domingo, 1 de mayo de 2016

A TODOS LOS DIOSES. NUEVE DÍAS EN ROMA. DÍA 1



19 de abril de 2016

I.

El viaje continúa. ¿Cómo empieza un viaje? ¿Cuándo termina?

Me adormezco en el avión. Cierro los ojos. Un gesto de ternura de mi madre; acaricia mi frente.

Te despiertas. Escuchas el ronroneo del motor. Idea fija. No se aparta. Los ojos abiertos. La lengua se te ha secado. No recuerdas el sueño; lo acabas de perder. Se te ha escapado de entre los dedos. Los oídos se llenan de aire.

Miras por la ventanilla. Azul oscuro. Mar en calma. Sólo ves remolinos, reflejos de luz, arrugas en la piel del mar. Una capa fina y brillante separa el cielo del agua. Se vislumbra el horizonte.

La mano escribe. Un círculo de luz ilumina tu muñeca. Los dedos permanecen en la sombra, las palabras fluyen, se graban en la hoja del cuadernillo…

Una amable azafata recorre el pasillo. Tendrá unos cuarenta años; lleva recogido el pelo en una cola de caballo, tiene patas de gallo alrededor de los ojos y arrugas, marcadas en el cuello. El paso del tiempo no se puede ocultar. Se ha quedado sin café y hace un mohín, encantador; es su respuesta a la contrariedad.

Un niño aupado por su madre en volandas. Espera a entrar en el baño. Imágenes opuestas del vuelo de Buenos Aires, el último vuelo de mi madre: niños jugando por el pasillo, gestos de desprecio de la azafata. Las aparto. Lejanas y cercanas.

Allí, aquí. El pasado no existe. El futuro aún no ha llegado. Presente. El que viene ahora mismo. El que recordaré cuando pase a limpio estos apuntes en el salón de mi casa.

Los oídos se abren. Los tímpanos se quiebran en mil trozos. El motor ruge. Nos acercamos a la orilla. Sombras de nubes cubren la vegetación y las ruinas de Ostia Antica, el antiguo puerto de Roma.

El avión golpea la tierra.


II.

El tren rápido Leonardo da Vinci me acerca a Termini. Reconozco en el trayecto detalles de la ciudad: árboles en forma de cono invertido, arquitectura de barrio periférico, muy propia de los años sesenta o setenta. Sí, estoy en Roma, por si tenía alguna duda. Despierto, con los sentidos a flor de piel, abiertos a las sensaciones que lleguen. Un hombre, a mi izquierda, bien trajeado, habla por el móvil. Parece que con un compañero de trabajo.

Al otro lado de la ventanilla logro distinguir a un guardia de seguridad; se ha apartado y entre las vías, en un descampado, también habla por teléfono. ¿Con un amigo, una esposa, un amante?

Noto, al llegar a la estación central, más seguridad de la habitual. Y no sólo allí, también en las calles. Observo la presencia de soldados –siempre, en pareja-, con fusiles en la mano. Forman parte de una operación especial llamada “Calles seguras”. Los atentados de París y Bruselas, imagino, han sido la causa de esta singular vigilancia. Al principio tengo una sensación extraña e incómoda: me inquieta encontrarme con hombres armados a la vuelta de la esquina o al bajar al andén; nunca sabes qué pueden hacer con sus armas. Con el tiempo y a lo largo de los días, iré olvidando que te puedes tropezar con ellos en algunas zonas, -las más transitadas de la ciudad- o en las bocas de metro. Como si pasaran a ser cotidianos, corrientes y, al igual que algunos animales, acabaran formando parte del ecosistema urbano, camuflándose, discretos, sin hacer ruido. Debería preocuparnos la facilidad con la que asumimos una situación tan anormal: unos soldados, que patrullan en tiempos de paz por las calles de una ciudad moderna y europea. Todo ha cambiado; ellos nos están cambiando. El miedo. El miedo mueve los hilos. Y no nos damos cuenta.

Atravieso a toda velocidad los metros, semáforos, pasos de cebra que me separan del alojamiento que he reservado en la calle Cavour. Aprecio el tráfico habitual de un día de diario. Nada que le diferencie de Madrid o Barcelona.

Llego al Bed and Breakfast. Chiara, una de las dueñas, me recomienda un par de restaurantes de la zona. La comida será mi primer objetivo...

III.

Amatriciana. La pasta al dente. En España, solemos cocerla más tiempo. Me encanta el sabor del tomate. Añado al plato, un cuarto de litro del vino de la casa, guardado, protegido en una jarrita de cristal. Me sienta bien; alcanzo ese “puntito” justo en el que la sangre fluye y baila por tu cuerpo. Es agradable la temperatura a esta hora, la una de la tarde. El cielo no está demasiado cubierto.

El restaurante, La vaca embriagada, se encuentra en la Vía Urbana, paralela a Cavour. Hace más de veinte años, viví en el número 96 durante dos semanas en una habitación alquilada. Tengo recuerdos parciales y muy desvaídos de esa primera mirada a Roma. Era joven, muy joven. Estaba perdido...

Al llegar a las puertas de las iglesias de San Pietro in Vincoli y San Clemente, me las encuentro cerradas. Volveré otro día. A unos metros de San Pietro está la facultad de Arquitectura. Hoy es día laborable, así que los universitarios pululan por los alrededores.

Primeras impresiones de un día primaveral. Grupos de mujeres, parejas cogidas de la mano. Un beso. Fotografías con el Coliseo al fondo. Piernas al aire, sin nada que las oculte; piel que brilla, reflejo de la luz en la carne. Tentaciones.

Hay más inmigrantes que hace veinte años: africanos, paquistaníes, chinos... En el Esquilino copan todas las tiendas de ultramarinos. Y no digamos los que se sitúan cerca de los grandes monumentos de la ciudad en busca y captura del turista.

Observo carteles electorales en los muros. O ha habido o habrá elecciones municipales. En uno de ellos una frase que me hace temblar: Roma para los romanos. Fuera inmigrantes. Uno espera que sólo sea una excepción: el cartel electoral de un partido minoritario; sin embargo, los hechos de estos días en los que Europa levanta muros en las fronteras del Mediterráneo, presagia nubes muy oscuras sobre nuestro futuro. Roma, como ha sido siempre, es un reflejo de nosotros mismos.

Espero unos minutos para entrar en la Basílica de Santa María Maggiore. Medidas de seguridad para evitar posibles atentados. La paciencia que hay que tener en los aeropuertos me la encuentro ahora a plena luz del día, ante la fachada de una de las iglesias más importantes de Roma. El interior no me enamora. Siempre he preferido las iglesias en las que la intimidad del espacio devuelve tu propia mirada. En estas otras, te sientes muy pequeño y, al mismo tiempo, muy distante, lejos del Dios único. Incitan más al ateísmo que a una fe sincera.

Un hombre, un japonés dispara su cámara de fotos a todas las esquinas, sin descanso, sin pausa. ¿Disfrutará por el simple hecho de apretar el botón? Sus fotografías no tendrán vida. Para hacer una foto, primero debes mirar. Después, apretar el botón. Y a continuación, tienes que volver a mirar de otra manera. Este hombre no sabe hacer fotografías. Podrá enseñarlas para afirmar que ha estado en Roma, pero no habrá estado... sólo habrá pasado por Roma.

De nuevo me hallo delante del Panteón. En el interior del Panteón. Protegido por el Panteón. Debajo de su óculo, del ojo que todo lo ve, del ojo que nos permite ver más allá de nosotros mismos. Es el centro del mundo. Desde aquí la Tierra, en movimientos concéntricos, elípticos, se mueve hacia las estrellas...

En San Luis de los Franceses están restaurando un cuadro de Caravaggio, La vocación de San Mateo. Si ves un cuadro de Caravaggio, todo lo demás te parecerá mediocre y vulgar.

Caravaggio no era un buen tipo. O era un anarquista. ¿Quién sabe? Hay opiniones para todos los gustos. Amigo de prostitutas e indigentes; los utilizaba en sus cuadros como modelos. Los convertía en santos o vírgenes. Les proporcionaba la inmortalidad. Mató a un hombre en una pelea callejera. Tenía esa pasión capaz de crear una obra de arte y, al mismo tiempo, destruir salvajemente todo lo que encontrara a su paso.

Y esa pasión nos atrae y nos repele. Ese es su talento. Y pocos lo tienen.

En la Piazza Navona un mimo actúa en la calle. La Piazza Navona fue un circo, el de Domiciano. Las carreras de carros han sido sustituidas por representaciones de todo tipo. Los mimos en la antigua Roma solían ser una de las actividades preferidas por la plebe. Sus temas, a menudo, soeces, despertaban la risa y la burla. A veces, la crítica de las escenas representadas llegaban a tocar al poder establecido o a personas influyentes. Algo de eso queda en la estatua del Paschino, a unos metros de la Piazza. Voces escritas en un papel que protestan, en los tiempos de internet, por las injusticias. Voces en el desierto. Voces calladas. Gritos sordos.

Paso al otro lado del Tíber, al Trastevere. Santa María de Trastevere me agrada. Sus mosaicos relajan la mirada, la suavizan. Tal vez ayude a tener esa impresión el entorno: el barrio conserva un aire de sencillez que otras zonas de Roma han perdido.

Siento la humedad del Tíber en la piel. Respiro el aire del mar, que llega por los huecos del río. Las gaviotas, en busca de comida, vienen de allí, y se paran ante nosotros en busca de un pedazo, un alimento que las mantenga en pie. Hago una parada. Bebo un zumo de naranja junto a la orilla. Al otro lado de la calle, en un palacio, propiedad, tal vez, en otro tiempo de nobles o vicarios de Cristo, una mujer joven baila. Aparece y desaparece de la ventana. ¿Será un fantasma, un reflejo? Al otro lado del espejo, una vida desconocida salta, baila, vive...

Atravieso la isla Tiberina, refugio de enfermos en otro tiempo. He vuelto a la Roma de este lado del Tíber. Me encuentro con un rodaje frente el Templo de Vesta -mal llamado de Hércules- y el de la Fortuna Viril. Son unos diez estudiantes. Debe ser un corto de ficción. Un hombre mayor, con canas -puede que sea el profesor-, les marca determinadas pautas. Al actor, a la chica que lleva la cámara...

A unos metros, la fachada del teatro de Marcelo. El primer heredero de Octavio, muerto prematuramente. A unos metros, el pórtico de Octavia, la hermana del emperador, la madre de Marcelo. Una madre y un hijo. Los monumentos que los recuerdan. Octavia, al morir su hijo, se retiró de la vida publica. Cuando Virgilio leyó un trozo de la Eneida, en el que mencionaba el fallecimiento, la madre se emocionó y no pudo soportar su dolor, desmayándose. No puedo dejar de pensar que Livia también estaba allí, en esa misma lectura, junto al emperador, su marido. Eran dos mujeres muy diferentes. Livia era mucho más astuta; no permitía que las emociones le apartaran de su objetivo.

Ahora entre las ruinas de los monumentos dedicados a la madre y al hijo no veo más que roca, y ruinas. Y amapolas rojas...

El foro republicano al atardecer. Luz y sombras en el Capitolio. La luz ilumina el pelo de las mujeres; las convierte en diosas o santas. Diosas y santas a mi lado. Despierto. Es sólo un delirio romano. Sin duda, necesito ya llenar el estómago...

Ceno alcachofas a la romana y pido macedonia de postre en la Osteria della Suburra, de nuevo en la Vía Urbana. No logra convencerme del todo. Las alcachofas nunca han sido mi comida preferida.

El cuerpo está agotado. Que descanse. El de mañana será otro día...


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