jueves, 5 de mayo de 2016

A TODOS LOS DIOSES. NUEVE DÍAS EN ROMA. DÍA 3



21 de abril de 2016
2769 Aniversario de la fundación de Roma.

En el desayuno coincido con Tuba, una chica de Estambul. Es morena, independiente, agradable de trato. No la volveré a ver... una pena. La ayudé con la cafetera, ya que no conseguía introducir las capsulas sin que se le estropearan. Demostré una pericia sorprendente, teniendo en cuenta mi incapacidad para asuntos prácticos de esta índole.

Esperaba un día festivo. No noté menos tráfico; parecía un día laborable como cualquier otro. Y mucho más, cuando decidí dedicar esa mañana a visitar las ruinas del antiguo puerto de Roma, Ostia Antica.

Coincidía con una huelga parcial -sólo por la mañana- de transporte público en la región. Si no hubiera sido por los carteles que especificaban los servicios mínimos, y algún aviso por megafonía, ni me hubiera enterado. Las huelgas ya no golpean como las de antes; no paralizan el mundo, no detienen el engranaje del capitalismo: son inútiles.

En el tren, de camino a las ruinas, a mi lado se encuentra una pareja de franceses con un niño y una niña de unos ocho, diez años. Miran las fotografías que se acaban de hacer junto a la Pirámide de Cestio. Envían mensajes, consultan datos. La comunicación entre generaciones se establece a través de las nuevas tecnologías.

Se nos unen a la entrada grupos de alumnos de todas las edades. Cuando compro la entrada, en la taquilla, las profesoras, obligadas a esperar, lamentan las dificultades que encuentran para entrar, aunque han hecho la reserva con antelación. Algún fallo técnico de última hora. Entro sin pagar un duro con la Roma Card.

Vuelvo a Ostia Antica casi veinte años después. Desde el principio me doy cuenta de que hay más zonas excavadas en un espacio, ya de por sí, inmenso. Mosaicos, pinturas, esculturas. Zonas menos transitadas. Algunas, muy protegidas; otras, no tanto.

Tengo en la memoria las fotos que hice la última vez que vine, con la cámara analógica, una Zenit. Recorro esos mismos espacios: el teatro, el templo de Ceres, el de Augusto, el Capitolio.



Esta vez hay mucho más. Atravieso de Este a Oeste la ciudad. La Vía Ostiense, de un lado a otro de la muralla, la decumanus máxima, donde se situaban los comerciantes y vendedores. 






Un adolescente alemán sube a una pared y empieza a hacer el equilibrista; risas de sus compañeros. Miro a otro lado, sonrío.

Llego al final de la ciudad. Descubro lo que se ha interpretado como un termopolium y, junto a él, una caupona, lo que ahora llamaríamos un establecimiento de alimentos pre-cocinados y un alojamiento para viajeros agotados y exhaustos. Sin duda, bien elegido el lugar, a dos pasos de la playa donde desembarcarían los marineros y comerciantes.

                                                   


Me acerco al límite de la zona arqueológica. Una valla nos separa de la carretera. Hace dos mil años en ese mismo lugar podrías escuchar el sonido de las olas del mar. Ahora se encuentran a más de dos kilómetros.
Estoy solo. Nadie llega tan lejos. Monumentos funerarios -estamos a las afueras de Ostia Antica, no lo olvidemos- y unas termas, también muy bien situadas, para calmar y relajar a todo aquel que llegara de una larga y peligrosa travesía marítima.

Disfruto unos minutos de la soledad. 



Una ligera brisa mueve las briznas de hierba, las amapolas rojas que florecen entre las ruinas. Los motores de los automóviles se transforman en olas que rompen en la orilla. Un avión acaba de despegar del cercano aeropuerto de Fiumicino.

Vuelvo a la ciudad y a la realidad cotidiana. Nada más traspasar la puerta de la muralla, me encuentro con un grupo de alemanes que, acompañados por dos guías entran en una casa, situada en una calle lateral, paralela a la decumanus. No puedo entrar en la domus, pero curioseo por los alrededores, para saber qué hay en su interior.

Atravieso una zona sin excavar -tal vez fuera un peristilo o un jardín, por la distribución del resto de las habitaciones- y, tras rodear el edificio, al otro lado de la valla, puedo distinguir habitaciones con pinturas parietales. Conservan el color original.



Otras, a unos metros, no están tan protegidas. Puedo acercarme a ellas, incluso, tocarlas. Sentir el tacto de una pintura es un placer que los museos -me parece normal, si lo hiciéramos todos, en unos meses, no quedaría nada de las Meninas- no nos permiten. Con mucho cuidado -aunque la pintura no sea muy especial, sólo es una figura femenina, tal vez una Venus- mis dedos recorren sus formas. Es un tacto seco, árido. No es más que una pared pintada. 

                                        





Tal vez si cierras los ojos, puedes imaginarte en el interior de una habitación, un triclinium. A tu alrededor está preparado todo; el propietario aún no ha llegado y, mientras lo esperas, has empezado a recorrer con la vista el espacio al que los esclavos te han llevado.



Te has levantado; sientes curiosidad. Llegas a la Venus. La acaricias; es tan realista. Los colores te ciegan. No estás acostumbrado a colores tan chillones: rojo, amarillo...


Escuchas una voz a tu espalda.

-¿Te gusta la decoración?

Abro los ojos. No hay nadie más allí. Sólo unos gritos lejanos de niños...

Atravieso otras termas. Hay más de diez en Ostia Antica. Existía demanda, sin duda. En un pasillo, dos pinturas de aurigas, protegidas por un cristal. A su lado, una piscina; al fondo, un nacimiento de Venus.



 El calor de la conversación, el agua templada; el marinero se relaja y medita si tiene dinero suficiente para pagar a la prostituta que ejerce a dos calles. Columba -ese es su apodo-...

-¿Columba habrá subido los precios? ¿Me recordará de la última vez?

Tal vez sea un romántico nuestro marinero; o tal vez, simplemente quiera follar sin más. Dejo a nuestro joven chicuelo, aventurero en ciernes, con sus pensamientos...

                                                    


Cuanto más te acercas al Capitolio, más grupos encuentras. Una pareja de argentinos está rodando un reportaje sobre Ostía Antica. Se han subido a lo que debía ser el segundo piso de una tienda que da al Cardo, la vía que llevaba de Norte a Sur y que comunicaba el Capitolio con una zona portuaria.

                                                   

Desde esa atalaya podemos contemplar la desembocadura del Tíber. Aún hoy puedes ver barcos y algunas lanchas en ese lugar.

Me cruzo con varios grupos de niños.

En una taberna restaurada, la guía les explica, colocándose a un lado del mostrador, qué se vendían en estos establecimientos. Los niños se divierten; hasta piden un refresco. Un avituallamiento, un poco de sólido tampoco me vendría mal. La tabernera hoy no está. Tal vez otro día...



Atravieso el Capitolio. Tres niños se han adelantado al resto.
Palabras de uno de ellos; tendrá unos catorce años, serio, la mirada seca. Me sorprenden esas palabras. Se dirige a los otros dos.

- Lei parla da sola. “Ella habla sola... yo no hablo con ella... Está loca”

Me asustan no tanto las frases que ha pronunciado, sino el tono. Es de un desprecio brutal, despiadado, cortante. Sé lo que ese niño quiere decir en el fondo. “Yo no soy raro; ella lo es. Hago como si la escuchara, pero me da pena”. No es un niño el que habla; es un adulto que aparta a quien pone en peligro su supervivencia social.

Recojo de una domus -debía ser de personajes importantes de la ciudad, porque se encuentra detrás del templo a Augusto y a dos pasos de las Termas Principales- unas teselas, despegadas de un mosaico, abandonado. Son un regalo para una amiga, que colecciona piedras de viajeros. Las introduzco en el bolsillo de la chaqueta; han comenzado su viaje...

Estoy en el tren. Una madre que tendrá unos treinta años, habla por el móvil con una amiga; está muy preocupada. De pie, su conversación está llena de gestos de impotencia, ira, nervios; la voz es la de una mujer fuerte, que no encuentra salidas fáciles a los problemas que le acucian. Se queja de otra persona -no identifico si es del trabajo o un familiar-; entiendo más su situación cuando veo a su lado, sentados, junto a una mujer de cincuenta años -tal vez la abuela- a tres niños de entre uno a ocho años. Está pidiendo ayuda a gritos...

Me tomo un refrigerio frente a la pirámide de Cestio. Cestio era un panadero y decidió al estilo faraónico -Cleopatra y la victoria de Augusto sobre Egipto lo había puesto de moda- construirse una tumba a su medida. Son curiosos los relieves que describen la vida diaria del panadero. Como réplica, a la manera de una rima, a su lado se encuentra el cementerio no católico. Ahí están las tumbas de escritores románticos: las del hijo de Goethe, Keats -su nombre está escrito en el agua- Shelley, la de Gramsci....

Me enternece la tumba del hijo de Shelley. 



Dos fechas, la del nacimiento y la de su fallecimiento. Un nombre y sus dos apellidos. Hijo del poeta y de Mary Shelley, la autora de Frankestein. Murió de malaria a los tres años. Sólo es una lápida en el suelo; nada más.

Por la tarde, me apetece dar una vuelta por el centro. Hoy, por el día que es, hay entrada libre al Mercado de Trajano.

Recorro los espacios del primer centro comercial de la historia. Ahora sus tiendas son utilizadas para exposiciones de arte contemporáneo o para contarnos la historia y los descubrimientos arqueológicos del cercano foro de Augusto. Desconocía que Augusto tuviera un espacio dedicado a él, a un lado del templo de Marte Ultor, junto a los pórticos.

Un coro canta soul donde en otro tiempo venderían joyas y gemas. En el pórtico principal se nos ofrece una representación de mimos. Una pareja. El actor mueve las piernas y manos de la chica como si fuera una muñeca. ¿Tal vez es el mito de Pigmalión? Lo hacen con mucha gracia y desparpajo. Detrás del escenario esperan un grupo de chicas, vestidas como romanas. Imagino un desfile de modas o tal vez un baile. No podré verlo; he reservado una visita guiada.

Es una domus de un senador cerca del foro Trajano. En realidad son dos, aunque separadas por el muro de un palacio renacentista. Se conserva una calle romana, sin salida, e, incluso, dos columnas del antiguo templo de Trajano del que no se tenían noticias, aunque se pensaba -como así ha sido- que se encontraban bajo el edificio que actualmente ocupa el Palazzo Valentini.

Ayuda para que la visita se te haga corta que aprovechen las nuevas tecnologías -proyecciones, vídeos- que introducen más fácilmente los descubrimientos arqueológicos al gran público. Así sí es atractivo el mundo antiguo...


Tomo un fettucine -exquisito- y un tiramisú.

Aprovecho que tengo entrada libre al metro -la Roma Card la incluye- y me voy a la otra punta de Roma, al Vaticano. Es de noche. Aún recuerdo de ese primer encuentro con Roma, hace más de veinte años, cuando después de caminar un par de horas, giré en una esquina y me encontré sin esperármelo, de sopetón -iba sin mapa, me dejaba llevar sin más- la impresionante plaza de San Pedro. Eran las dos de la mañana. 



No lo he olvidado. Nunca lo olvidaré.

Camino hacia el centro: Castillo de Sant'Angelo, Piazza Navona, Panteón, columna de Trajano, foro republicano.

                                               


Me siento muy cansado. Me dejó arrastrar por Morfeo.

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