jueves, 17 de agosto de 2017
APEGOS FEROCES Y MEMORIAS POR CORRESPONDENCIA
Ayer me preguntaba - después de leer la entrevista de un artista, Serra, en El País- si es posible una actitud apolítica. No, no es posible, a no ser que seas un hipócrita -como el propio Serra- o prefieras vivir en la ignorancia. ¿Acaso si aceptas una entrevista en un medio como El País y te llamas apolítico, no te conviertes en un hipócrita? No es posible cuando ves a Trump justificando el nazismo -como lo hizo el País en su vomitivo titular de hace dos días- o cuando ocultas, como ha hecho el País, que han desahuaciado a una familia en Barcelona en pleno mes de agosto. O cuando ves a un sindicalista, Rafa Díez, que ha estado seis años en la cárcel, por su apuesta por la paz. O cuando te fijas en una mujer y sus hijos, convertidas en un espectáculo mediático, donde no se busca la solidaridad, sino el negocio y la información tergiversada y manipulada...
O cuando contemplas a una mujer drogada, desquiciada, pidiendo su ropa a un tipo impresentable en la playa de la Barceloneta...
Ayer también leí este libro de Vivian Gornick. Se la conoce como una feminista, luchadora por los derechos de las mujeres, pero pocos saben que, además de numerosos artículos y ensayos, escribió una autobiografía.
Comparado con el libro que hoy he empezado a leer, Comunidad, de Ann Pachett, no noto las mismas vibraciones. El libro de Ann Patchett está mejor escrito, sin duda. Sus personajes se han desarrollado con más talento y el libro tiene una estructura compleja; sin embargo, me deja frío. Ya he visto antes lo que me cuenta. No despierta mis fantasmas, ni siquiera, mi risa.
Aunque no he leído el libro, o, mejor dicho, las cartas de Emma Reyes, no dudo de su fuerza, aunque esté mal escrita y sin intención estética. Es la misma que encuentras en Apegos feroces.
Hay en esta novela, la de Vivian, un personaje terrible, brutal, gigantesco, el de su madre. Sólo con ese personaje la novela valdría la pena. Una mujer a la que temes y admiras, a la que detestas y de la que Vivian no puede liberarse. Los hilos entre madres e hijas son finos o, como aquí, pueden ser sogas que te asfixian o anclas que te despeñan.
Hay otros personajes de su infancia -en el Nueva York de los años cuarenta-, que, con pocos trazos, adquieren vida. Mujeres. Mujeres en medio de la pobreza. Mujeres, violadas y golpeadas por sus maridos. Mujeres liberadas por la locura o el sexo, que se convierten en modelos a seguir o a rechazar por la niña o adolescente Vivian. Anécdotas vívidas, auténticas. La realidad es explosiva, cuando la cuentas sin aderezos. Y un humor ácido, judío. Como no podía ser de otra manera. La risa, a veces, no es más que una manera de afrontar el dolor. Y el dolor o acaba contigo o te hace más fuerte.
La novela pierde garra, cuando intenta explicar el fracaso de sus relaciones con el otro sexo. Sus parejas -como su padre, curiosamente- son sólo pálidos reflejos. Se recupera, cuando al final del libro, vuelve su madre, el bucle, el ojo del huracán que la succiona.
Hay madres que te destruyen. Y otras, que alimentan tus pesadillas.
La clave del libro, en el fondo, está a mitad del libro. Vivian se da cuenta de que sólo el arte le proporciona felicidad. Escribir la ilumina. La salva. Ni el sexo, ni la relación con hombres, ni las conversaciones catárticas con su madre; no, lo único que llena su cuerpo de luz -una imagen brillante, por cierto,- es la literatura.
¿Vivian fue apolítica? ¿Lo fue Emma Reyes, que buscó también en la pintura -otra expresión artística-, un refugio para curar sus recuerdos de infancia? No lo creo. En su vida, en su escritura o pintura, mostraron su realidad, y, en el fondo, la realidad de su tiempo, la de los seres humanos que conocieron. Una realidad que siempre ha sido y será injusta y luminosa, maravillosa y cruel...
Como la vida.
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