Si una película puede definir el concepto de romanticismo, esta se llevaría la palma con creces.
Hay una modernidad, integridad y fuerza que pocas películas tienen. Y esta la conserva, aunque pertenezca al 39. A veces los años no pasan; simplemente nos devuelven a ese tiempo, porque también es el nuestro.
Es un amor condenado, porque los dos saben que sólo serán felices un tiempo muy breve; y lo viven con la intensidad que sólo es posible, cuando se sabe que se escapa de entre los dedos.
Los diálogos de Prevert y la elegancia y la poesía de Carné se encuentran y nos emocionan. No es un amor hueco, ni siquiera naïf. Es triste y desesperado; sobrio y elegante.
Jean Gabin encarnaba con Carné en todas sus películas un personaje muy similar; un hombre que no puede admitir las injusticias, que se revuelve ante el mundo; íntegro y popular, cercano y exiliado. Un romántico, a su pesar, o, precisamente, porque es un hombre honrado.
Fue una película vetada, considerado inmoral en su época; tal vez porque ambos despiertan en una habitación de hotel -ella, aún en la cama; él, terminando de vestirse-; o porque no oculta la desolación de sus personajes o por los hermosos diálogos entre los dos protagonistas.
Jean, el personaje de Gabin, va a morir en los brazos de Nelly: -Bésame, ¡date prisa!
Hoy en día lo que podemos ver es una hermosa historia de dos perdedores.
Contada como lo haría un poeta.
Hay directores que despiertan tu interés, porque son capaces de decirte cómo es la realidad y hacerlo de manera cruda, sin ocultar lo que hay.
Quizá de los documentales que ha hecho Kazuo Hara, otro gran desconocido, sea este. El protagonista es un hombre, Okuzaki, que, obsesionado por lo que ocurrió durante la guerra, toma la decisión de dedicar su vida a que se haga justicia o, por lo menos, a que se sepa qué sucedió.
Hechos tan terribles como el canibalismo o la ejecución de dos personas inocentes se van descubriendo ante la mirada cobarde -la mayor parte- de sus compañeros de entonces, en unas entrevistas tensas, directas. Nadie pagó por esos crímenes. Se hizo tabla rasa. Casi todos quieren olvidar y pasar página ante sus crímenes o sus debilidades. Okuzaki, no. Su misión fue no olvidar a las víctimas, ni a sus verdugos.
El director nos muestra a un hombre íntegro, -estuvo con él más de cinco años, acompañándole en "esa cruzada"- aunque esa integridad le lleve a actos de violencia y hasta al asesinato.
Es una mirada, sin duda, agria. Después de una guerra muchos quieren olvidar. Pero la memoria es fundamental; tanto para los muertos, como para los vivos.
Ozu empezó a hacer cine en los años 20. Y ya en sus últimas películas mudas había conseguido encontrar su propio estilo; es decir, planos fijos de espacios vacíos, cámara baja, poniéndose a la altura de alguien que estuviera sentado, conflictos familiares.
Es posible que antes de la segunda guerra mundial, estuviera más preocupado por la soledad del hombre, obligado a conseguir un éxito social, fuera como fuese, y fracasando en el intento. Después, su interés iría más encaminado a mostrar cómo la sociedad se transformaba, perdiendo sus raíces.
Hasta el 36 se negó a rodar con sonido. Esta es su primera aportación. Ya es el mejor Ozu.
Un ritmo reposado y una historia sencilla; en realidad, no ocurren muchas cosas. Una madre visita a su hijo; piensa que es un hombre de éxito. Descubre que no lo es. No hay más. Las historias paralelas; la del hijo, profesor de primaria -despreciado por serlo y eso dice mucho de la sociedad japonesa de esos tiempos-, la de la propia anciana con un niño al que ayuda, la de la mujer del hijo, no se alejan demasiado del nudo principal: la relación madre e hijo y la decepción y el fracaso compartido y vergonzante.
Sería una historia convencional, sin duda, si no fuera por el estilo. Hay formas de contar que no se olvidan. Y Ozu ya sabía hacerlo. El plano de un sombrero, tirado al suelo de una habitación, el de una puerta cerrada o el de un pasillo vacío después de una conversación sincera, dura entre madre e hijo, deja un poso.
Y es espiritual y material. La esencia de una mirada que, aunque venga de Japón, es también nuestra.
Humana, en su más amplia acepción.
Something wild pertenece a esas películas extrañas, rara avis, poco conocidas, que surgieron en los años sesenta al margen y al borde del sistema de estudios.
Película independiente, pero, además, con posibilidades: una actriz como Carroll Baker, un creativo, -así lo llamaríamos ahora; en realidad, fue un artista-, Saul Bass, el músico Copland o un gran director de fotografía, Jack Garfein.
La historia es sencilla. Una mujer sufre una violación -descrita con una sencillez y sequedad brutal-.
Es difícil olvidar no tanto la escena de la violación, sino sus repercusiones, contadas de manera muy simple; su soledad en la habitación, en el baño, en el banco de un parque, paseando por las calles de la ciudad. Dejan una huella profunda en el espectador, sin necesidad de exagerar, sobrio, sin remarcar; simplemente, mostrando detalles, gestos, miradas, silencios, sin palabras...
Ese hecho provoca un cambio; le hace replantearse todo. ¿Qué estoy haciendo con mi vida? Y la cambia por completo; aunque no sabe muy bien cómo hacerlo.
Otra directora, Ida Lupino, una década antes, había mostrado también las consecuencias de una violación en Outrage, Ultraje, en una sociedad que las dejaba completamente apartadas, sin ayuda, marcadas. No hace falta decir que todavía hoy existen marcas de ese tipo, aunque sean más sutiles.
Era un primer intento, interesante a veces, -sobre todo, cuando se esfuerza, desde un punto de vista femenino, en comprender la necesidad que siente cualquier mujer que ha sufrido esa violencia tan terrible de huir y aislarse-; observada por unos, juzgada por otros -no hizo lo suficiente-, compadecida por los más cercanos; atormentada, porque ya no puede sentir ni confiar en una relación de pareja tradicional, en la que el sexo se convierte en algo sucio y despreciable. Sin embargo es más convencional en el planteamiento y, sobre todo, en su desenlace.
La gran aportación de esta película, dirigida por un autor teatral, es cómo muestra la vida cotidiana de una gran ciudad, Nueva York, y el vacío interior y material que pueden sentir muchos de sus habitantes.
Es la indagación psicológica de un personaje femenino, pero, también, sobre todo, el reflejo de una crisis existencial, no sólo de la mujer, en unos tiempos en los que el feminismo, tal como lo entendemos, empezaba a consolidarse en la sociedad occidental, sino de la soledad que sienten gran parte de sus ciudadanos, sean hombres o mujeres, devorados en estas grandes megalópolis, por su ruido e indiferencia.
Sólo con los títulos de crédito de Saul Bass bastaría para que esta película fuera recordada. Y en ellos hay un reflejo de esto último.
Vale la pena que los disfrutéis, si habéis leído hasta aquí estas líneas.
En resumen, una película desconocida que merece revisitarse, a pesar de alguna parte menos consistente -el personaje de la madre y el de un hombre que acabará influyendo en la vida de la protagonista más de lo que parece, cuando le conoce en circunstancias muy dramáticas... -.
Y, con todo, esos personajes secundarios son mucho más interesantes, peculiares, sorprendentes de lo que pueda parecer a simple vista.
Hace dos años Mariano Llínás estrenó una película en 6 episodios, La flor. Su duración: 14 horas.
Por supuesto, muy pocos la han visto en cine. Y, algunos más, en internet.
En estos momentos se puede aprovechar para verla; tal vez no dure mucho, sólo durante el confinamiento.
Los episodios tienen como hilo conductor al director y a cuatro actrices de un grupo de teatro. Fue un rodaje largo, más de diez años.
Si algo tiene esta cinta es imaginación. Y un juego metalingüístico, literario y cinematográfico continuo en el que el espectador debe aceptar desde el principio las reglas que el director propone.
Se juega con el género -sobre todo, de serie B o Z, películas de espionaje, musicales peculiares-, modelos literarios que se mueven entre Borges y Lucano, pasando por Sarah Evans y su diario de cautiverio, e, incluso, la presencia del equipo de rodaje y guiños al espectador.
Tres de las historias no tienen final; la cuarta es un caos ordenado; la quinta y la sexta, mudas, vuelven a los orígenes del cine. Y hasta en los títulos de crédito el juego, durante más de treinta minutos, continúa.
Si la vida fluye despacio, poco a poco, esta obra es un buen ejemplo, sin que haya tiempo para el aburrimiento.
Y en estos tiempos quizá deberíamos aprovechar para retornar a las raíces del cine, experimentando, como lo hace el director, visual y, sobre todo, por medio de la palabra y el juego de espejos.
Lo convencional no tiene cabida aquí. O sí, pero desde una perspectiva postmoderna e irónica.
Hablamos de paseos en bici, de viajes o deseos sutiles, imprecisos, de encuentros, pero nunca de abrazos o besos. ¿Cómo podemos hablar del futuro, si no sabemos cuál será? Vivimos en la incertidumbre.
No seremos mejores, dice Antonio López, porque no sabemos escuchar. Sí, tal vez esa sea nuestra perdición.
Ayer D. subió un vídeo con grabaciones de alumnos durante este confinamiento. No me gustó. Había un optimismo que me resulta, cada día que pasa, más hueco. "Saldremos adelante juntos, seremos mejores, todo saldrá bien, resistiré...". Los aplausos de las ocho de la tarde... No son más que frases hechas, ideas fijadas por otros, gestos vacíos que ocultan realidades, nos alejan de una actitud crítica ante el mundo, de las consecuencias en el presente y en el futuro, las que sufriremos en carne viva, las que ya están aquí, aunque no queramos verlas.
Perdemos derechos, sin darnos cuenta, y lo aceptamos con normalidad; controlan la información y nos controlan a nosotros; la pobreza se incrementará entre los más débiles; los prejuicios se convertirán en verdades absolutas. ¿Habrá quien sea más solidario? Es posible. Siempre se abren ojos en tiempos de crisis; pero la mayoría continuarán cerrados.
No, no seremos mejores. Tal vez seamos más cautos, pero eso no nos hará mejores.
Los buenos deseos, también entre nosotros, R, no nos cambiarán. Seguiremos queriéndonos; seguiremos teniendo miedo.
Miedos colectivos. Miedos individuales. Nos arrastran, nos llevan a tomar decisiones, equivocadas o no. Forma parte de nuestra naturaleza.
¿Qué saldrá de todo esto? No lo sé.
Una consecuencia, seguramente, será la incertidumbre. El futuro es un animal imprevisible e inquietante. De la incertidumbre se puede pasar a la angustia o a la revuelta. O a ambas cosas.
La otra es la constatación de que la Naturaleza no nos necesita. Y vive mucho mejor sin nosotros. Quien sabe si no nos ha dado el último aviso.
No cambiaremos; nuestro pasado, el sistema económico en el que estamos, no nos lo permitirá. Sólo es posible que retrasemos el momento en que no seremos más que una mota de polvo y desaparezcamos definitivamente.
Mientras tanto nos queda sólo una cosa: vivir.