I.
25 de abril de
2016.
Me despierto. He
tenido un mal sueño. Noto mis músculos tensos. Me voy relajando a
lo largo de la mañana.
No ayuda que el
cielo esté cubierto. Amenaza lluvia. El ambiente está cargado.
Voy a dedicar esta
mañana a los foros y el Palatino.
Se ha ampliado el
paseo, la zona abierta al público en estos últimos años. Han
cerrado la basilica de Majencio -precursora de las basílicas
cristinas constantineas- por culpa de las obras del metro en la línea
C, y bajo el arco de Septimio Severo -aunque aquí parece sólo que
pretenden restaurar una parte de la Vía Sacra.
Santa María
Antigua está abierta y sus pinturas parietales, restauradas. Una
parte de la entrada al Palatino, concebida por Tiberio, también. Se especula que pudo ser en alguno de estos pasillos
donde Calígula fue asesinado.
Han llevado a cabo
excavaciones cerca de la basílica Julia. Hace unos meses abrieron la
Casa de las Vestales.
Al subir al
Palatino puedes contemplar una zona que desconocía: bajo la iglesia
de San Sebastián, han encontrado las ruinas del templo que levantó
Heliogábalo al dios Sol. ¿Hubo sacrificios de niños como
aseguraban algunas fuentes antiguas? La Historia Augusta no siempre
es muy fiable, pero este emperador era demasiado oriental para que
Roma lo aceptara.
Más conservadores
fueron Augusto y Livia. Y respetuosos con la tradición. Tanto que
cerca del Templo de la Magna Mater y de la cabaña de Rómulo -se han
descubierto recientemente cabañas que nos devuelven a la época y al
lugar donde se fundó Roma-, decidieron levantar sus casas privadas.
Augusto compró la casa de Hortensio Hortalo y las de otros senadores
y ese fue el arranque de una labor constructiva que convertiría la
colina del Palatino en el alojamiento de los futuros emperadores. El
término palacio tiene aquí su origen. Y sí, fueron palacios los
que pusieron en pie. Restos de los de Augusto, reformas de Tiberio o
Claudio -encontramos el Aqua Claudia a pie de calle-, el
criptopórtico de Nerón, el Ninfeo de época Flavia, el circo de
Domiciano, las aportaciones de la dinastía de los Severo.
No olvido las
sorpresas que los arqueólogos aún descubrirán en el futuro. Hay
una visita que tengo pendiente; la de una domus de época republicana
con pinturas del primer o segundo estilo pompeyano.
El Coliseo. El
tiempo y los Barberini, entre otros, lo saquearon. Y resiste. A las
hordas de bárbaros y a las de turistas. Roma no sería Roma sin el
Coliseo. Tal vez...
II.
En San Clemente estuve en una visita anterior. Está más organizado, pero ha perdido parte de su encanto. Y han subido los precios. Con todo, sigo apreciando esa mezcla de tiempos y tradiciones en un mismo espacio. Tenemos una domus, un templo a Isis y una iglesia cristiana.
Sólo
Roma te puede ofrecer tanto en tan reducido espacio.
En la de los San
Cuatro Coronati hay un claustro, al que se accede con cierta
dificultad. Bloquean la puerta con un cerrojo para controlar la
entrada de turistas.
El juego de luces -sobre todo en un día como
éste en el que las nubes ocultan el sol y se apartan un instante
después, tiene algo de mágico. Lo agradezco.
Dedico la tarde a
pasear por la colina del Celio. Dulces placeres entre el sol y la
sombra de una tarde primaveral. Un niño gatea ante la mirada de sus
padres hacia una fuente que lanza un chorro de agua y de luz.
St. María
Domnica. Otro mosaico del siglo VIII que representa a la Virgen
entronizada.
En la Villa
Celimontana, en su entrada, hay una plaza; el nombre recuerda a todas
las víctimas de la inmigración, sobre todo a las de Lampedusa.
.
La iglesia de San
Giovanni y Paolo me recuerda a la del Laterano o al Gesú. No me agrada. Prefiero la intimidad al
espectáculo.
A la salida, a
mano derecha los restos de Aqua Claudia. A la izquierda, la base del
templo de Claudio. A unos pasos, viviendas medievales y restos de una
domus.
Ceno lasaña en la
Vaca embriagada... Delante de mí comen una pareja de
ingleses. Están enamorados. Ella lleva el pelo recogido en un moño.
Mira al chico con ternura; tiene alrededor del cuello un pañuelo
verde y sus pendientes están a juego. Cejas estilizadas, cuello
largo. Me fijo ahora en él. Tiene el pelo rizado, barba de una
semana, camiseta floreada y gafas a la moda.
Los dos tienen la
barbilla marcada. Sus hijos herederán esta peculiaridad.
Se cogen de la
mano. Se retan a aguantarse la mirada, sin reírse. Ella enseguida
rompe a reír. Ha ganado él.
Me los vuelvo a
encontrar a la salida. A unos metros, nuestros caminos se separan.
Abrazados, se pierden entre las piedras de Roma.
Paseo por el
antiguo barrio de la Suburra. Casas elegantes, fachadas restauradas, jardines colgantes.
III.
El barrio del
Panteón.
Un hombre, tendrá
treinta años, con un potente chorro de voz, impresionante, canta Oh,
sole mio acompañado por su guitarra entre las mesas de un restaurante.
Una camioneta ha
aparcado a un lado del Panteón. Parecen rumanos. Dos hombres; uno,
apoyado en la camioneta. El otro exige dinero a un grupo de chicas.
Una jovencita se ha apartado de sus compañeras; discute con él.
Un vendedor
callejero -le he visto varias veces por la zona- huye de un policía.
El agente de la ley le obliga a marcharse de la plaza.
-Es un maleducado.
Es mala persona. Lo conozco. El mismo de siempre...
Hay muchas
historias por contar. Y todas, a la sombra del Panteón...
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