Dicen que un benedictino a principios del siglo XVII transcribió erróneamente un documento del siglo XII. En el original ponía Rovoyra Sacrata, algo así como "robledal sagrado". El roble siempre ha sido en las culturas celtas un árbol divino. El monje escribió, en cambio, Rivoyra sacra y así es como ha llegado a nosotros.
El Sil y el Miño han creado valles profundos, cañones ricos en tierra cultivable. Los viñedos se agrupan en terrazas con pendientes, en algún caso, bastante empinadas.
¿Llegó el vino con los romanos? ¿O fue más tarde, cuando los monasterios descubrieron un negocio que les proporcionaría cuantiosos beneficios? Los historiadores no se ponen de acuerdo. O eso nos dice una guía de uno de los paseos en ferry por el Sil. Nos confiesa que quiere presentarse a las oposiciones de secundaria para la pública; pocas plazas para muchos pretendientes. Nihil novum sub sole.
De entre esos monasterios destaca el de San Esteve. La iglesia tiene dos retablos; el renacentista preside el coro. Hay otro en piedra, románico, más atractivo: representan en una figuras esquemáticas, estilizadas a Jesucristo rodeado de sus discípulos.
Transformado el resto del edificio en un parador aún conserva tres de los claustros. Dos son renacentistas y el último combina el románico con el gótico tardío. En las paredes de este hay unas pinturas; difícil distinguir cuál es tema. Aún quedan restos del color.
Estos monasterios se enriquecieron en la Edad Media; fueron abandonados en el XIX. Entre las dos fechas podrían contarse muchas historias.
En los altos de estas colinas puedes encontrar restaurantes. Además de la vista de los valles, disfrutarás de cocina casera. Sus propietarios suelen ser familias: verás al padre, la madre y los hijos. En O cova, mientras contemplas el cañón del río Miño, te ofrecerán carne a la parrilla. Los postres caseros no quedan a la zaga.
Se cuenta que el fuego está quemando los bosques de estas tierras; aquí, al menos, por lo que he observado, todavía no ha llegado. ¡Al tiempo!
Estuve en Orense hace casi veinte años. No recordaba la Catedral y es extraño, porque no te deja indiferente. A la entrada un cartel nos agradece el que hayamos dejado un donativo; sorprende, porque el pago es obligatorio para poder visitarla. Debe de ser el sentido del humor gallego.
Tenemos un gótico elegante, pero que conserva ejemplos de otras tendencias. Esculturas románicas, sobrias, distantes; portadas románicas que recuerdan a la del maestro Mateo; una capilla barroca, la del Santo Cristo, brillante: necesitas salir para poder recuperar el aliento. ¡Tanta es la riqueza y el esplendor que atesora! El altar mayor se mueve más en el Renacimiento. Las figuras del coro no desmerecen.
Recordaba un museo arqueológico; me agradó porque era sencillo y aprovechaba con pocos medios el espacio que tenía. Me lo he encontrado en proceso de restauración con una fachada cubierta de andamios.
Había también una calle llena de bares. Si es la misma que he visto ahora, los bares se han transformado en restaurantes y han ocupado la calle con terrazas que no dejan sitio a los paseantes. El turismo lo devora todo.
Para salir del centro está el puente romano, bañado por el Miño. En este siglo XXI también tenemos el puente al estilo "Calatrava". Lo podían haber llamado del "descubrimiento"; aquí recibe el nombre de "el Milenio". Es curiosa la pasarela peatonal en forma de anillo; un hilo muy fino y elegante. Al otro lado, subiendo una cuesta pronunciada, llegas a la estación de tren.
El AVE te llevará a cuatrocientos kilómetros por hora -en su tramo más rápido- hasta Madrid en dos horas. Visto y no visto. Más bien, lo segundo.
Los viajes, ¡ay!, ya no son lo que eran.
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