lunes, 1 de agosto de 2022

VILACAIZ (y II)

 

Se escucha el canto de un gallo, ladridos de perros, algún mugido ocasional. Son los sonidos con los que comienza una mañana aquí. 

Mi amigo sabe que necesitará mucho tiempo y trabajo para levantar todo esto de nuevo. Aunque, como yo, es un urbanita, su mirada ya no es la misma que pueda tener yo. "Ahora soy un terrateniente", me dice con sorna. En estos días, por las tardes, ha hecho una zanja para dirigir un reguero de agua que uno de los vecinos ha dejado libre dejándole una parte de la finca anegada. También ha cortado las malas hierbas, arreglado la lavadora o el horno. Está dispuesto a tomarse muy en serio este tipo de vida. 

Le acompaña Luka, una perrita de trece años. Una "viejita", como la llama mi amigo cariñosamente. Casi siempre está durmiendo; sólo cuando intuye que le van a dar de comer, sus ojos brillan. También cuando persigue a unas ovejas alocadamente. Es como si despertara de repente su instinto natural de cazadora. 

Nos dicen que en los alrededores han llegado a ver a algún lobo. También jabalíes o zorros. Uno de ellos fue quizá quien debió dejarnos su tarjeta de visita en forma de deposición una noche en la escalera. 

En Vilacaiz, aldea la llaman por estos andurriales, no hay más de veinte vecinos. Y la mayoría vienen o los fines de semana o en verano. La carretera comarcal, la que te lleva a Currelos, el pueblo más cercano, separa las fincas de unos y otros. A nuestro lado de la frontera asfaltada tenemos la iglesia y el cementerio. En la iglesia, en la que sólo se celebra misa el primer domingo de cada mes, quedan algunas lápidas, colocadas en los muros que la protegen. Son las más antiguas que he logrado encontrar; no van más allá de los años cuarenta. Imagino que los demás huesos de antiguos parroquianos o fueron trasladados o se encuentran bajo el campo de margaritas. 


Todos los caminos aquí tienen un sentido. El asfalto no llega más allá de unos metros, los que necesite el propietario para el coche. Enseguida se convierten en senderos de tierra firme y bien asentada, que separan los terrenos y comunican a unos propietarios con otros. En las fincas encuentras desperdigadas, en paquetes bien atados, la paja o el forraje; a veces está cubierta por un plástico para que conserve la humedad y el sabor. 

Es importante llevarse bien con los vecinos, pero no siempre es posible. Ya se sabe: conflictos con los linderos y los límites de este o el otro, que si ese camino es privado, que si las ramas del árbol te pertenecen y el tronco, no. También se piden favores. Así que los vecinos son amables con mi amigo; no solo es el carácter abierto del gallego, que también, sino sentido común. Nunca sabes cuándo puedes necesitarle. Hay interés, por supuesto. Llegar a acuerdos y no arrastrar litigios es importante; o que tus ovejas puedan pastar en otra finca; o que tengas una salida para el coche más cómoda. Y a mi amigo en estos primeros encuentros le llueven los pepinos, tomates y lechugas del huerto de este; o el albariño o el orujo casero de aquel. Quid pro quo. La gente del campo es práctica. Le va en ello la vida. Alguno da consejos que mi amigo no ha pedido o atraviesa la finca sin pedirle permiso. Tendrá que poner los límites y saber moverse en este nuevo lenguaje con sus reglas y su vocabulario particular.

Currelos es el pueblo más cercano. Tampoco es que haya mucho que ver: farmacia, un bar, un albergue privado, alguna tienda de ultramarinos. Si quieres ir al médico o empadronarte debes ir más lejos, a Vilasante. Y para asuntos de mayor enjundia como juzgado u hospitales, Monforte. El coche es imprescindible para moverse por aquí. Así que se entiende que llevarse bien con los vecinos sea tan importante.

Una pareja, con la que mi amigo tiene vecindad, nos invita a tomar pulpo en Currelos. Han recibido a mi amigo con los brazos abiertos. Él es un hombre cabal, directo, gusta del vino y la buena comida; es trabajador. Lleva sus vacas a pastar, hace la matanza, se ocupa de los terrenos. Le cuesta hablar en castellano; enseguida le sale un gallego cerrado y a veces nos cuesta entenderle. Ella, sin embargo, habla un castellano perfecto con acento y palabras gallegas bien condimentadas. Trabaja en otro pueblo de cocinera; se ocupa también del huerto. Habla, sí, por los codos. Si alguien nos ha informado de casi todo es ella. Debe conocer todos los secretos de la aldea; es una magnífica fuente de información. 

Hoy en Currelos, como todos los días veintiséis de cada mes, hay mercadillo. Y en una plaza han montado un tenderete con mesas y bancos corridos. El pulpo está muy bien hecho. En general, la comida gallega es sencilla y contundente. Y el nivel de vida de Galicia te permite vivir con cierta holgura, en general. 

Por la tarde escuchas el coro de perros, aullidos que se responden unos a otros. Las vacas y terneros del vecino, cuando dejan de pastar, nos miran sorprendidos. En un año esos terneros serán filetes; no lo saben, claro, así que ahora, inconscientes, degustan el pasto. 


Las ovejas, tras ser perseguidas por Luka, más tranquilas, devoran con fruición la hierba. 

Se levanta de vez en cuando una ligera brisa. 

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