En el séptimo episodio del decálogo asistimos a un conflicto en el que la maternidad es la clave; una maternidad entendida erróneamente como posesión y carencia.
Una mujer joven, adolescente, tiene una hija; la madre -la abuela de la niña- decide mover los hilos para tener la patria potestad, pero no sólo eso, incluso le quita a su propia hija la posibilidad de ser madre, la sustituye en ese papel. Pasados los años, la joven decide llevársela. En medio dos hombres -uno, el abuelo, sometido; el otro, el padre, obligado a alejarse- son la personificación de la impotencia.
El final nos deja la sensación de que la víctima principal de esta historia será una niña -con pesadillas frecuentes- que crecerá escindida, rota. El amor materno puede ser terrible, si no viene acompañado de madurez y generosidad. Emociona ese último plano: la mirada perdida, confusa de una niña con un futuro incierto...
En el octavo, partiendo del conflicto moral del episodio segundo -una mentira, a veces, es necesaria para salvar una vida-, volvemos al pasado. Una niña judía en 1943 recordó toda su vida que fue rechazada por una familia; la decisión la tomó una mujer a la que ella admira. Necesita saber el porqué en 1988.
Se construye una relación de amistad, poco a poco, apoyándose en mínimos detalles. Hay quien quiere volver al pasado, pero también quien -como ocurre con el hombre que pudo ser el padre adoptivo de esa niña- prefiere olvidar...
En el noveno hay una relación de pareja con el engaño, los celos y el amor; a pesar de las dificultades que surgen y el dolor que supone; al final, eso les hará más fuertes.
Como curiosidad mencionar que, en una trama secundaria aparece un personaje, el de una cantante con problemas de corazón, un precedente evidente de la protagonista de La doble vida de Verónica y el nombre de un músico ficticio, Van den Budenmayer, que será clave en las películas posteriores.
El décimo es una farsa en la que dos hermanos hacen causa común tras recibir la herencia paterna: unos sellos de gran valor.
Serán engañados y se quedarán sin nada, pero la risa final de ambos les descubre lo verdaderamente importante: ellos mismos y una pasión que desde ese momento van a compartir.
Kieslowski, Piesewicz y Preisner ya estaban preparados para dar el salto a Europa. La caída del muro, un año después, les abrió las puertas de un cine francés que les recibió con los brazos abiertos. Y ellos aprovecharían, sin duda, los cuantiosos medios y la distribución que les ofrecerá su industria.
La doble vida de Verónica y la trilogía de los colores culminarán en un solo lustro y a gran altura la trayectoria de Kieslowski.
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