentista.
Restos de todas esas épocas puedes encontrarlas en ese espacio, una
sucesión de estratos, mientras subes y bajas escaleras. Incluso unas
canalizaciones y las trazas de un acueducto de época augústea.
El largo Argentina
es una plaza abierta, abierta en canal literalmente. Es una
excavación que cualquiera que pase puede contemplar al otro lado de
unas vallas. Han mejorado la información con paneles explicativos y,
como era de esperar, han hecho descubrimientos en estos últimos
años. Los cuatro templos, uno de ellos, circular, siguen allí, con
sus restauraciones.
Eso sí, hay dos
cosas que no han cambiado. Julio César fue asesinado muy cerca -eso
es un hecho que nadie discute-. Las fuentes -Suetonio, Plutarco-
coinciden que ocurrió en un edificio anexo al pórtico de Pompeyo
que ahora se encuentra debajo del Teatro Argentina. Otra son los
gatos, que los romanos protegen y alimentan. Es la colonia de gatos
más numerosa de Roma, aunque he visto menos que en otras visitas. O
se están domesticando o están desapareciendo.
La visita diaria
del Panteón. Como siempre contemplar el interior me devuelve al
ritmo lento, sereno, fluido...
En la plaza de
Santa María sopra Minerva está el obelisco y el elefante de
Bernini, símbolo de la inteligencia y la constancia de la fe.
Santa María sopra
Minerva. Antiguo templo de Minerva, diosa de la sabiduría. En el
interior otros Bernini y una obra del joven Miguel Ángel. Me
conmueven los restos de Santa Catalina de Siena.
El escultor ha
sabido plasmar una serenidad y tranquilidad que contrasta con la
dureza y el realismo que encontraré en otra tumba similar, esa misma
tarde, en la iglesia de Santa María della Victoria, la de una mujer
con un vestido azul, en el instante de la muerte: la boca
abierta, una herida en el cuello, ojos cerrados, la corona de flores
blancas.
Es un cuerpo conservado en formol. He visto dos veces algo
así: con mi padre y con mi madre. Mis labios tiemblan. No hay
serenidad alguna; sólo la constatación de que algún día nuestro
cuerpo llegará a ese estado. La muerte nos espera...
O el placer o el
éxtasis. La Santa Teresa de Bernini, a unos pasos solamente.
La vida y
la muerte de dos mujeres,
una junta a la otra.
Cuando contemplas
pinturas con cierta parsimonia y tranquilidad, con el paso de tiempo
la mirada va adquiriendo una sensibilidad que, al principio, uno
pensaba que no conseguiría. Por ejemplo, si ves en una capilla o en
una sala del museo Barberini a Caravaggio y, luego, en la siguiente a
Lippi, descubres las diferencias, a veces,
sutiles, entre el artesano y el genio.
Un experto podría
proporcionarnos elementos de juicio que nos servirían para
desentrañar la técnica utilizada. Bien sabemos que no es eso lo que
los separa. ¿Por qué partiendo de temas parecidos o idénticos, uno
refleja sólo una visión pálida, aunque digna, de la realidad que
quiere transmitir y el otro, brilla con tanta intensidad que acabas
ciego y sordo y mudo. ¿Es el punto de vista, la elección de los
modelos, el tratamiento de la luz, los juegos de líneas, el uso del
color? Sí y no. También es algo indefinible que ningún experto
podrá explicar, que nos hace disfrutar de un cuadro más allá de la
técnica; el misterio del arte que nos remueve por dentro, que nos
transforma sin que podamos evitarlo.
Contemplo a la
Fornarina, pintada por Rafael.
El pintor amó a esa mujer. Y esa
mujer le amó. No necesitas más. La complicidad de una pareja resumida con la
mirada de una mujer.
El Palazzo Altemps
es un palacio renacentista. Como suele ocurrir, uno entra en este
palacio para disfrutar de su colección de arte y escultura antigua.
El Trono Ludovisi
es un buen ejemplo de la elegancia del mundo griego. Lo que es
posible hacer con un trozo de mármol, si tienes talento: insuflarle
vida. No hay otro bajorrelieve que me emocione de tal manera.
La parte frontal
representa el nacimiento de Afrodita.
¿Qué nos queda? El rostro de
Afrodita mirando a dos mujeres, las Horas, que la ayudan a
levantarse, apoyándose en ellas; sus pechos, desnudos. El resto,
cubierto por un lienzo. Lo que más me gusta de esta imagen en
relieve es la transparencia de las telas. ¿Cómo es posible que el
escultor haya sido capaz de crear unas ropas que parecen reales y nos
permiten contemplar y disfrutar de las formas de los cuerpos que hay
tras ellas?
Las imagenes
laterales son, por un lado, la de una mujer cubierta con un velo
delante de un incensario; en la otra, una flautista desnuda, con el
típico aulós, y las piernas cruzadas.
Hasta los pequeños
detalles me asombran; la flautista sólo lleva un peinado en forma de
moño que destaca mucho más su desnudez. Además apoya su cuerpo en
lo que parece un cojín. Se la nota muy relajada, como si disfrutara
de una pasión, concentrada. Notas la música, fluyendo por sus
venas. Escuchas la melodía. La mujer vestida, al otro lado, prepara
el incienso. Se apoya en otro cojín, paralelo al de su compañera.
La mirada también es concentrada; nos encontramos ante el instante,
detenido en el tiempo, de dos mujeres, captado por un artista y un
escultor genial.
Otra obra del
Palazzo Altemps a la que siempre dedico minutos es el relieve del
sarcófago Ludovisi.
La primera
impresión podría confundirnos: sólo vemos guerreros, romanos y
bárbaros, mezclados, en una batalla terrible. Hay que fijarse más.
Esperar, mirar los detalles, uno a uno. Es un excelente ejemplo de la
iconografía militar. Los romanos, cabello corto. Los bárbaros,
cabellos largos y barba poblada. El protagonista, -según los
expertos, tal vez alguno de los hijos del emperador Decio- en el
centro de la composición, en la parte alta. Y en un espacio que no
supera los dos metros de largo y el metro de alto, bárbaros y
romanos. Cada uno con su propia personalidad, con la función que le
corresponde. El dolor, la dignidad, la fuerza, el movimiento. Aunque
sea la muerte el tema central de este relieve, ¡cuánta vitalidad
hay en las formas!
El Galo Ludovisi,
frente a él, encontrado en la Domus Áurea. El suicidio de un
bárbaro, tras haber matado a su esposa. La dignidad del enemigo, su
valor, para resaltar el nuestro.
Villa Giulia es la
zona verde más importante de Roma. Entre sus árboles y mientras
disfrutamos de la primavera que se acerca, a su manera, dubitativa,
sin atreverse a extender el manto de color que le caracteriza,
podemos visitar algunos museos. Hay uno al que nunca dejo de ir: el
Etrusco.
Hay una palabra
que define a este pueblo: elegancia.
Su sonrisa, la que nos ofrecen,
más allá de la muerte, es un gesto que siempre me los ha hecho muy
cercanos. Los romanos aprendieron mucho de los etruscos. La religión,
muchas de sus ceremonias, incluso la lucha de gladiadores, -que en un
principio no dejaba de ser un sacrificio ritual o expiatorio-, el
alfabeto. Grecia, antes de ser conquistada, llegó a Roma, a través
de los etruscos. La Historia de los primeros siglos del que sería el
gran imperio del Mediterráneo es etrusca, no romana.
Los etruscos, al
menos, su clase dirigente, tenían una sensibilidad mucho más
acusada que la de los duros y rígidos romanos. Se nota que
disfrutaban de la vida, porque al enterrarse, dejaban un rastro en
sus pinturas, en sus esculturas, del amor que sentían por ella.
Sus
dioses sonreían; ellos sonreían. La vida se terminó, pero habia
valido la pena.
Al salir del
museo, sigo viendo la sonrisa en una Naturaleza que se despereza,
poco a poco. Me topo con otro rodaje cerca de Villa Giulia. Algunas
chicas jóvenes están ya tomando el sol; no quieren esperar al
verano. Se lo quieren llevar con ellas a sus casas, aunque sólo sea
un trocito pequeño.
Me da tiempo a
bajar hasta Termini. En el museo de lasTermas de Diocleciano, en un
pórtico, dos jóvenes, un chico y una chica, tal vez estudiantes de
Arte, hacen bocetos de las estatuas antiguas, colocadas en las
paredes del recinto. En el museo, lápidas funerarias y alguna
reconstrucción de tumbas, salvadas de la destrucción. El entorno
son las ruinas, el esqueleto de uno de los espacios termales más
impresionantes de la Antigüedad. Parte de su estructura, el
frigidarium, aún sobrevive en la iglesia de Santa María de los
Ángeles.
En la salas veo
los huesos de un gato. O los monumentos funerarios de una pareja.
La
recuerdo. Captaron mi atención en una visita anterior. Juntos,
contemplan la eternidad. Y lo seguirán haciendo...
Hay alguna
novedad. Tienen preparada una actividad en 3D sobre la casa de Livia,
la de ad Gallinas Albas. Hay que acercarse a las nuevas generaciones;
una sucesión de lápidas y estatuas puede llegar a ser agotador y
aburrido, incluso para alguien tan interesado como lo pueda ser yo.
Y un Conócete a tí mismo.
De camino al
restaurante, descubro una excavación cerca del foro Trajano,
enfrente de la Piazza Venezia. Los arqueólogos piensan que podría
ser un auditorio, construído por Adriano.
En el restaurante
Antonio, cerca del Panteón, disfruto del bacón entre la salsa de
los rigatoni que he pedido. Me encanta cómo cruje el bacon al
masticarlo. No sé cómo lo consiguen; es una experiencia culinaria
maravillosa. Me hubiera gustado completarlo con un tiramisú. No fue
posible.
El sitio responde
al prototipo que voy observando en los restaurantes italianos.
Fotografías de actores romanos e imágenes de películas,
disfrutando de comida italiana, por supuesto; alguna fotografía de
Vacaciones en Roma con Audrey Hepburn no puede faltar.
Aparecen en las paredes también los propietarios haciéndose
fotografías con famosos, aunque la mayoría no los reconozco.
En este
restaurante -en casi todos- quienes llevan la voz cantante son las
mujeres. En este caso, la propietaria y una encargada. El marido, tal
vez el co-propietario, se pasea entre las mesas, pero sin que haya
ningún género de dudas, intuyes que si la supervivencia del negocio
dependiera de él, ya habría cerrado hace tiempo. Es simpático y,
me temo, también un inútil. Ellas son el alma y el motor del negocio. En
general, te acogen y te tratan bien. Y disfrutas de la comida, que es
lo esencial.
No puede faltar un
paseo de noche por Roma. Me gusta perderme por calles poco
transitadas, vacías, silenciosas. También atravieso lugares
atestados de gente: Piazza del Panteón, Piazza Navona, la Fontana di
Trevi -aprovecho para tirar una moneda, como debe hacerse, de
espaldas, de derecha a izquierda. Y, si es posible, echando un
vistazo para ver dónde ha caído-.
Llego hasta la
Plaza de España. Está en obras. No puede uno subir por las
escaleras y hacer como Gregory Peck, que se encuentra por casualidad
a Audrey Hepburn. Habrá que dejarlo para otra ocasión. Tal vez
entonces encuentre a mi Audrey Hepburn...
De vuelta al
catre, asisto a una discusión entre una pareja de españoles. Sólo
escucho unas cuantas palabras.
- Ni te lo crees
-replica la chica.
Es morena; tiene
carácter. Él, rubio, con cierta hechura, guapo, mantiene la
tranquilidad; parece consciente de que ha metido la pata y quiere
arreglarlo.
La chica intenta
zafarse. Él se disculpa. Han bajado el tono de voz; ya no
puedo escuchar sus palabras. Ella mantiene las distancias, se apoya
en la pared; le atiende. El chico tendrá una oportunidad.
Ella al escuchar
unas palabras, se tapa la cara. Llora. Está pidiendo que la abracen.
Él se acerca con cuidado; la toca levemente en el hombro. Nota la
tensión. Aún no es el momento, piensa. Continúa hablándola;
palabras tranquilas. Ella se recupera; alza el rostro. Tiene los
brazos cruzados, y permanece en silencio.
Los dejo en la
esquina de una calle solitaria, a dos pasos de la Plaza de España.
En ese espacio, dos cuerpos se escuchan. Tal vez se reconcilien...
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