lunes, 6 de julio de 2009

Viaje a Atenas (quinto y sexto día)


El quinto empieza como siempre con calor. Mucho calor. Una visita a dos museos: el de las Cícladas, sencillo, con una sorpresa: una exposición sobre la vida cotidiana de los griegos muy didáctica.
El otro, el museo bizantino, que surgió tras el éxodo de los griegos de Asia Menor perseguidos por los turcos. Sólo por ese origen valdría la pena su existencia. Además tiene iconos muy hermosos.
En cuatrocientos metros encuentras dos figuras femeninas -¿diosas? ¿madres? ¿vírgenes?- El mismo gesto, los brazos cruzados. ¿Acaso sueñan, quizá duermen? 3500 años las separan y cuatrocientos metros. ¡Y están tan lejos! Puedes estar tan cerca y al mismo tiempo tan lejos...
Poco más que museos y buscar sombra. Aún quedan cuarenta horas. Habrá que aprovecharlas de alguna manera...

Un concierto de vuelta por la noche. "Un ballo in maschera" de Verdi en las ruinas del foro romano. Siempre se agradece un poco de buena música.

Mañana el último día.

El sexto día empezó... con calor. Dos visitas a museos: el de instrumentos musicales, un museo pequeño que visité al mismo tiempo que unos niños griegos. Vi a los "descendientes" del aulós griego. Todo evoluciona. Y todo cambia y debe cambiar. Otra vez el nuevo museo abierto de la Acrópolis. Cuesta un euro y está a sus pies como ya dije. Me quedé una hora observando el conjunto de las metopas, el friso y los tímpanos que se conservan, los dibujos de J. Carrey de 1647 o el documental que repasa la historia del Partenón.
Al pasar por Plaka una camiseta pone: "tres razones para ser profesor, junio, julio y agosto". Sí, son buenas razones... Se convirtió en costumbre lo de ver un trozo de un partido de futbito a los pies de la Acrópolis. Jugaban con tensión, quizá demasiada. Se gritaban, se insultaban. Ponían la vida; en general, les faltaba talento, pero ahí estaba todo lo que tenían. O lo de ver el atardecer desde el Areópago. Por cierto un teniente y cinco soldados marchaban a paso militar cuando los turistas se habían marchado y lo hacían por los Propileos. Era un situación extraña, ridícula incluso.
Me parecía más interesante el tipo que se sentaba a dar de comer a los pájaros a esa misma hora delante de la Acrópolis: era el San Francisco de Atenas. O pasear solo de noche por las calles de Plaka.



O perderme de vez en cuando y descubrir en el hueco del techo de un pórtico -en un lugar por donde pasan cada día miles de turistas- tres polluelos en un nido improvisado; piaban y piaban y su madre de cuando en cuando les traía comida y comprobaba que estaban bien... Atenas y su tráfico. Atenas y su calor. Atenas y su suciedad. Atenas y sus indigentes y sus prostitutas y sus camellos y sus perros abandonados y su centro limpio y aseado, apto para turistas. Si no fuera por la Acrópolis, las ruinas y su historia y la belleza de algunas de sus mujeres -todo hay que decirlo-, Atenas no me llamaría la atención. Pero tiene todo eso. Y por eso estará siempre ahí.
La cuenta pendiente ha quedado saldada. Ya puedo decir cuando muestre a mis alumnos algunas de sus maravillas: yo estuve donde estuvieron Pericles, Sócrates, Demóstenes, Tucídides; sí, yo estuve allí. ¡Si hubiera máquina del tiempo para poder estar en el momento en que Atenas era el centro del mundo, poder ver todas sus maravillas y no sólo los restos de un pasado mítico! Pero no es posible llenar los huecos que nos ha dejado el paso del tiempo -omnia delet tempus et... homo-: para eso, para recuperar lo que se perdió, sólo nos queda la imaginación... O eso queremos pensar. ¡Ilusos!

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