Es la segunda vez que veo a Liddell en un escenario. Ya sabemos que nada de lo que hacemos o experimentamos es como la primera vez.
La primera vez que se descubre a Liddell nos fijamos en su energía, su talento para llenar el escenario de un teatro, sus largos monólogos-homilías, el humor sarcástico en el que nadie sale bien parado -sobre todo, los críticos franceses porque "los españoles ni siquiera merecen que se les mencione"-. Ya se sabe, los españoles "solo entierran y destierran, entierran y destierran". "España es una enfermedad mental".
Sea porque es la segunda vez o porque Liddell ha cambiado el registro me he fijado en un aspecto que destaca mucho más en este "homenaje" a Bergmann: su extraordinario talento en la puesta en escena.
Al principio de Dämon Liddell ofrece lo que su público espera: un acto de provocación. En esta obra se lava el coño, rellena un hisopo con el agua sucia y se la tira al público. Estaba en la fila cinco; pero el agua solo llegó a la fila tercera, así que no fui bendecido.
Después viene la larga perorata en la que todos salimos mal parados -sobre todo los críticos-.
Y hasta aquí la Liddell que se espera en un constante juego metalingüístico donde la lengua y el tema son ella misma. Es difícil que no te toque, sea con el humor o con el dolor. Puede cansar y aburrir, sin duda, y también puede impactar. ¿Quién no morirá cagándose, meándose? Sí, nuestros padres cuando mueren se cagaron y se mearon. Nosotros también lo haremos. Ese es el tono, pero Liddell combina, como siempre, lo escatológico y lo metafísico. Son sus reglas: o las aceptas o no.
Sin embargo, el resto de la obra busca otros caminos. A partir de una duda lanzada al vacío "¿Cuál es la pregunta más importante?" pasa a una escena en la que persigue y es perseguida por unos hombres de negro que empujan una camilla, la misma que nos llevará al tanatorio. Y Liddell repite una y otra vez: "¿Habéis sentido algo? ¿Habéis sentido algo?"
Y a partir de aquí la creadora, la artista se convierte en una maestra de ceremonias donde el espacio, los objetos, los personajes mudos y el sonido son elementos indispensables para entender su mundo y, de manera paralela, el de Bergmann o Strindberg. Su talento es extraordinario. Sus temas, los de siempre: la religión, el arte, el miedo, el sexo y, sobre todo, la muerte.
Pasadas estas escenas en las que se insinúa alguna referencia al director sueco -hay una parodia-homenaje con ancianos, un Papa casi en cueros, los cuatro hombres de negro, un hombre desnudo y cuatro jóvenes mujeres desnudas de la danza de la muerte que te recuerda a la de El séptimo sello
o asistimos a la interpretación sobria de una escena de una obra de Strindberg, la preferida por el director sueco; menciona Persona o la habitación roja de Gritos y susurros- Bergmann es enterrado en una ceremonia o representación convencional donde la música alta devora las palabras y el silencio.
Y llega el final. Liddell se confiesa junto al féretro de Bergmann. Le pide matrimonio, reflexiona sobre la muerte: su propia muerte, nuestra muerte.
Hay un momento en este último monólogo en que Liddell calla. Y alarga el silencio.
No hay nada más revolucionario en un teatro ni más provocador que un largo silencio.
Y Liddell lo sabe.
Liddell se retira. Y el espacio, como al principio, se queda vacío. No hay personajes. Solo el féretro de Bergmann. La muerte nos ha dejado sin palabras. Solo nos queda el vacío.
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