...diciembre...
Hay momentos en tu vida que notas que has madurado. Que tu padre esté a punto de morirse ayuda, sin duda, a tomar conciencia. Los recuerdos, también, ayudan.
Hace un año cuando me despedí de mis compañeros del Machado en Navidades (recuerdo que Ainhoa nos llevó en su coche y me dejó en Colón porque tenía que coger un autobús para Gandía) al bajar del coche y despedirme, sentí tristeza, nostalgia. Les eché de menos en ese preciso instante.
Un año después les echo de menos. No estaré allí; tampoco estaré aquí en este instituto en el que ahora trabajo. No estaré ni aquí ni allí.
Estos tres meses no han sido malos: alumnos majos, aunque vagos. Buenos compañeros, en general. Buen ambiente. Pero no ha sido igual que en el Machado. No he tenido esa sensación de calidez que tuve con Marta, mi jefa de departamento, -fue la mejor jefa para un novato como yo- ni esas visitas al bar búlgaro, ni, sobre todo, con Ainhoa... Ella no está.
Hay que cerrar puertas. Las puertas se cierran porque se quieren abrir otras. Pero cerrar algunas puertas, es duro. Hay que hacerlo...
Recuerdo una noche; me desperté de una pesadilla. Sentía que me ahogaba; tuve miedo de morir: creo que eso debe ser la angustia... Me levanté y fui a la cocina para tranquilizarme. Mi padre se levantó y me preguntó qué me pasaba. Le dije que no podía dormir. Creo que para calmarme intentó contarme algo que nunca le había dicho a nadie: me contó que estuvo a punto de no casarse con mi madre. Pero que mi abuela, días antes de la boda, le convenció para que no se fuera con la "otra". Curioso, me estaba diciendo que tal vez yo nunca hubiera nacido, y que nunca hubiera sentido el miedo a la muerte...
El año se acaba y el trimestre también. A seis meses hay unas oposiciones, una plaza. Nada más.
Llueve y seguirá lloviendo. Luego saldrá el sol. Todo pasa; nada permanece.
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