I.
El viaje continúa.
¿Cómo empieza un viaje? ¿Cuándo termina?
Me adormezco en el avión. Cierro los
ojos. Un gesto de ternura de mi madre; acaricia mi frente.
Te despiertas. Escuchas el ronroneo
del motor. Idea fija. No se aparta. Los ojos abiertos. La lengua se
te ha secado. No recuerdas el sueño; lo acabas de perder. Se te ha
escapado de entre los dedos. Los oídos se llenan de aire.
Miras por la ventanilla. Azul oscuro.
Mar en calma. Sólo ves remolinos, reflejos de luz, arrugas en la
piel del mar. Una capa fina y brillante separa el cielo del agua. Se
vislumbra el horizonte.
La mano escribe. Un círculo de luz
ilumina tu muñeca. Los dedos permanecen en la sombra, las palabras
fluyen, se graban en la hoja del cuadernillo…
Una amable azafata recorre el pasillo.
Tendrá unos cuarenta años; lleva recogido el pelo en una cola de
caballo, tiene patas de gallo alrededor de los ojos y arrugas,
marcadas en el cuello. El paso del tiempo no se puede ocultar. Se ha
quedado sin café y hace un mohín, encantador; es su respuesta a la
contrariedad.
Un niño aupado por su madre en
volandas. Espera a entrar en el baño. Imágenes opuestas del vuelo
de Buenos Aires, el último vuelo de mi madre: niños jugando por el
pasillo, gestos de desprecio de la azafata. Las aparto. Lejanas y
cercanas.
Allí, aquí. El pasado no existe. El
futuro aún no ha llegado. Presente. El que viene ahora mismo. El que
recordaré cuando pase a limpio estos apuntes en el salón de mi
casa.
Los oídos se abren. Los tímpanos se
quiebran en mil trozos. El motor ruge. Nos acercamos a la orilla.
Sombras de nubes cubren la vegetación y las ruinas de Ostia Antica,
el antiguo puerto de Roma.
El avión golpea la tierra.
II.
El tren rápido Leonardo da Vinci
me acerca a Termini. Reconozco en el trayecto detalles de la ciudad:
árboles en forma de cono invertido, arquitectura de barrio
periférico, muy propia de los años sesenta o setenta. Sí, estoy en
Roma, por si tenía alguna duda. Despierto, con los sentidos a flor
de piel, abiertos a las sensaciones que lleguen. Un hombre, a mi
izquierda, bien trajeado, habla por el móvil. Parece que con un
compañero de trabajo.
Al otro lado de la ventanilla logro
distinguir a un guardia de seguridad; se ha apartado y entre las
vías, en un descampado, también habla por teléfono. ¿Con un
amigo, una esposa, un amante?
Noto, al llegar a la estación
central, más seguridad de la habitual. Y no sólo allí, también en
las calles. Observo la presencia de soldados –siempre, en pareja-,
con fusiles en la mano. Forman parte de una operación especial
llamada “Calles seguras”. Los atentados de París y Bruselas,
imagino, han sido la causa de esta singular vigilancia. Al principio
tengo una sensación extraña e incómoda: me inquieta encontrarme
con hombres armados a la vuelta de la esquina o al bajar al andén;
nunca sabes qué pueden hacer con sus armas. Con el tiempo y a lo
largo de los días, iré olvidando que te puedes tropezar con ellos
en algunas zonas, -las más transitadas de la ciudad- o en las bocas
de metro. Como si pasaran a ser cotidianos, corrientes y, al igual
que algunos animales, acabaran formando parte del ecosistema urbano,
camuflándose, discretos, sin hacer ruido. Debería preocuparnos la
facilidad con la que asumimos una situación tan anormal: unos
soldados, que patrullan en tiempos de paz por las calles de una
ciudad moderna y europea. Todo ha cambiado; ellos nos están
cambiando. El miedo. El miedo mueve los hilos. Y no nos damos cuenta.
Atravieso a toda
velocidad los metros, semáforos, pasos de cebra que me separan del
alojamiento que he reservado en la calle Cavour. Aprecio el tráfico
habitual de un día de diario. Nada que le diferencie de Madrid o
Barcelona.
Llego
al Bed and Breakfast. Chiara, una de las dueñas, me
recomienda un par de restaurantes de la zona. La comida será mi
primer objetivo...
III.
Amatriciana. La
pasta al dente. En España, solemos cocerla más tiempo. Me encanta el sabor del tomate. Añado al plato,
un cuarto de litro del vino de la casa, guardado, protegido en una jarrita de
cristal. Me sienta bien; alcanzo ese “puntito” justo en el que la
sangre fluye y baila por tu cuerpo. Es agradable la temperatura a
esta hora, la una de la tarde. El cielo no está demasiado cubierto.
El restaurante, La
vaca embriagada, se encuentra en la Vía Urbana, paralela a
Cavour. Hace más de veinte años, viví en el número 96 durante dos
semanas en una habitación alquilada. Tengo recuerdos parciales y muy
desvaídos de esa primera mirada a Roma. Era joven, muy joven. Estaba
perdido...
Al llegar a las
puertas de las iglesias de San Pietro in Vincoli y San Clemente, me
las encuentro cerradas. Volveré otro día. A unos metros de San
Pietro está la facultad de Arquitectura. Hoy es día laborable, así
que los universitarios pululan por los alrededores.
Primeras
impresiones de un día primaveral. Grupos de mujeres, parejas cogidas de
la mano. Un beso. Fotografías con el Coliseo al fondo. Piernas al
aire, sin nada que las oculte; piel que brilla, reflejo de la luz en
la carne. Tentaciones.
Hay más
inmigrantes que hace veinte años: africanos, paquistaníes,
chinos... En el Esquilino copan todas las tiendas de ultramarinos. Y
no digamos los que se sitúan cerca de los grandes monumentos de la
ciudad en busca y captura del turista.
Observo carteles
electorales en los muros. O ha habido o habrá elecciones
municipales. En uno de ellos una frase que me hace temblar: Roma
para los romanos. Fuera inmigrantes. Uno espera que sólo sea una
excepción: el cartel electoral de un partido minoritario; sin
embargo, los hechos de estos días en los que Europa levanta muros en
las fronteras del Mediterráneo, presagia nubes muy oscuras sobre
nuestro futuro. Roma, como ha sido siempre, es un reflejo de nosotros
mismos.
Espero unos
minutos para entrar en la Basílica de Santa María Maggiore. Medidas
de seguridad para evitar posibles atentados. La paciencia que hay que
tener en los aeropuertos me la encuentro ahora a plena luz del día,
ante la fachada de una de las iglesias más importantes de Roma. El
interior no me enamora. Siempre he preferido las iglesias en las que
la intimidad del espacio devuelve tu propia mirada. En estas otras,
te sientes muy pequeño y, al mismo tiempo, muy distante, lejos del
Dios único. Incitan más al ateísmo que a una fe sincera.
Un hombre, un
japonés dispara su cámara de fotos a todas las esquinas, sin
descanso, sin pausa. ¿Disfrutará por el simple hecho de apretar el
botón? Sus fotografías no tendrán vida. Para hacer una foto,
primero debes mirar. Después, apretar el botón. Y a continuación,
tienes que volver a mirar de otra manera. Este hombre no sabe hacer
fotografías. Podrá enseñarlas para afirmar que ha estado en Roma,
pero no habrá estado... sólo habrá pasado por Roma.
De nuevo me hallo
delante del Panteón. En el interior del Panteón. Protegido por el
Panteón. Debajo de su óculo, del ojo que todo lo ve, del ojo que
nos permite ver más allá de nosotros mismos. Es el centro del
mundo. Desde aquí la Tierra, en movimientos concéntricos,
elípticos, se mueve hacia las estrellas...
En San Luis de los
Franceses están restaurando un cuadro de Caravaggio, La vocación
de San Mateo. Si ves un cuadro de Caravaggio, todo lo demás te
parecerá mediocre y vulgar.
Caravaggio no era
un buen tipo. O era un anarquista. ¿Quién sabe? Hay opiniones para
todos los gustos. Amigo de prostitutas e indigentes; los utilizaba en
sus cuadros como modelos. Los convertía en santos o vírgenes. Les
proporcionaba la inmortalidad. Mató a un hombre en una pelea
callejera. Tenía esa pasión capaz de crear una obra de arte y, al
mismo tiempo, destruir salvajemente todo lo que encontrara a su paso.
Y esa pasión nos
atrae y nos repele. Ese es su talento. Y pocos lo tienen.
En la Piazza
Navona un mimo actúa en la calle. La Piazza Navona fue un circo, el
de Domiciano. Las carreras de carros han sido sustituidas por
representaciones de todo tipo. Los mimos en la antigua Roma solían
ser una de las actividades preferidas por la plebe. Sus temas, a
menudo, soeces, despertaban la risa y la burla. A veces, la crítica
de las escenas representadas llegaban a tocar al poder establecido o
a personas influyentes. Algo de eso queda en la estatua del Paschino,
a unos metros de la Piazza. Voces escritas en un papel que protestan,
en los tiempos de internet, por las injusticias. Voces en el
desierto. Voces calladas. Gritos sordos.
Paso al otro lado
del Tíber, al Trastevere. Santa María de Trastevere me agrada. Sus
mosaicos relajan la mirada, la suavizan. Tal vez ayude a tener esa
impresión el entorno: el barrio conserva un aire de sencillez que
otras zonas de Roma han perdido.
Siento la humedad
del Tíber en la piel. Respiro el aire del mar, que llega por los
huecos del río. Las gaviotas, en busca de comida, vienen de allí, y
se paran ante nosotros en busca de un pedazo, un alimento que las
mantenga en pie. Hago una parada. Bebo un zumo de naranja junto a la
orilla. Al otro lado de la calle, en un palacio, propiedad, tal vez,
en otro tiempo de nobles o vicarios de Cristo, una mujer joven baila.
Aparece y desaparece de la ventana. ¿Será un fantasma, un reflejo?
Al otro lado del espejo, una vida desconocida salta, baila, vive...
Atravieso la isla
Tiberina, refugio de enfermos en otro tiempo. He vuelto a la Roma de
este lado del Tíber. Me encuentro con un rodaje frente el Templo de
Vesta -mal llamado de Hércules- y el de la Fortuna Viril. Son unos
diez estudiantes. Debe ser un corto de ficción. Un hombre mayor, con
canas -puede que sea el profesor-, les marca determinadas pautas. Al
actor, a la chica que lleva la cámara...
A unos metros, la
fachada del teatro de Marcelo. El primer heredero de Octavio, muerto
prematuramente. A unos metros, el pórtico de Octavia, la hermana del
emperador, la madre de Marcelo. Una madre y un hijo. Los monumentos
que los recuerdan. Octavia, al morir su hijo, se retiró de la vida
publica. Cuando Virgilio leyó un trozo de la Eneida, en el que
mencionaba el fallecimiento, la madre se emocionó y no pudo soportar
su dolor, desmayándose. No puedo dejar de pensar que Livia también
estaba allí, en esa misma lectura, junto al emperador, su marido.
Eran dos mujeres muy diferentes. Livia era mucho más astuta; no
permitía que las emociones le apartaran de su objetivo.
Ahora entre las ruinas de los monumentos dedicados a la madre y al hijo no veo más que
roca, y ruinas. Y amapolas rojas...
El foro
republicano al atardecer. Luz y sombras en el Capitolio. La luz
ilumina el pelo de las mujeres; las convierte en diosas o santas. Diosas y santas a mi lado. Despierto. Es
sólo un delirio romano. Sin duda, necesito ya llenar el estómago...
Ceno alcachofas a
la romana y pido macedonia de postre en la Osteria della Suburra, de
nuevo en la Vía Urbana. No logra convencerme del todo. Las
alcachofas nunca han sido mi comida preferida.
El cuerpo está
agotado. Que descanse. El de mañana será otro día...
No hay comentarios:
Publicar un comentario