En estos últimos días he podido ver algunas películas; todas han ganado ya premios este año y conseguirán unos cuantos más en el próximo. Algunas se acaban de estrenar; otras las veremos en el cine en poco tiempo.
Aunque comenzaré por la de Almodóvar, Madres paralelas, que se puede ver desde septiembre.
Reconozco que esta vez he podido verla... sin pensar que era Almodóvar su director. Y eso es tal vez su mayor defecto y debilidad. Dejo a un lado la trama paralela que intenta explicarnos la ley de memoria histórica y que nos cuenta, en escenas que son discursos ideológicos y políticos -hubiera sido mejor rodar un documental sobre el tema que soltarnos ese "rollo" a través de los personajes-, la incapacidad que tiene este país de ponerla en marcha. Para los que ya sabemos la vergüenza que supone que seamos el único país que tenga a miles de muertos en las cunetas sin un entierro digno ochenta años después se agradece el gesto de Almodóvar. Para los desmemoriados o a los que no les interesa es, sin duda -y estaría de acuerdo con ellos-, la parte más floja del guión. Me pasa lo mismo con alguna referencia a la violencia de género, muy puntual, o la relación lésbica que surge entre sus dos protagonistas; son gestos de cara a la galería, que intentan acercarse al público y a sus preocupaciones actuales. Y se nota demasiado.
La historia central que gira en torno a la maternidad, la pérdida de un hijo, se sostiene con dos buenas interpretaciones; sobre todo, la de una Penélope Cruz, contenida, en un personaje que es complejo y ambiguo; y aún así, no logra que te identifiques plenamente con ella. Todo es convencional. Y el final "feliz", al menos para los protagonistas, es forzado. Tienes la sensación de que Almodóvar ha perdido chispa. Cualquier otro podría haber hecho esta película y no hubiera habido demasiadas diferencias. Y eso, si hablamos de Almodóvar, debería preocuparle.
Algo diferente debo decir de otros dos directores con amplia trayectoria. El contador de cartas de Paul Schrader y el poder del perro de Jane Campion.
Paul Schrader se apoya en una puesta de escena sobria; y es todo un reto teniendo en cuenta que el argumento se mueve en un mundo, el de los casinos, que podría haberle llevado a movimientos de cámara compulsivos y a planos generales al estilo de su productor y amigo Scorsese. Los hay; son inevitables, pero el mayor acierto del guión está en un personaje encerrado en sí mismo. Y esas son las mejores escenas. La cárcel se convierte en una metáfora que recorre toda la película -tanto la de Abu Ghraib como las militares, sin olvidar las habitaciones de hotel en las que se encierra el personaje-. No puede evitar cierto tratamiento convencional, sobre todo, en los otros dos personajes secundarios, pero el protagonista y Schrader te atrapan hasta el tramo final.
Antes de terminar con Campion, incluyo a Sorrentino que ha estrenado Fue la mano de Dios.
Hay grandes aciertos; la primera media hora felliniana por los cuatro costados es agradable; incluso, divertida. Es brutal cómo nos cuenta lo que fue el punto de partida de la historia; según parece los padres de Sorrentino murieron asfixiados por un escape de gas y él se salvó, porque fue a ver un partido de Maradona. Quien ha perdido de manera repentina a un ser querido, como a mí me ocurrió hace siete años, reconoce ese dolor. Y Sorrentino sabe contarlo muy bien. Algún personaje, como el director teatral, provocador, un maestro espontáneo, vale su peso en oro. Pero hay otros momentos en que Sorrentino se recrea demasiado en sí mismo y, entonces, a ratos, me alejo de la historia.
De mayor complejidad es el retorno de Jane Campion.
El punto de partida es una gran novela, un clásico norteamericano, según parece, y eso se nota. Campion lo aprovecha, construyendo personajes retorcidos, contradictorios, crueles. Tanto la madre, que se casa con un rico terrateniente, como el hijo adolescente lo son y, en este último caso, su evolución es magistral; y también el vaquero, hermano del terrateniente, que no es capaz de adaptarse a ese nuevo mundo que se avecina; nunca es consciente ni quiere admitir que su masculinidad es frágil y eso le condena. Una trama que al comienzo se apoya claramente en el enfrentamiento entre la madre y el vaquero, al final acaba girando en una dirección muy distinta, cuando se nos coloca en primer plano al adolescente. Jane Campion sabe dar, además, al espacio una entidad propia. Sin duda, mantiene el interés hasta el final, dejando ese sabor amargo que siempre te deja quien ha sabido mostrarte el lado oscuro que todos tenemos y que no somos capaces de admitir, ni siquiera ante nosotros mismos.
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