martes, 19 de junio de 2018

FEBRERO DEL 37. HOSPITALILLO.


            Suenan las sirenas. Se acercan aviones enemigos. Las bombas están al caer. Literalmente. Regina durante unos segundos se ha quedado quieta, paralizada, en medio de la calle. Como si así, convirtiéndose en una estatua de sal, nada le pudiera pasar. Hombres y mujeres, corriendo, alejándose de los lugares despejados, buscando protección en los refugios. Está lejos del de la estación. El del Hospitalillo le quedaría más cerca. No sabe qué hacer hasta que una mujer, una amiga de su madre, le grita a su derecha.

            -Regina, ¡corre, sal de ahí! Te van a ametrallar.

            Regina, por fin, reacciona. Empieza a correr en dirección al Hospitalillo. En menos de un minuto, estará en la puerta del refugio; choca, en la verja de entrada, con un vecino. Acaba de salir de su camioneta; la ha abandonado en medio de la calle.

Regina ya puede escuchar el sonido del motor. Los reconoce. Todo el mundo ha acabado por distinguir los aviones del enemigo, alemanes o italianos. No son de fabricación rusa, un Tupolev o un Polikarpov. Es un Heinkel o, tal vez, dos. Su ruido es inconfundible; a veces el motor imita las ráfagas de la ametralladora, antes de que estas se produzcan.

            Regina alza la vista hacia el cielo en dirección a la estación de tren. Ve caer una bomba; el lugar donde va a estallar no estará a más de quinientos metros de allí. Regina se echa a tierra y se cubre la cabeza con las manos. Nota la detonación. La tierra tiembla. Vuelve a levantarse y sin girar la cabeza, busca la puerta del refugio. La golpea con fuerza; le abren enseguida. Es una de las monjas.

            -¡Pasa, rápido!

            Nada más entrar y cerrar la puerta, hay otra fuerte explosión.

            -Esa ha sido aquí al lado, muy cerca.

            Elisa ha pronunciado estas últimas palabras. Mira, asustada, a Regina. La abraza con fuerza. Elisa es como una hermana, aunque, en realidad, sea su prima. Tiene dos años menos que Regina. Muchas noches han dormido juntas, cuando se quedaba sola en casa, porque su madre había muerto de disentería, nada más nacer, y el padre de Elisa –fuera porque no asimilaba la pérdida de su mujer o porque nunca había sido muy responsable- se emborrachaba en la taberna, la que estaba enfrente de la plaza del Ayuntamiento, y se perdía por las calles de Tarancón hasta altas horas de la madrugada. Muchas veces se lo encontraban borracho, tirado en el suelo.

Tanto Elisa, su hija, como Fernanda, su hermana, lo daban por imposible; así que en cuanto Fernanda veía a su sobrina en la calle, le preguntaba.

-¿Estas sola?

Elisa asentía.

-¡Ven, anda! Cenas con nosotros. Y esta noche duermes con Regina.

Y así lo hacía. Cenaba con la familia Solera y, luego, se subía a la habitación de Regina y dormía con ella.

-¿Qué haces aquí, Eli?

Regina acaricia la mejilla de su prima.

-Venía a buscarte, Regi. Pensaba que ya estabas aquí.

-No, hoy entraba más tarde.

Regina se ha ido habituando a la oscuridad y a la escasa iluminación del habitáculo. Han empezado a escucharse en el exterior los disparos de los antiaereos. Sólo hay dos lámparas que funcionan con electricidad, instaladas hace un par de meses, pero que no proporcionan suficiente luz. En el interior del refugio –bastante estrecho y en el que no tienes más remedio que agacharte o estar en cuclillas- no habrá más de diez personas, entre enfermeras, monjas y dos médicos. Falta el médico jefe. Esto no le sorprende a Regina; si había enfermos, se negaba a bajar al refugio y se quedaba con ellos en la primera planta del Hospitalillo, durante los bombardeos. Ahora mismo no tendrían a más de tres. Seguramente después de los bombardeos, llegarán más.

Escuchan una ráfaga de ametralladoras, lejana, a la altura de la gasolinera. Y la explosión de otras dos o tres bombas. Esperan un par de minutos.

-Me parece que ya podemos salir –dice uno de los médicos.

En cuanto termina la frase, el sonido de la sirena confirma el final oficial del bombardeo.

-Esta vez no ha sido mucho.

Desde la batalla de Madrid dos o tres veces a la semana recibían la “visita” de estos aviones. Casi siempre soltaban las bombas en las zonas estratégicas –la estación, la gasolinera, la fábrica- y no volvían a aparecer en todo el día.

Cuando sale del refugio –sólo ha bajado hasta ese día unas cuatro veces- Regina llena sus pulmones. Como si dentro se hubiera quedado sin oxígeno y necesitara recuperarlo de golpe.

-Me voy, prima. Le diré a la tía que estás bien.

Se besan en la mejilla. Elisa sabe que Regina tendrá que quedarse; siempre después de un bombardeo llegan heridos o moribundos.

El edificio del Hospitalillo tiene dos plantas. En la segunda, se sitúan los alojamientos de las monjas, internas, y que a pesar del anticlericarismo extendido en zona republicana, el capitán militar, Agustín Verno, ha decidido mantener.

La primera planta se compone de una sala de operaciones, -en muy buen estado y con la última tecnología-, y varias zonas para el cuidado de los heridos –habrá unas dos decenas de camas, bien acondicionadas-. La planta baja es el espacio dedicado a cocina, lavandería, infraestructura, servicios e intendencia. Se han colocado tablones de madera en los cristales de las ventanas para protegerlos de las explosiones.

A la entrada, los espera el médico jefe.

-¡Preparados para lo que nos llegue! ¡Ernesto, -está hablando con uno de los médicos- llévate a una de las monjas en la ambulancia! ¡Ve hacia la gasolinera! Allí puede haber heridos.

Regina se limpia las manos con jabón y alcohol en uno de los lavabos de la entrada posterior. Se coloca la bata de enfermera y los guantes. Son gestos que ya ha acabado por sincronizar, mecánicos. Al principio, hasta que no los has hecho tuyos, parece como si cada movimiento fuera forzado. Ahora forman parte de un engranaje, perfectamente engrasado, que Regina ya domina con soltura. La espera será breve. Llegan dos hombres en un coche privado. Regina los reconoce; trabajan en las vías del ferrocarril. Han traído a un herido desde la estación: es Juan, un jornalero.

-Los hijos de puta le han pillado en el andén, esperando a su hermana.

El otro médico se hace cargo del herido. Con ayuda de sus dos compañeros, lo colocan en la camilla. Es trasladado a la sala de curas. El médico, joven, curtido, llama a una de las monjas y a Regina.

-Vosotras, ¡ayudadme!

Regina ha adquirido pericia. Ya no necesita órdenes de ningún tipo. Sabe lo que tiene que hacer. Los gritos –el del herido, el de sus compañeros-, el ajetreo, los movimientos rápidos y precisos del médico no la asustan. En noviembre y diciembre ya empezaron a recibir a algunos heridos, de menor consideración, desde la capital, los que los hospitales de Madrid no podían acoger. El primer día se sintió perdida, confusa; a la semana, se comportaba como si este papel lo hubiera representado toda su vida.

El primer paso es detener la hemorragia. No parece grave. Al menos, a simple vista. Corta la tela desinfectada, prepara el agua caliente. Se sitúa muy cerca del médico que ha empezado a examinar la herida de la pierna. El hombre no ha perdido la conciencia; responde a las preguntas del médico.

-Creo que me ha entrado alguna esquirla. Me duele.

El médico comprueba la herida. La limpia con mucho cuidado, examinándola detenidamente. Es meticuloso. Regina lo conoce.

-No veo nada. Puede que sólo te haya rozado. De todas formas, necesito más luz.

La monja, sor Remedios, se acerca con una lámpara. La coloca cerca de la herida. Mientras tanto, Regina ya tiene preparado y esterilizado el material, por si es necesario realizar alguna incisión u operación. El médico aprieta la zona de la herida. El paciente no nota dolor.

-Has tenido suerte, Juan. Sólo te ha rozado. De todas formas, te vas a quedar un par de horas, por si acaso.

El médico se gira hacia Regina. Hace un gesto con la mano; Regina sabe lo que significa. Puede retirarse y ver si necesitan su ayuda en otro sitio. Con la presencia de la monja, le basta.

Al salir de la sala, entran dos heridos, traídos de la gasolinera. Uno sólo tiene  heridas superficiales en la cara y el codo. El otro, en cambio, entra, tendido sobre una camilla. Está desangrándose. La explosión le ha impactado en el estómago. Tiene muy mala pinta. De inmediato, Regina recibe la orden del médico jefe.

-¡Prepárate para operar!

Se lava concienzudamente; luego, entra en una habitación, más pequeña. El herido más grave ya ha sido colocado de espaldas a la puerta, en el interior. Su cuerpo está temblando; el médico le administra un tranquilizante. Cierran la puerta, encienden los focos. Un médico y dos enfermeras. Regina y una mujer de cuarenta años, Marisa, vecina de uno de sus tíos –ella, sí, con titulación-, acompañan al médico jefe, que ha asumido la responsabilidad de la operación. Regina se ocupara de la parte más sencilla: limpieza de material, higiene. Todo lo que no pueda llevar a cabo la enfermera principal.

Aunque lo hacen de la manera más rápida posible, tardan más de diez minutos en cortar la hemorragia. Saben que tal vez ha perdido mucha sangre, y, además, la herida puede ser muy profunda, sin contar los fragmentos de bala que tenga en el cuerpo. La operación es larga: dura casi dos horas. Cuando terminan, el paciente se ha estabilizado. Tendrán que esperar a las próximas cuarenta y ocho horas. Han hecho todo lo posible.

-Puedes irte, Regina. Por hoy no vamos a tener más –le dice Marisa.

Regina, en la planta baja, se ha quitado la bata y los guantes; los tira al contenedor. Sale del edificio, a la parte posterior; se lava las manos. Nota un poco de sangre en el brazo derecho y a la altura de los codos.

La primera vez que ves la sangre –y así le ocurrió a Regina- te asustas. No sabes si es la tuya o la de otro. Es tanta. El miedo te atenaza. Hay quien lo deja y no vuelve a ese lugar. No sirve para esto; pero Regina sabe que podría ser una gran profesional, si la dejaran. Se siente a gusto, se mueve como pez en el agua. Había pasado la primera prueba.

Al terminar de secarse en el lavabo, saluda a Marina. No había advertido su presencia. Está echando una calada, a su derecha, apoyada en un murete. Últimamente, la ve, de vez en cuando, en el Hospitalillo. Viene con menos frecuencia que Regina. Se ha incorporado hace un par de semanas. No se le ha dado mal en estos primeros días. No la trató demasiado cuando coincidieron hace años –muchos, toda una vida, si lo piensa ahora Regina- en el colegio.

Es una chica divertida. A Regina le hace reír muy a menudo, cuando salen de fiesta algún fin de semana por el centro del pueblo, acompañadas por alguna carabina, la madre de Marina o la tía de Regina. Marina le ofrece un cigarrillo. Regina lo rechaza; le sienta mal. No le gusta fumar.

-Habéis estado dos horas. ¿Vivirá?

Regina mueve los hombros hacia delante. Su rostro refleja más cansancio que duda. La respuesta podría interpretarse como un “¡quién sabe!”, algo ambiguo. Marina no insiste. Ha aprendido a dejar espacio para el que sale de una operación complicada. La gente en ese momento no suele tener ganas de hablar mucho.

-Mientras estabais dentro, han traído a la mujer de Dositeo. Dositeo Moreno, el vecino de tus primos.

Regina lo recordaba vagamente. Vivía en el barrio de la Cruz, frente a la iglesia. Se había incorporado como voluntario al frente. Su mujer era achaparrada, morena, tímida. Estaba embarazada de ocho meses.

-¿Qué le ha ocurrido? 

-Ha dado a luz en el refugio de la estación. Ha tenido suerte; había un médico y todo ha salido bien. Le han puesto unos puntos y le han dado el alta. La niña es guapilla.

-¿Cómo la va a llamar?

-La llamará Amparo, como su abuela.

Dositeo se encontraba, por entonces, en Valencia; luego, lo trasladarían a Cataluña. Al hundirse el frente republicano, se exiliará en Francia, donde acabará en un campo de refugiados. Lo alistarán, nada más empezar la segunda guerra mundial, en un batallón de trabajadores, cuya misión será reforzar las obras de fortificación en la frontera con Alemania. Los nazis, al hundirse el frente, lo apresarán cerca de Dunquerque. Morirá en el campo de concentración de Mauthausen en agosto del 42. Nunca conocerá a su hija Amparo.

-Lo acaban de decir por la radio. –dijo Marina.

-¿El qué? –preguntó Regina.

-Los fascistas han atacado posiciones en el Jarama. Quieren cortar las vías de comunicación, sobre todo la nacional a Valencia.

Regina sabe lo que eso significa. Desde mañana llegarán cientos de heridos a los hospitales de Tarancón y Uclés. Serán días muy duros. Sí, necesitará descansar.

-He cambiado de opinión. ¡Dame un cigarrillo!

Lo enciende y aspira el humo. Regina mira las vías del tren; por allí llegarán los vagones y los heridos y los muertos. Mañana habrá gritos, sangre, movimiento. Hombres jóvenes en camillas, en las salas, en los pasillos. Verá morir a esos soldados, que días antes marchaban al frente, ilusionados…

No imagina Regina que ese lugar, donde se salvarán tantas vidas durante estos duros años, será abandonado. Que habrá quien quiera aprovecharlo –como sucede casi siempre- para ganar dinero, vendiéndolo a una constructora o a una empresa privada. Especulación para enriquecer a unos pocos, mientras la mayoría miran a otro lado. Que estarán también quienes quieran convertirlo en un centro para la memoria, que sea recuerdo de aquellos que murieron durante esos años de la guerra y los de la posguerra, asesinados, ajusticiados, fusilados, torturados.

Y, con el tiempo, acompañado por la dejadez y la desidia, la hipocresía y el fingimiento –camaradas inseparables- el Hospitalillo se convertirá en un edificio en ruinas, como tantos otros. Olvidado, despreciado, será un ejemplo de la estupidez y los intereses humanos, paradigma de la cobardía, el miedo y el egoísmo.

Regina apaga el cigarrillo en la pared encalada y respira profundamente. Llena sus pulmones con todo el aire del que es capaz. Lo va a necesitar.

























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