lunes, 11 de octubre de 2021

SCIAMMA Y OLIVEIRA: PETITE MÈRE Y AMOR DE PERDICIÓN

 


Oliveira que vivió más allá de los cien años -y dirigió algunas películas hasta esa edad- no es un director fácil. Es más, a veces, te resulta pesado y aburrido. 

Amor de perdición, basada en la novela de Castello Branco, sí funciona a pesar del estilo parco y seco del director portugués. Y eso es gracias, seguramente, al punto de partida. 

Castello Branco, autor decimonónico, bebe de las fuentes de la novela realista de Balzac. Disecciona las emociones e intereses humanos y no oculta en sus historias una crítica feroz al sistema de valores reaccionario y esclerotizado de una época moribunda que se negaba a desaparecer. En esta novela el protagonista es su tío, cuya historia, como él mismo cuenta, era una de esas narraciones familiares que escuchaba de niño en casa. No fue su primera novela. Su obra literaria comienza con Misterios de Lisboa de la que también tenemos una magnífica versión cinematográfica, la de Raoul Ruiz. 

Raoul Ruiz se deja llevar por esa novela río de Branco -con el Tajo al fondo- para jugar con el espectador. El humor y las referencias metalingüísticas fluyen durante las cuatro largas horas de metraje. No hay tiempo para aburrirse con personajes que se cruzan y se encuentran, se separan y se alejan y en el que el azar se convierte en un protagonista más y la tragedia, el deseo, el amor correspondido y no correspondido, la muerte se entretejen de una manera maravillosa.

La novela de Historia de perdición es más líneal y Oliveira elige un estilo más depurado, bressoniano por llamarlo de alguna manera. Funciona, a pesar de todo. Los personajes parecen condenados a su destino trágico y nada pueden hacer por evitarlo. 

En este caso, la elección de Oliveira es acertada. Quedamos atrapados, como ellos, en una red social obsesiva y agobiante. Con planos fijos, secuencias largas; no podemos escapar, como los personajes de esta triste historia familiar, con el Duero, como fondo de la representación. 

Cambiando de tercio y volviendo al presente, Cèline Sciamma ha presentado en Donosti su nueva película, Petite Mère. Muchos dirán que sólo es una pequeña joya -no sólo porque el personaje principal sea una niña o por su metraje, que no llega a la hora y media- y estarán en lo cierto. Sin embargo, aunque no la considerarán lo mejor de su filmografía y, por tanto, no ganará muchos premios a causa de la humildad del planteamiento, se equivocarán. En lo pequeño a veces encontramos las claves de una gran artista.


La muerte de la abuela obliga a madre e hija -la nieta, nuestra protagonista, Nelly- a visitar la casa familiar, en el campo, donde la fallecida vivió sus últimos años. Desde el principio se establece una relación muy estrecha entre la madre y la niña. Cuando la madre desaparece, deprimida por la pérdida -el padre se queda, aunque su papel es secundario-, Nelly encuentra a otra niña en los alrededores. Pronto se da cuenta de que ha hecho un viaje en el tiempo: esa nueva amiga es su madre. La forma de descubrírnoslo es tan sencilla como elegante. El espacio cambia en esos viajes temporales, pero de manera muy sutil. Es la misma casa y, al mismo tiempo, no lo es. 

Todo resulta perfectamente creíble y no necesita de efectos especiales ni grandes medios. A Sciamma solo le interesan las emociones y el frágil y, al mismo tiempo, firme hilo que une a una madre y a su hija. 

Sencilla, elegante, sin necesidad de resaltar lo obvio, la película va mucho más allá de lo que parece a primera vista. Se habla de la pérdida de los seres queridos, de cómo despedirte de alguien amado que va a morir, del paso del tiempo, de las relaciones familiares, de los secretos olvidados, de la madurez y el descubrimiento de uno mismo. Y Sciamma lo hace con sobriedad. 

En la sencillez, casi siempre, encontramos el verdadero talento. Y Sciamma, sin duda, lo tiene. 



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