domingo, 27 de octubre de 2019

CUARENTA Y OCHO HORAS EN BARCELONA


Se me ocurrió a última hora hacer un viaje a Barcelona; así, de repente. ¿Por qué no? Ya he dicho muchas veces que esta ciudad con sus defectos me ha atrapado. Quizás para siempre. De vez en cuando tengo que volver. No puedo evitarlo.

Así aprovechaba y veía a amigos. Con Cris no pudo ser; mientras ella aterrizaba en Tenerife, yo llegaba a Barcelona. Con Maricarmen y Rafael, sí. Tomamos un vermú enfrente de un gran centro comercial, la Maquinista. Antes era el lugar donde se hacían vagones: en otros tiempos, fábricas, trabajadores, grandes chimeneas. Ahora, un parque y el símbolo consumista por excelencia. Los nuevos tiempos; los viejos.

Siempre es un placer estar con ellos. Me parecen dos personas sensatas e inteligentes en un mundo cada vez más absurdo. Además, es como si volviera a tener, aunque sea por un rato, un pequeño trozo de mi madre. Son dos buenas razones. Acabé, tras dos vermús, con alegría en la sangre. También se agradece.

En cuanto al ambiente siempre es curioso, más allá de las manifestaciones, contemplar esta ciudad tan contradictoria. Miles de turistas, ajenos, en su mayoría, a los conflictos de esta sociedad; pagan más de veinticinco euros por ver la Sagrada Familia. Desahucios, turismo masificado que echa a los vecinos de sus casas y convierte a Barcelona en un parque temático, corrupción urbanística, centros comerciales, cines, tiendas, restaurantes al servicio de un capitalismo y consumismo ciego y acaparador.
Además, la vida cotidiana, más allá de las manifestaciones, sigue su ritmo y rutina habitual. No aparece en los medios, porque esa realidad no da titulares. Para mí, en cambio, me resulta de lo más interesante.


Un niño, en plaza Cataluña, delante de una estatua; aparece en una de las fotografías que hizo mi abuelo hace más de ochenta años, en plena guerra civil. ¿Qué le preguntará a la madre? "¿Quién es esa mujer? ¿Por qué está allí?" Tal vez las mismas preguntas que le haría mi tío, cuando tenía la edad de este niño.

En un paseo, dos parejas de ancianos hablan del carácter de una de ellas. Sentada en un banco, una mujer joven, de unos treinta años parece feliz, mientras los escucha. Como si, permaneciendo allí, tranquila, a la expectativa, fuera suficiente y no necesitara otra cosa; está a gusto y bien. Se siente viva. Deberíamos disfrutar más de esos pequeños placeres.


Un grupo de chinos ofrecen a los vecinos algunas de sus tradiciones ancestrales. Tres mujeres bailan; ¿o vuelan?


Sí, recordaré de este viaje dos chocolates mañaneros en Gracia que me supieron a gloria.


Por supuesto también asistí a manifestaciones.
Variadas. Un poco de todo. Como esta Barcelona.

Iré por orden cronológico.

El viernes, nada más llegar, unos dos mil o tres mil jóvenes delante de la comisaría de Vía Laietana. Después, se dirigieron al centro político de la ciudad, el antiguo foro de Barcino, Sant Jaume.
Algunos gritos de Buch, dimisió o Fora las forçes de ocupació. Al final, corrillos y tranquilidad.


Si había alguna diferencia con otras manifestaciones de años anteriores es que muchos de ellos llevaban un casco en la mochila o colgado; ninguno se cubría la cara, como si vería en algunos, la noche siguiente. No había demasiada tensión. Seriedad, sí, claro. Por esa zona, las manifestaciones pueden irse de las manos y descontrolarse en cualquier momento. Por si acaso, encuentras cada cien metros voluntarios enfermeros, por si hubiera cargas o heridos. Suelen recibir aplausos de los manifestantes, en cuanto llegan al lugar de la convocatoria.

Al día siguiente me pateé un camino que te lleva desde Torre Baró hasta Canyelles. El día era perfecto para pasearse por el campo. Desde Torre Baró la vista es espléndida.


Un anciano se había sentado en un banco, un poco antes de que yo llegara; me contó que vivía allí desde hace mucho tiempo. Más de cincuenta años. Que ahora el barrio había perdido su identidad; que las casas se construían mal y de manera atropellada. "Luego, vendrán las riadas y el desastre, pero estos son los tiempos que vivimos". Me hizo gracia cuando me dijo que sus vacaciones, entonces, cuando era pequeño, era ir al barrio de Nou Barris, que está al lado.

A unos veinte minutos, andando, a la altura de Canyelles, un monolito recordaba a un amigo perdido; tal vez en la montaña.


Llegó la gran manifestación independentista. Una hora antes de empezar, se cortó el tráfico en la calle Marina. Aproveché para tomar algo en uno de los bares. Está claro que los negocios, en cada manifestación, hacen caja. Si son de clase media -tanto unos como otros- las copitas, el vermú, el café, los menús. Me pareció que en la manifestación españolista del día siguiente había más gente en las calles aledañas tomando su carajillo, su cervecita y el aperitivo que apelotonados en el recorrido oficial.
Si son jóvenes, entran en los "chinos", -aunque aquí la mayoría los regenten pakistaníes- y se compran su botellita de agua, su lata de cerveza y la bolsa de patatas. Las tiendas venden banderas -la mayoría esteladas-. Para las españolas, no hay que preocuparse; están los ambulantes -pakistaníes también- que ofrecen a sus posibles compradores precios más baratos. Camisetas, pins, banderas en las mesas de Omnium.
En todas, vi a algún chico en bicicleta con la mochila de Glovo a sus espaldas, ajeno a lo que le rodeaba. El dinero manda.

Es difícil calcular cifras con tanta gente. ¿Eran 350.000 como dijo la Guardia Urbana? Puede que fueran más y llegarán al medio millón, pero está claro que eran muchos. El grito más repetido fue "Unitat". O "Llibertat, presos polítics". Abucheos, cuando el helicóptero de la policía vuela sobre la gente. Son manifestaciones, estas, controladas por Omnium. Muy transversales; la clase media que ha movido este país en los últimos años. No parece que haya marcha atrás.


Después del 1 de octubre, ya no es posible. Sólo aceptarán un referéndum, sea pactado o unilateral. El pujolismo y la corrupción -el pactismo- que les bastaba hasta el 2007 no es suficiente. Quieren otra cosa: mucho más.

Al día siguiente, en el otro lado, también había mucha gente. ¿Menos, a pesar de que muchos venían de los autobuses que les habían dejado en la Diagonal, a la altura del Camp Nou? 80000 me parecen pocos; 400000, una exageración. La mayoría me parecía de clase media alta; me los podría cruzar por Serrano. Algunos, estoy seguro, venían de allí mismo.

                                                 

Conozco ese aire de camisa bien planchada; para uno de Móstoles o de Vallekas, que ha crecido en un ambiente completamente diferente, es fácil reconocerlos. También había gente mayor, inmigrantes, venidos de Extremadura, Andalucía, Galicia en los años cincuenta o sesenta; gente jubilada. Algún nazi, pero eran excepciones. La mayor parte de las banderas -o casi todas- eran constitucionales. El helicóptero era vitoreado. Los policías y Mossos, jaleados.




Estos jóvenes que veía aquí a mediodía no eran tan diferentes, físicamente, a los de la noche anterior.
10.000 se habían echado a la calle, delante de la comisaria de Vía Laietana. Pero, aunque sean tan parecidos, no tenían nada que ver.

Esa manifestación, la nocturna, era una mezcla extraña de independentistas y antifascistas. Sí, había cuarentones, viejos anarquistas de la vieja guardia, pero la mayoría eran veintañeros; incluso vi a algunos que no tendrían ni dieciséis años. Y muchas mujeres. Me sorprende lo involucradas que están, en todos los ámbitos, en todas las manifestaciones.





De noche, se mezclaban las consignas. A "Cataluña, antifascista" le seguían gritos de independencia. Después de cantar el Bella Ciao, los mismos jóvenes entonaban Els segadors. Los policías estaban mal situados -quizá adrede- y muy tensos. Sabías que tenían ganas de cargar y cualquier excusa les serviría. Hubo gritos a una periodista de TeleMadrid. Entre risas y algunas recriminaciones, "Prensa española, manipuladora", le dejaban hacer su trabajo. Exageraba su pose de víctima. En cuanto dejó de grabar, la olvidaron.



La primera carga fue a las 21.10. La segunda y definitiva, una hora después. Los mossos y policías querían limpiar la zona y lo hicieron a conciencia. Me pareció todo innecesario, como si fuera una representación para los medios, pero imagino que también querían demostrar que controlaban el centro. Sacar pecho. Unos cuantos heridos y detenciones. Mañana, más.




Cuando volvía, al día siguiente, a la estación de Sants, tras pasar por los murales de la cárcel de La Modelo,  me encontré en la puerta con unos quinientos manifestantes.



Frente a ellos, decenas de antidisturbios sólo permitían el paso a los que teníamos billete. Cuando salían los turistas, una mujer les ofrecía un irónico recibimiento.

"Bienvenidos a Barcelona, la ciudad donde no se respetan los derechos humanos"












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