miércoles, 10 de enero de 2018
MUJERES SUPERVIVIENTES
Me encuentro ante los testimonios de tres mujeres. Podría mencionar también la Suite francesa de Iréne Némirovsky, pero, en este caso, es un obra literaria, una creación de ficción, aunque tenga un importante valor documental; así que entraría, por tanto, en una categoría distinta.
¿Qué tienen en común estas tres obras redescubiertas, al igual que la de Némirovsky, a principios de este siglo, más de cincuenta años después de que fueran escritas: el diario de Hèlene Berr, la odisea de Françoise Frenkel y las anotaciones de una mujer alemana en el Berlín arrasado y ocupado por los rusos?
En primer lugar, es una visión femenina. Son mujeres quienes hablan y encuentran en el diario el formato adecuado para expresar lo que ven a su alrededor. Eso les proporciona una gran libertad. No están obligadas a contentar a nadie ni ocultan nada. Son, además, una voz diferente. Nos cuentan el día a día, la vida cotidiana.
Las tres tienen una gran capacidad de observación y no se contentan con unas pocas anécdotas y una mirada de soslayo; saben ver más allá, reflexionan, se preguntan sobre su propia condición y la de la sociedad en la que viven, la que surgirá después del horror. Son pesimistas -es inevitable- y, aún así, se agarran a la vida con todas sus fuerzas.
El muestrario de personajes que nos presentan las tres es muy variado. Los seres humanos, en circunstancias límite, podemos ser solidarios, y también egoístas. Unos colaboran con el mal por ignorancia; otros, para justificarse. La mayoría miran a otro lado para salvar el pellejo. Las tres tratan con gente así. En realidad, no hay héroes; sólo supervivientes. No es una visión luminosa, sino oscura.
Hèlene nos recuerda a Anna Frank. Murió como ella, en Bergen Belsen, poco antes de que llegaran los rusos. El testimonio de Hèlene sólo se publicó a principios de este siglo. Anna Frank aún es una adolescente que sueña. Hèlene, más madura, con más años, intuye que no volverá a ver a su prometido y le deja una especie de testamento que él leerá, cuando desembarque con los aliados. Y es con esas palabras, gracias a ellas, por las que ha sobrevivido. Quizá de las tres es quien tiene más talento literario, más profundidad emocional, más fuerza en las ideas que expone. Hèlene es capaz de escribir una página en la que describe con ternura y placer una tarde de primavera, a las afueras de París, un pequeño atisbo de esperanza, y, reflexiona, un poco más adelante, sobre la hipocresía de una sociedad enferma que mira a otro lado. Un buen ejemplo es cuando cuenta que una mujer mayor, buena persona -¿quién no lo era?- justifica la entrega de judíos y su transporte a campos de concentración con esa frase tan conocida y tan repetida antes, ahora y siempre: "algo habrán hecho", hasta que ve, con sus propios ojos, cómo se han llevado también a una mujer y a su niño recién nacido. Y no lo entiende. Y dice por primera vez: "Eso es injusto". Hélene no puede evitar pensar para sí misma, irónica, dolida: "¿Y antes no lo era?".
Françoise Frenkel, también judía, no tiene tanto talento, pero sabe, con muy poco, describir a las personas que encuentra en su viaje de salvación desde París hasta Suiza. Sólo necesita dos frases, un párrafo para definir una personalidad. El carácter se demuestra con los hechos. Hay quien se arriesga por salvarla; y hay quien se aprovecha de su situación. Y quienes la traicionan o delatan. En la frontera suiza, en su primer intento fallido, Françoise Frenkel transcribe una conversación que tienen los funcionarios franceses; hablan con el grupo de judíos retenidos, a los que entregarán sin miramientos en unas horas. "Al fin y al cabo, sólo tendréis que trabajar... nos complicáis la vida... ya tenemos bastante con lo nuestro... sólo pensáis en vosotros...". Buenos funcionarios que seguirían cumpliendo las ordenes, cuando lleguen los aliados y que no sentirán ningún remordimiento. Justificarse siempre será muy fácil. Lo hacemos continuamente...
Quizá el testimonio más brutal es el de la mujer anónima que escribió "Una mujer en Berlín". Tiene una gran virtud; es despiadada con lo que ve. Los hombres alemanes son impotentes; le parecen muñecos ridículos, tiernos. "Nos merecemos lo que tenemos", se dicen las mujeres entre ellas. La autora se asombra del engranaje perfecto que crearon los nazis en los campos de concentración, el que empieza a a conocer por la radio, "tan metódico...". Hay gestos de solidaridad y egoísmo que ella observa, -¡cómo no!- en la calle, en el vecindario, en las casas. Se entierra a los muertos donde se puede. El olor de un cadáver en descomposición no es dulzón, sino "un puñetazo". Sí, sin duda, lo es. Lo sé por experiencia. Ese olor, el del cuerpo de mi madre descomponiéndose, nunca lo olvidaré. Yo diría, aún más, que es una patada en el estómago. No hay otra forma de describirlo...
A los rusos los dibuja, -no a todos- como unos salvajes, aunque luego tenga hacia ellos sentimientos encontrados. Descubre que, en el fondo, más allá del primer sentimiento de venganza, -ellas sólo han sido el chivo expiatorio de los crímenes que antes cometieron "sus soldados"-, son sólo hombres, como los demás, o niños, tan torpes y manejables como lo son todos. Mantiene la frialdad cuando describe las violaciones que sufre. No se avergüenza al decir que se siente como una prostituta; no tiene más remedio para seguir adelante. Sorprenden las conversaciones entre las mujeres, la complicidad entre ellas, cuando hablan de las violaciones, los chistes para compartir ese dolor. "En cuanto empezamos a hablar nos preguntamos: -¿Cuántas veces te han violado? -Sólo una. ¿Y a ti? -Yo he perdido la cuenta... El humor no impide que tenga algún tic obsesivo, después de ser violada por un ruso... "me gustaría frotar muy fuerte mi piel con jabón ... quizá así me sentiría mejor". O tras su primer violación doble confiesa a sus vecinos. "Estoy viva, ¿no? Todo pasa...".
El hambre es su primera preocupación. Y la primera regla es seguir viva. El novio, que vuelve del frente, cuando la situación se está normalizando, no la entiende. "Todas habéis perdido la vergüenza". Sí, con la vergûenza no se come. Se siente helada, cuando él le abraza por primera vez, tras mucho tiempo.
Hay quien se suicida; hay quien se hunde en la depresión. Ella, no. Se sube al primer tren y al primer tranvía, al mes de terminar la guerra. Y lo disfruta. Se echa en la terraza y siente en su piel el calor del sol.
"Yo sólo sé que quiero sobrevivir...".
Y lo hizo. No hay nada más que añadir...
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