domingo, 31 de julio de 2022

VILACAIZ (I)

 

Un amigo se ha comprado un terreno en Vilacaiz, a una hora de Lugo y Orense. Me invita a pasar unos días. Acepto de inmediato. Me aburro aquí, aplatanado, con temperaturas que no bajan de los cuarenta. 

El lunes, el día de mi onomástica, me subo al bus. Como no he salido de casa en una semana, me crece de inmediato una ligera irritación, fruto obligado de un contacto humano no deseado. Se me pasará, es una primera reacción alérgica que no me dura demasiado tiempo. Cuesta adaptarse al ajetreo de una estación, a los ruidos, los olores, a las maletas que van de un lado a otro, a las mochilas y sus espaldas. Uno huiría de lugares así, a no ser que no tenga más remedio que viajar; la asfixia podría con uno y te aplastaría inmisericorde, pero aún conservo resistencia física suficiente para sobrellevar la antítesis de lo que busco: soledad, tranquilidad, un clima suave y amable. 

Por las ventanillas pasa a toda velocidad el paisaje de Castilla y sus colores: el amarillo ceniciento y el verde apagado. Llanuras amplias, diminutas colinas. Trigo y algún campo de girasoles puntúan una línea recta y definida de un horizonte ilimitado. Cuando las colinas se transforman en montes o bosquecillos, los tejados de pizarra cubren las casas y el verde brillante sustituye a los colores apagados, ya sabemos que nos encontramos en Galicia o muy cerca. Los contornos se definen mucho mejor. Molinos de viento en las cimas de las colinas; paneles solares a la entrada de los caserones. 

Desde Lugo el camino a Vilacaiz es una sucesión regular de valles y colinas boscosas. Las poblaciones diseminadas, terrenos de pasto, bosques de eucaliptos y pinos o, más autóctonos, de castaños y tejos. Algún erizo muerto en la carretera; no conocía el lenguaje de los hombres. Los gatos, asilvestrados, rehuyen el contacto humano. Los perros ladran o ahuyan; muchos de ellos, atados, pierden la cabeza, prisioneros, anhelando la libertad. Las ovejas devoran la hierba en un gesto repetido y obsesivo; los terneros y sus madres, vigilan al paseante, cuando este se detiene a observarlas. 

Mi amigo y yo, entre las historias que nos han contado los vecinos y algunos documentos, descubiertos en el cajón de un armario, hemos ido desentrañando la vida del antiguo propietario de esta finca. 

Un tal Camilo, que nació en el mismo Vilacaiz, muy pronto, joven, se marchó a trabajar a Madrid. Allí consiguió un puesto de guardia de asalto, como mi abuelo; pero tuvo más suerte o más contactos, porque enseguida obtuvo un puesto entre los guardaespaldas de Franco y, cuando este murió, de Juan Carlos I: la Transición en estado puro. Rebuscando entre los objetos que no se tiraron, encontramos una revista fechada en noviembre de 1975. El titular dice: "Franco se despide de España". En la fotografía el dictador, como un padre amoroso, sonriente, mueve las manos, como si se alejara de nosotros, con tristeza. 

Mientras pasaba el tiempo, echando de menos su pueblo, imagino, se acostó con una chica toledana; sería una de tantas, debió pensar. Pero está se quedó embarazada y le dijo que iba a tenerlo y que se tenía que casar con él, sí o sí. Fue un mal comienzo para el matrimonio. Tuvieron otra hija y la relación se consolidó de cara a la galería -entre engaños por una parte y recriminaciones por la otra-, pero él, seamos sinceros, nunca la amó. 

En los años ochenta se compró la parcela y construyó la casa. La cocina y el baño son de esa época; se nota que debió de haber alguna reforma posterior, pero no se cambió casi nada. La familia, más o menos avenida, venía en verano al pueblo; en invierno se quedaban en Madrid.

A mediados de los noventa a la madre le diagnosticaron cáncer. Camilo no tuvo ningún reparo en apartarse de ella en sus últimos meses de vida. No fue a verla al hospital; tal vez ni siquiera asistió al entierro. Sus hijas no se lo perdonaron. Nunca volvieron a pisar este sitio. Así que Camilo vivió sus últimos años solo, entre su casa de Madrid, en Aluche, y su terreno de Vilacaiz. Su carácter seco y distante se agrió más; tuvo algún conflicto con algún vecino del pueblo que llegó hasta los juzgados. 

Un día de otoño en Madrid notaron el olor de su cadáver en descomposición. Había muerto tres días antes. 

Este hombre compró años atrás una tumba familiar en el cementerio del pueblo; es un lugar pequeño, sencillo. Las sepulturas, modernas, de granito pulido, están bien cuidadas; no hay caminos asfaltados, a no ser uno que rodea el cementerio por su parte interna. En el centro, han dejado crecer las hierbas y algunas flores: margaritas, sobre todo. 

No enterró allí a su mujer. Tampoco él está enterrado. Su tumba es una tumba vacía, sin letras, sin fechas. 

En la franja superior aparece desleído, como si el tiempo se hubiera encargado de borrarlo, el nombre y apellidos de nuestro personaje y el del pueblo que le vio nacer, cincelados tímidamente en el granito.

La finca que ha comprado mi amigo es grande: tiene espacio, si así lo quiere, para un huerto, un invernadero, para que pasten ovejas o terneros; hay plantados árboles frutales: manzanos, perales...  picoteados por los pájaros. Algún castaño. La casa, en el centro de la finca, necesita de algunas reformas. A la parte habitable se llega por una escalera. Debajo hay un establo que guarda decenas de aparejos para el campo; incluso hay un carro de madera, carcomido; tal vez un recuerdo familiar de Camilo. 

Se pone el sol. Los atardeceres aquí se me hacen tardíos y trágicos, sanguinolentos. El cielo se cubre de un rojo brillante y espléndido. 



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