Suena una música de jazz, ligera, divertida.
Dos matones, hermanos, para más señas, llaman a la puerta del joven amante de la protagonista. La abre, sin mirar por la mirilla -¿este hombre en qué mundo vive? ¡Es gilipollas! ¡Hay que mirar siempre! ¿No sabe que puede haber un asesino al otro lado?-. En fin...
Al mismo tiempo, la protagonista está preparando una subasta de cuadros. Poco después, estos chicos salen por el portal con una bolsa bastante pesada y la meten en el coche. Vemos uno de los cuadros: la cabeza de Holofernes ensangrentada. No hay más que decir.
Los matones, profesionales -por si alguien lo dudaba-, suben a un avión. Ya en las alturas, uno de ellos cierra la bolsa con un candado del siglo pasado. Y, más relajado, antes de tirarlo al océano, se toma un lingotazo...
Woody Allen, a estas alturas, se lo pasa bien. El trío de protagonistas es una sucesión de tópicos. Las referencias y autoreferencias son constantes. Es difícil no mantener una sonrisa de oreja a oreja durante toda la película.
-"Chicos -parece decirnos Woody, cuando pone la música de jazz-, que estoy de broma. No os lo toméis demasiado en serio".
¿Y qué decir del profesional, Dragos, asesino a sueldo, todo un clásico en sus películas, rodeado de patanes o estúpidos? ¿O el de la suegra, curiosa, que acabará con el asesino, embrollándolo todo?
Y París, claro. Porque están su lengua -Woody Allen ha rodado en francés-, sus parques, sus bocadillos, sus vestidos elegantes, sus casas de campo, sus buhardillas, sus cafés, sus mercados...
En fin, si hay una moraleja en esta historia es que el ser humano es estúpido y no tiene remedio. Hay que admitir que el mundo es absurdo, un azar ridículo, o como diría Woody: "Ya se sabe, las suegras lo joden todo y los profesionales te sacan del embrollo".
Y lo demás, es un sinsentido.
¡Bravo, Woody! Eres un grande...
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