jueves, 29 de diciembre de 2022

EL SALVAJISMO Y LA CIVILIZACIÓN

 

Dibujar es trazar ideas, metáforas de la realidad... Civilizar lo que nos aterra...


¿Es casualidad que las favoritas para los Goya y los Óscar del próximo año aporten su granito de arena en esa lucha eterna, en esa reflexión inmemorial desde el comienzo de la filosofía, entre el salvaje y el hombre civilizado, entre el caos y el orden? Quizá nos sentimos atraídos en estos tiempos, antes de que la catástrofe nos avasalle, por un dilema moral sin salida. 

¡Qué mayor grado de civilización que un mundial de fútbol en el que Argentina se ha impuesto en estadios construidos con el "sacrificio" de cientos de obreros muertos y para mayor gloria de una élite de tiranos amparados por los petrodolares y de unos empresas sin conciencia moral alguna, mientras en Perú dan un golpe de estado y matan en las calles a decenas de personas, sin que nos importe en absoluto! ¡Qué civilizado es esta guerra de Ucrania que enriquece a las grandes empresas armamentísticas, mientras las de reconstrucción esperan su momento, cuando ese país que ya no existe, se divida oficialmente en dos! Un nuevo telón de acero, aunque esta vez, sean dos sistemas capitalistas, ansiosos por controlar los recursos, los que se disputan la riqueza y el poder, bajo falsas premisas de democracia y libertad. Pero nos lo merecemos; somos cómplices, cuando los votamos o preferimos el mal menor o disfrutamos del panem et circenses... 

Me viene a la memoria la imagen inicial de la película de Peckinpah, Grupo salvaje.

Somos escorpiones y, rodeados por las llamas, nos clavaremos el aguijón. La Tierra, si sobrevive, estará mejor sin nosotros...


Mientras tanto, hacemos preguntas. El arte se encarga de hacerlas, plantea dudas... Y algunos, -directores o productores-, ganarán premios y dinero. Que el sistema, hasta que se clave el aguijón, se adaptará y sobrevivirá, incluso, a sus críticos o a sus artistas, más o menos amoldados al statu quo, es un hecho.

Me sorprende el tono ingenuo, casi bucólico de Almas en pena de Isherin, y la carga de violencia que aparece de manera puntuada. La sencillez de la trama, la simplicidad de los personajes no oculta el mensaje profundo que recorre toda la película.

Principios del siglo XX. Irlanda.
Al otro lado, en la costa, hay una guerra civil. A este lado, dos hombres, -hasta hace unos días, amigos-, se acabarán odiando. Uno busca dar sentido a su vida, civilizarse; el otro se siente a gusto en su entorno natural, no desea más que el terruño, sus animales y la pinta de cerveza diaria. ¿Por qué debería cambiar?
¿Quién es el salvaje? ¿Quién es el civilizado? La violencia, dicen, nos hace progresar. Sin ella, no habría evolución, nos quedaríamos en el mismo punto. No habría Mozart ni Einstein.
El salvaje pide “amabilidad”; el civilizado, como respuesta, se corta los dedos...

En A bestas, encontramos algo parecido. El civilizado es un francés -¿quién podría serlo, si no? ¿No es allí donde nacieron nuestras normas sociales de comportamiento y la democracia moderna, tras unas cuantas cabezas cortadas en la guillotina y varias revoluciones aplastadas a sangre y fuego?-; quiere llevar solidaridad y revitalizar una zona empobrecida; se esfuerza y trabaja como lo haría un Hesíodo amable y optimista que desea volver a la utópica Edad de oro. Pero los pobres no son buenos salvajes; no quieren seguir trabajando como bestias; prefieren el dinero que les ofrece una multinacional de la energía eólica.
Aquí, el salvaje, quiere civilizarse, conduciendo un taxi, convirtiéndose en un empresario autónomo, un emprendedor, aceptado por el sistema capitalista; rico o pobre, el salvaje 
detesta al nuevo inmigrante, sea elegante, cultivado y educado o nos venga en harapos, tras sobrevivir a una vallas en Melilla, a las palizas de un policía o a las olas del Mediterráneo: fronteras de una Europa en declive. Así que, el civilizado desea volver a nuestras raíces, ecologista de nueva planta, un Rousseau que no busca el beneficio inmediato. Las leyes no protegen la civilización, aunque, al principio de los tiempos, esa fuera su objetivo, como pensaría un Solón o un Voltaire, un Montesquieu o un Tiberio Graco; miran a otro lado o son impotentes.

En Alcarrás, el motivo es similar –una multinacional eólica (¿casual o es una realidad que no aparece en las crónicas oficiales de nuestros regímenes democráticos, preocupados porque el petróleo o el gas sea demasiado caro, despierte al pueblo narcotizado y les obligue a buscar alternativas?) ofrece dinero por las tierras-, pero aquí el documental se impone a la ficción, sin apartarla del todo. El conflicto se transforma en algo más íntimo, familiar: otra guerra civil entre hermanos. Los niños no entienden el lenguaje de los mayores. El mundo rural se transforma, pero no se sabe en qué dirección.

El monstruo en Mantícora o en Tar no es colectivo, sino individual. Ni siquiera él/ella sabe que lo es o no quiere admitirlo. Un hombre amable, tierno, educado/una mujer genial, arrogante, influyente esconden al salvaje que sueña con devorar al inocente niño/a. El monstruo solo puede sobrevivir, si, por un lado, él, el protagonista de Mantícora se convierte en un enfermo, impotente, atendido por una mujer “madre” que se transforma, a su vez, en una devoradora de almas, en una cruel y tierna cuidadora. O por otro, ella, Tar en una desterrada, una exiliada, paria y olvidada por un mundo hipócrita que antes la adoraba y ahora la ha expulsado del paraíso.

¿La película de Spielberg, The Fabelmans, responde a este paradigma? Tal vez no, aunque, si quitamos los conflictos familiares de clase media norteamericana -recurrente en todo el cine de Spielberg- y las pesadillas diarias que vive un adolescente de instituto, ¿no podríamos decir que el cine, en este caso, revela, ilumina los monstruos que nos acosan?

El cine le sirve al protagonista para afrontar sus miedos, deteniéndolos en el tiempo, repitiéndolos una y otra vez; también para descubrir la verdad, la que sus padres prefieren no ver. La sala de montaje se convierte en un lugar donde el mundo, el verdadero, - no el que creemos que es real-, se revela. El arte nos convierte en parias, como al tío materno; nos aleja de los seres queridos, pero nos descubre el horizonte que busca John Ford, interpretado por un gran David Lynch.

Debemos elegir: entre el arte o la vida. Entre ser salvajes o civilizados.

Sabemos que eso es imposible.


Escribir es trazar líneas con tinta para que sobrevivan al tiempo... 





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