martes, 29 de agosto de 2017
UNA TRISTE SEPARACIÓN
En este blog suelo evitar la política tradicional, esa que separa a las personas y se apoya en intereses económicos. Sin embargo, vienen meses terribles en los que la palabra será un arma de manipulación. Aunque, ¿cuándo no lo ha sido? Los medios de comunicación lanzarán andanadas, misiles, bombas de racimo. La guerra de propaganda, a partir de ahora, será brutal -esta vez, al contrario que en la guerra civil, ¡menos mal!, sin armas ni muertos-, y no sabemos qué quedará al final del combate.
¿Cuándo empezó este principio de divorcio? Algunos irían a un pasado lejano: Reyes Católicos, Borbones y Felipe V, Reinaxença, guerra civil, franquismo, transición fallida, estatuto recortado... Sí, son muescas, piedras. Una a una han ido alimentado la separación.
Otros acusarían al independentismo y al catalanismo, en general, de pesetero, interesado, insolidario, chantajista, victimista, fanático. Es una larga retahíla que he escuchado desde niño, incluso en personas que se llamaban progresistas.
Cuando la palabra se convierte en ruido, sólo nos queda el silencio...
La relación actual entre España y Cataluña me recuerda al divorcio de mis padres -salvando las distancias, por supuesto-.
Principio de la década del 90. Mi padre se amparaba en el contrato de matrimonio; mi madre, en cambio, decía que ya no lo quería. Mi madre tenía un objetivo claro. Mi padre sólo repetía una palabra, una y otra vez: no. Por supuesto, se divorciaron. Como no podía ser de otra manera. ¿Qué hubiera ocurrido si, cuando mi madre le pedía cambios, soluciones, a finales de los ochenta, mi padre hubiera sido capaz de dárselas? Tal vez no se hubieran separado. Pero mi padre se negó, no cambió. Y mi madre se cansó...
Por supuesto, no es lo mismo. Es más complejo, pero encuentro una similitud. El nacionalismo catalán y el independentismo está mejor organizado, tiene claros sus objetivos y su proyecto. Saben lo que quieren y, a estas alturas, no van a detenerse. Quien lo pensara, se ha equivocado.
Sin embargo, el nacionalismo español, tanto el de derechas -con una idea de España cerril y reaccionaria- como el de izquierdas -acobardada, por el miedo a perder votos-, sólo responde con la amenaza y la prohibición. A veces, me pregunto si, en el fondo, muchos españoles no desean que Cataluña se marche. No son capaces de promover un proyecto ilusionante de país en el que Cataluña se sienta a gusto. Se amparan en la ley -la constitución-, una ley viciada, que han hecho inflexible. Ahora es una cadena, no una mano tendida.
Como mi padre, España es un títere sin cabeza, incapaz de comprender por qué muchos catalanes desean romper con ella. No escuchan; no han escuchado. Ni siquiera lo han intentado. Es posible que como hizo mi madre con mi padre, los independentistas hayan convertido a España en la raíz de todos sus males, ocultando que algunos de entre sus filas, han colaborado en las desgracias propias.
No sé lo que pasará el uno de octubre. Creo que la gente votará. No sé lo que votarán. Ellos decidirán su futuro; no, nosotros. Creo que los políticos españoles no cometerán el error de impedir esa votación con soldados o guardia civil o policías, quitando las urnas, deteniendo a gente o prohibiendo partidos o con el artículo 155. Y, si lo hacen, sería un grave error, porque ya no habrá marcha atrás.
Me temo que Cataluña se irá, a no ser que se sea flexible e inteligente. Quizá pido demasiado para un país que es en Europa el quinto por la cola en inversión educativa. Un país que no ha sabido en cientos de años contruir un proyecto común. Quizá merezcamos que se vayan.
Si así ocurre, yo los echaré de menos.
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