martes, 29 de octubre de 2019

LA TRINCHERA INFINITA: AMABILIDAD VERGONZANTE


Una película amable.

Parecerá extraño que una película que trata sobre un hombre que debe permanecer escondido más de treinta años en un agujero, en su propia casa, por miedo a ser fusilado, sea amable.

Es cierto que técnicamente no hay nada que objetar. El guion está bien construido y, si no profundizamos demasiado, mantiene nuestro interés. Dos actores maravillosos. Cuando llegamos a la parte final, nos emociona que la pareja pueda disfrutar de su libertad, unos últimos años, sin tanto miedo.


Pero, en un aspecto muy sutil, es una película cobarde. Hace años, Fernando Fernan Gómez escribió y dirigió Mambru se fue a la guerra, tratando un tema similar. A pesar de sus defectos era más contundente y valiente.


Lo que allí se convertía en una sátira, que criticaba el egoísmo de las nuevas generaciones y mostraba el miedo y la imposibilidad de adaptarse a la nueva realidad del exterior, en esta, sólo es una cáscara que prefiere centrarse en la psicología y crisis de identidad del protagonista. Con muchas convenciones y recursos, como el de un humor aséptico y correcto, que se veían venir ya, en Loreak o Handia, sus películas anteriores.
Y lo que queda de la parte política es lo que esperaríamos de unos creadores que no quieren molestar a nadie, que se sitúan en una equidistancia insultante, asumiendo, incluso, la propaganda franquista en algunos de los diálogos o discusiones, forzadas, para explicar los conflictos entre el protagonista, el hijo y su mujer.
Buscan un público mayoritario y, para eso, se traicionan a sí mismos. O, peor, es posible que asuman el discurso de la Transición: todos fueron culpables.

Y una mierda. 40 años de dictadura. 40 años de democracia a medias. El miedo hizo que mucha gente se callara. Unos, los vencedores, fueron honrados. Otros, aún continúan en las cunetas.

Y en esta película el final, tan amable, es una falsa moneda. El miedo seguía allí. Y con ese miedo se aceptó una Transición que, como se ve en la actualidad, dejó heridas y conflictos sin solucionar.

Y ahora, hemos vuelto al punto de partida... Pero sin el valor de muchos de los que hacían cine, entonces. Hay demasiados cobardes en la élite intelectual de este país, en sus artistas. La autocensura es más habitual de lo que creemos.

Así que gustará a los que prefieren no remover viejas historias. O a los que quieren contarlas para que lleguen al gran público, sin molestar demasiado. Pero podría haber sido mucho más contundente e intensa.

Es una película cobarde. Y eso me parece imperdonable.

domingo, 27 de octubre de 2019

CUARENTA Y OCHO HORAS EN BARCELONA


Se me ocurrió a última hora hacer un viaje a Barcelona; así, de repente. ¿Por qué no? Ya he dicho muchas veces que esta ciudad con sus defectos me ha atrapado. Quizás para siempre. De vez en cuando tengo que volver. No puedo evitarlo.

Así aprovechaba y veía a amigos. Con Cris no pudo ser; mientras ella aterrizaba en Tenerife, yo llegaba a Barcelona. Con Maricarmen y Rafael, sí. Tomamos un vermú enfrente de un gran centro comercial, la Maquinista. Antes era el lugar donde se hacían vagones: en otros tiempos, fábricas, trabajadores, grandes chimeneas. Ahora, un parque y el símbolo consumista por excelencia. Los nuevos tiempos; los viejos.

Siempre es un placer estar con ellos. Me parecen dos personas sensatas e inteligentes en un mundo cada vez más absurdo. Además, es como si volviera a tener, aunque sea por un rato, un pequeño trozo de mi madre. Son dos buenas razones. Acabé, tras dos vermús, con alegría en la sangre. También se agradece.

En cuanto al ambiente siempre es curioso, más allá de las manifestaciones, contemplar esta ciudad tan contradictoria. Miles de turistas, ajenos, en su mayoría, a los conflictos de esta sociedad; pagan más de veinticinco euros por ver la Sagrada Familia. Desahucios, turismo masificado que echa a los vecinos de sus casas y convierte a Barcelona en un parque temático, corrupción urbanística, centros comerciales, cines, tiendas, restaurantes al servicio de un capitalismo y consumismo ciego y acaparador.
Además, la vida cotidiana, más allá de las manifestaciones, sigue su ritmo y rutina habitual. No aparece en los medios, porque esa realidad no da titulares. Para mí, en cambio, me resulta de lo más interesante.


Un niño, en plaza Cataluña, delante de una estatua; aparece en una de las fotografías que hizo mi abuelo hace más de ochenta años, en plena guerra civil. ¿Qué le preguntará a la madre? "¿Quién es esa mujer? ¿Por qué está allí?" Tal vez las mismas preguntas que le haría mi tío, cuando tenía la edad de este niño.

En un paseo, dos parejas de ancianos hablan del carácter de una de ellas. Sentada en un banco, una mujer joven, de unos treinta años parece feliz, mientras los escucha. Como si, permaneciendo allí, tranquila, a la expectativa, fuera suficiente y no necesitara otra cosa; está a gusto y bien. Se siente viva. Deberíamos disfrutar más de esos pequeños placeres.


Un grupo de chinos ofrecen a los vecinos algunas de sus tradiciones ancestrales. Tres mujeres bailan; ¿o vuelan?


Sí, recordaré de este viaje dos chocolates mañaneros en Gracia que me supieron a gloria.


Por supuesto también asistí a manifestaciones.
Variadas. Un poco de todo. Como esta Barcelona.

Iré por orden cronológico.

El viernes, nada más llegar, unos dos mil o tres mil jóvenes delante de la comisaría de Vía Laietana. Después, se dirigieron al centro político de la ciudad, el antiguo foro de Barcino, Sant Jaume.
Algunos gritos de Buch, dimisió o Fora las forçes de ocupació. Al final, corrillos y tranquilidad.


Si había alguna diferencia con otras manifestaciones de años anteriores es que muchos de ellos llevaban un casco en la mochila o colgado; ninguno se cubría la cara, como si vería en algunos, la noche siguiente. No había demasiada tensión. Seriedad, sí, claro. Por esa zona, las manifestaciones pueden irse de las manos y descontrolarse en cualquier momento. Por si acaso, encuentras cada cien metros voluntarios enfermeros, por si hubiera cargas o heridos. Suelen recibir aplausos de los manifestantes, en cuanto llegan al lugar de la convocatoria.

Al día siguiente me pateé un camino que te lleva desde Torre Baró hasta Canyelles. El día era perfecto para pasearse por el campo. Desde Torre Baró la vista es espléndida.


Un anciano se había sentado en un banco, un poco antes de que yo llegara; me contó que vivía allí desde hace mucho tiempo. Más de cincuenta años. Que ahora el barrio había perdido su identidad; que las casas se construían mal y de manera atropellada. "Luego, vendrán las riadas y el desastre, pero estos son los tiempos que vivimos". Me hizo gracia cuando me dijo que sus vacaciones, entonces, cuando era pequeño, era ir al barrio de Nou Barris, que está al lado.

A unos veinte minutos, andando, a la altura de Canyelles, un monolito recordaba a un amigo perdido; tal vez en la montaña.


Llegó la gran manifestación independentista. Una hora antes de empezar, se cortó el tráfico en la calle Marina. Aproveché para tomar algo en uno de los bares. Está claro que los negocios, en cada manifestación, hacen caja. Si son de clase media -tanto unos como otros- las copitas, el vermú, el café, los menús. Me pareció que en la manifestación españolista del día siguiente había más gente en las calles aledañas tomando su carajillo, su cervecita y el aperitivo que apelotonados en el recorrido oficial.
Si son jóvenes, entran en los "chinos", -aunque aquí la mayoría los regenten pakistaníes- y se compran su botellita de agua, su lata de cerveza y la bolsa de patatas. Las tiendas venden banderas -la mayoría esteladas-. Para las españolas, no hay que preocuparse; están los ambulantes -pakistaníes también- que ofrecen a sus posibles compradores precios más baratos. Camisetas, pins, banderas en las mesas de Omnium.
En todas, vi a algún chico en bicicleta con la mochila de Glovo a sus espaldas, ajeno a lo que le rodeaba. El dinero manda.

Es difícil calcular cifras con tanta gente. ¿Eran 350.000 como dijo la Guardia Urbana? Puede que fueran más y llegarán al medio millón, pero está claro que eran muchos. El grito más repetido fue "Unitat". O "Llibertat, presos polítics". Abucheos, cuando el helicóptero de la policía vuela sobre la gente. Son manifestaciones, estas, controladas por Omnium. Muy transversales; la clase media que ha movido este país en los últimos años. No parece que haya marcha atrás.


Después del 1 de octubre, ya no es posible. Sólo aceptarán un referéndum, sea pactado o unilateral. El pujolismo y la corrupción -el pactismo- que les bastaba hasta el 2007 no es suficiente. Quieren otra cosa: mucho más.

Al día siguiente, en el otro lado, también había mucha gente. ¿Menos, a pesar de que muchos venían de los autobuses que les habían dejado en la Diagonal, a la altura del Camp Nou? 80000 me parecen pocos; 400000, una exageración. La mayoría me parecía de clase media alta; me los podría cruzar por Serrano. Algunos, estoy seguro, venían de allí mismo.

                                                 

Conozco ese aire de camisa bien planchada; para uno de Móstoles o de Vallekas, que ha crecido en un ambiente completamente diferente, es fácil reconocerlos. También había gente mayor, inmigrantes, venidos de Extremadura, Andalucía, Galicia en los años cincuenta o sesenta; gente jubilada. Algún nazi, pero eran excepciones. La mayor parte de las banderas -o casi todas- eran constitucionales. El helicóptero era vitoreado. Los policías y Mossos, jaleados.




Estos jóvenes que veía aquí a mediodía no eran tan diferentes, físicamente, a los de la noche anterior.
10.000 se habían echado a la calle, delante de la comisaria de Vía Laietana. Pero, aunque sean tan parecidos, no tenían nada que ver.

Esa manifestación, la nocturna, era una mezcla extraña de independentistas y antifascistas. Sí, había cuarentones, viejos anarquistas de la vieja guardia, pero la mayoría eran veintañeros; incluso vi a algunos que no tendrían ni dieciséis años. Y muchas mujeres. Me sorprende lo involucradas que están, en todos los ámbitos, en todas las manifestaciones.





De noche, se mezclaban las consignas. A "Cataluña, antifascista" le seguían gritos de independencia. Después de cantar el Bella Ciao, los mismos jóvenes entonaban Els segadors. Los policías estaban mal situados -quizá adrede- y muy tensos. Sabías que tenían ganas de cargar y cualquier excusa les serviría. Hubo gritos a una periodista de TeleMadrid. Entre risas y algunas recriminaciones, "Prensa española, manipuladora", le dejaban hacer su trabajo. Exageraba su pose de víctima. En cuanto dejó de grabar, la olvidaron.



La primera carga fue a las 21.10. La segunda y definitiva, una hora después. Los mossos y policías querían limpiar la zona y lo hicieron a conciencia. Me pareció todo innecesario, como si fuera una representación para los medios, pero imagino que también querían demostrar que controlaban el centro. Sacar pecho. Unos cuantos heridos y detenciones. Mañana, más.




Cuando volvía, al día siguiente, a la estación de Sants, tras pasar por los murales de la cárcel de La Modelo,  me encontré en la puerta con unos quinientos manifestantes.



Frente a ellos, decenas de antidisturbios sólo permitían el paso a los que teníamos billete. Cuando salían los turistas, una mujer les ofrecía un irónico recibimiento.

"Bienvenidos a Barcelona, la ciudad donde no se respetan los derechos humanos"












sábado, 19 de octubre de 2019

RETRATO DE UNA MUJER EN LLAMAS Y PARÁSITOS


Mientras en Cataluña las protestas continúan y las televisiones lo convierten en un gran espectáculo mi hermano y yo hemos disfrutado de dos grandes películas. Las dos llegan del festival de Cannes con premios. Y merecidos.
Retrato de una mujer en llamas es la mirada inteligente y sensible de su directora, una mujer con cuatro largometrajes a sus espaldas muy interesantes, Celine Sciamma.

                          

Admito que me resultó difícil aceptar que estas mujeres tan valientes y conscientes de su identidad, las protagonistas de esta película, pertenezcan al siglo XVIII. Son del siglo XXI; de eso no tengo ninguna duda. Aunque todo -el guion, la dirección, la puesta en escena- funcione como un reloj, no dejo de pensar en ese pequeño detalle, que para mí no es baladí.
Y, aún así, es una película que hay que ver por muchas razones. Un guion preciso, sin ninguna debilidad. Una dirección elegante. Una puesta en escena cuidada. También hay una reflexión sobre el arte -una de ellas es pintora en un mundo de hombres-. No es casualidad que se mencione el mito de Orfeo y Eurídice; esta vez con una explicación del gesto de Orfeo, el artista, feminista.
Las mujeres, ya desde hace tiempo, sobre todo en el siglo XX, -siento una cercanía especial hacia Virginia Woolf o Chantal Akermann- quieren contar por sí mismas lo que sienten y viven. Y el arte es otra manera, quizá la más duradera, de expresar y decir alto y claro tras siglos de silencio impuesto: "Esta es mi mirada".
La directora ha recreado un mundo ideal, sin hombres. No quiso hablarnos de la opresión del mundo masculino que las obliga a aceptar unas normas injustas. Los sueños y deseos de dos mujeres se hacen realidad. Solidaridad, inteligencia, deseo, ternura.
El mundo real aparece al final; es inevitable. El último plano, mientras se escuchan las Cuatro Estaciones de Vïvaldi, cierra de manera impresionante una gran película.

Parásitos de Bong Joon-Ho es otra cosa. Y no sabría decir qué.


Podría ser una comedia salvaje o una película de terror. Pero, para mí, sobre todo, es una película política, en el sentido más amplio del término.
Enseguida piensas en Buñuel o en Chabrol. Y te das cuenta de que, aunque pueda parecer intrascendente en un principio, nos está hablando de la explotación, del capitalismo, de cómo hay gente que tiene que sobrevivir y es capaz de cualquier cosa para seguir adelante, como parásitos, y también de otros que viven en un mundo paralelo, ajenos al sufrimiento de los demás. Nos dice que el egoísmo y la insolidaridad nos enterrarán, que nos ahogaremos, como ellos, metafóricamente, cuando la lluvia, como un castigo divino, convierta nuestros ridículos sueños en pesadillas.
Esos personajes, patéticos, desesperados, sí, somos también nosotros.
Y quizá, en el futuro, ni siquiera nos queden sueños que nos puedan salvar.

HAN PERDIDO EL CONTROL


Día 5 de protestas.
Más de medio millón de personas se manifiestan en Barcelona. Pacíficamente.
A unos quince minutos a pie, muy cerca de la plaza Urquinaona, comienzan cargas contra un grupo que rondará los mil.
Ocho horas después, el lugar parece un campo de batalla: semáforos y señales de tráfico destrozados; contenedores quemados, piedras en lugar de aceras. Los policías han golpeado indiscriminadamente a la gente. Bolas de foam, pelotas de goma; heridos. Palizas innecesarias. Un periodista de El País detenido.
Han perdido el control. No sólo los policías; está claro. Se piden condenas a la violencia sin mencionar la que lleva a cabo la policía. Algunos o muchos -mandos y antidisturbios- pensarán que estos independentistas se merecen todos los palos. La mayoría de los policías, tras cinco días de protestas, estarán agotados. Falta de previsión, sin duda. Y manifestantes, muy bien preparados, que estaban dispuestos de manera pacífica y unos pocos, utilizando medios más combativos y agresivos, a protestar de manera continuada. Y este es el resultado. Pero los policías no son los principales culpables. Estoy hablando de los políticos.
Nunca ha quedado más claro la incompetencia de los que nos gobiernan. De los españoles, ¿qué se puede decir? La derecha, llamando a los catalanes independentistas, terroristas y violentos, cuando todos sabemos que en general han tenido una paciencia infinita. Y los medios de comunicación alimentando una realidad falsa y tergiversada. ¿Les han hecho caso después de más de una década pidiendo votar, simplemente? Como quien oye llover. Cientos de manifestaciones pacíficas y los han ninguneado. Y no sólo eso.
Jordi Cuixart y Jordi Sánchez, por ser pacíficos, estarán 9 años en la cárcel. ¿Qué esperaban, que la gente ante esa injusticia, después de tanta humillación, protestaran un día y luego se fueran a su casa? Y la izquierda, si se la puede llamar así, mirando a otro lado, criticando a los que sí intentan cambiar las cosas, sin que ellos hayan hecho una mierda.
¿Y los políticos catalanes? Empezaron apoyando el movimiento, porque les venía bien, hasta que se dieron cuenta el 1 de octubre del 2017 que podían perder el control; se les había ido de las manos. Durante dos años se han movido entre la impotencia, la cobardía y los intereses partidistas de cada cual. Y ahora, con la gente enfadada, dejan hacer a los Mossos, su policía, justificándolos, permitiendo que sus propios votantes o los hijos de sus votantes reciban los golpes.
Es una vergüenza lo que está ocurriendo en este país.
Y es difícil saber qué pasará en los próximos días.
La solución es muy sencilla. Siempre ha sido la misma: un referéndum acordado. Pero empiezo a tener la sensación de que, si las cosas siguen así, se acabarán yendo, sin necesidad de tal referéndum. ¿Cómo quieres convencer a más de la mitad de los catalanes de que se queden en España? ¿Dándoles palos? ¿Prohibiendo derechos fundamentales o recortándolos? Sí, parece una manera muy inteligente de solucionar el problema.
Está en juego la democracia o lo poco que queda de ella. Y quien no quiera verlo, está ciego y sordo. Y mudo. Luego, vendrán a por nosotros. Y nos mereceremos lo que nos pase.
Mañana será el sexto día de protesta.