Suenan las
sirenas. Se acercan aviones enemigos. Las bombas están al caer. Literalmente.
Regina durante unos segundos se ha quedado quieta, paralizada, en medio de la
calle. Como si así, convirtiéndose en una estatua de sal, nada le pudiera
pasar. Hombres y mujeres, corriendo, alejándose de los lugares despejados,
buscando protección en los refugios. Está lejos del de la estación. El del
Hospitalillo le quedaría más cerca. No sabe qué hacer hasta que una mujer, una
amiga de su madre, le grita a su derecha.
-Regina,
¡corre, sal de ahí! Te van a ametrallar.
Regina, por
fin, reacciona. Empieza a correr en dirección al Hospitalillo. En menos de un
minuto, estará en la puerta del refugio; choca, en la verja de entrada, con un
vecino. Acaba de salir de su camioneta; la ha abandonado en medio de la calle.
Regina ya puede escuchar el
sonido del motor. Los reconoce. Todo el mundo ha acabado por distinguir los
aviones del enemigo, alemanes o italianos. No son de fabricación rusa, un
Tupolev o un Polikarpov. Es un Heinkel o, tal vez, dos. Su ruido es
inconfundible; a veces el motor imita las ráfagas de la ametralladora, antes de
que estas se produzcan.
Regina alza
la vista hacia el cielo en dirección a la estación de tren. Ve caer una bomba; el
lugar donde va a estallar no estará a más de quinientos metros de allí. Regina
se echa a tierra y se cubre la cabeza con las manos. Nota la detonación. La
tierra tiembla. Vuelve a levantarse y sin girar la cabeza, busca la puerta del
refugio. La golpea con fuerza; le abren enseguida. Es una de las monjas.
-¡Pasa,
rápido!
Nada más
entrar y cerrar la puerta, hay otra fuerte explosión.
-Esa ha
sido aquí al lado, muy cerca.
Elisa ha
pronunciado estas últimas palabras. Mira, asustada, a Regina. La abraza con
fuerza. Elisa es como una hermana, aunque, en realidad, sea su prima. Tiene dos
años menos que Regina. Muchas noches han dormido juntas, cuando se quedaba sola
en casa, porque su madre había muerto de disentería, nada más nacer, y el padre
de Elisa –fuera porque no asimilaba la pérdida de su mujer o porque nunca había
sido muy responsable- se emborrachaba en la taberna, la que estaba enfrente de la
plaza del Ayuntamiento, y se perdía por las calles de Tarancón hasta altas
horas de la madrugada. Muchas veces se lo encontraban borracho, tirado en el
suelo.
Tanto Elisa, su hija, como
Fernanda, su hermana, lo daban por imposible; así que en cuanto Fernanda veía a
su sobrina en la calle, le preguntaba.
-¿Estas sola?
Elisa asentía.
-¡Ven, anda! Cenas con nosotros.
Y esta noche duermes con Regina.
Y así lo hacía. Cenaba con la
familia Solera y, luego, se subía a la habitación de Regina y dormía con ella.
-¿Qué haces aquí, Eli?
Regina acaricia la mejilla de su
prima.
-Venía a buscarte, Regi. Pensaba
que ya estabas aquí.
-No, hoy entraba más tarde.
Regina se ha ido habituando a la
oscuridad y a la escasa iluminación del habitáculo. Han empezado a escucharse
en el exterior los disparos de los antiaereos. Sólo hay dos lámparas que
funcionan con electricidad, instaladas hace un par de meses, pero que no proporcionan
suficiente luz. En el interior del refugio –bastante estrecho y en el que no
tienes más remedio que agacharte o estar en cuclillas- no habrá más de diez
personas, entre enfermeras, monjas y dos médicos. Falta el médico jefe. Esto no
le sorprende a Regina; si había enfermos, se negaba a bajar al refugio y se
quedaba con ellos en la primera planta del Hospitalillo, durante los
bombardeos. Ahora mismo no tendrían a más de tres. Seguramente después de los
bombardeos, llegarán más.
Escuchan una ráfaga de
ametralladoras, lejana, a la altura de la gasolinera. Y la explosión de otras
dos o tres bombas. Esperan un par de minutos.
-Me parece que ya podemos salir
–dice uno de los médicos.
En cuanto termina la frase, el
sonido de la sirena confirma el final oficial del bombardeo.
-Esta vez no ha sido mucho.
Desde la batalla de Madrid dos o
tres veces a la semana recibían la “visita” de estos aviones. Casi siempre
soltaban las bombas en las zonas estratégicas –la estación, la gasolinera, la
fábrica- y no volvían a aparecer en todo el día.
Cuando sale del refugio –sólo ha bajado hasta ese día unas cuatro veces- Regina
llena sus pulmones. Como si dentro se hubiera quedado sin oxígeno y necesitara
recuperarlo de golpe.
-Me voy, prima. Le diré a la tía
que estás bien.
Se besan en la mejilla. Elisa
sabe que Regina tendrá que quedarse; siempre después de un bombardeo llegan
heridos o moribundos.
El edificio del Hospitalillo tiene dos plantas. En la segunda, se sitúan los alojamientos de las monjas, internas, y que a pesar del anticlericarismo extendido en zona republicana, el capitán militar, Agustín Verno, ha decidido mantener.
La primera planta se compone de
una sala de operaciones, -en muy buen estado y con la última tecnología-, y
varias zonas para el cuidado de los heridos –habrá unas dos decenas de camas,
bien acondicionadas-. La planta baja es el espacio dedicado a cocina,
lavandería, infraestructura, servicios e intendencia. Se han colocado tablones de madera en los cristales de las ventanas para protegerlos de las explosiones.
A la entrada, los espera el
médico jefe.
-¡Preparados para lo que nos
llegue! ¡Ernesto, -está hablando con uno de los médicos- llévate a una de las
monjas en la ambulancia! ¡Ve hacia la gasolinera! Allí puede haber heridos.
Regina se limpia las manos con
jabón y alcohol en uno de los lavabos de la entrada posterior. Se coloca la
bata de enfermera y los guantes. Son gestos que ya ha acabado por sincronizar, mecánicos.
Al principio, hasta que no los has hecho tuyos, parece como si cada movimiento
fuera forzado. Ahora forman parte de un engranaje, perfectamente engrasado, que
Regina ya domina con soltura. La espera será breve. Llegan dos hombres en un
coche privado. Regina los reconoce; trabajan en las vías del ferrocarril. Han
traído a un herido desde la estación: es Juan, un jornalero.
-Los hijos de puta le han pillado en el andén,
esperando a su hermana.
El otro médico se hace cargo del
herido. Con ayuda de sus dos compañeros, lo colocan en la camilla. Es
trasladado a la sala de curas. El médico, joven, curtido, llama a una de las
monjas y a Regina.
-Vosotras, ¡ayudadme!
Regina ha adquirido pericia. Ya
no necesita órdenes de ningún tipo. Sabe lo que tiene que hacer. Los gritos –el
del herido, el de sus compañeros-, el ajetreo, los movimientos rápidos y
precisos del médico no la asustan. En noviembre y diciembre ya empezaron a
recibir a algunos heridos, de menor consideración, desde la capital, los que
los hospitales de Madrid no podían acoger. El primer día se sintió perdida,
confusa; a la semana, se comportaba como si este papel lo hubiera representado
toda su vida.
El primer paso es detener la
hemorragia. No parece grave. Al menos, a simple vista. Corta la tela
desinfectada, prepara el agua caliente. Se sitúa muy cerca del médico que ha
empezado a examinar la herida de la pierna. El hombre no ha perdido la
conciencia; responde a las preguntas del médico.
-Creo que me ha entrado alguna
esquirla. Me duele.
El médico comprueba la herida. La
limpia con mucho cuidado, examinándola detenidamente. Es meticuloso. Regina lo
conoce.
-No veo
nada. Puede que sólo te haya rozado. De todas formas, necesito más luz.
La monja, sor Remedios, se acerca
con una lámpara. La coloca cerca de la herida. Mientras tanto, Regina ya tiene
preparado y esterilizado el material, por si es necesario realizar alguna
incisión u operación. El médico aprieta la zona de la herida. El paciente no
nota dolor.
-Has tenido suerte, Juan. Sólo
te ha rozado. De todas formas, te vas a quedar un par de horas, por si acaso.
El médico se gira hacia Regina.
Hace un gesto con la mano; Regina sabe lo que significa. Puede retirarse y ver
si necesitan su ayuda en otro sitio. Con la presencia de la monja, le basta.
Al salir de la sala, entran dos
heridos, traídos de la gasolinera. Uno sólo tiene heridas superficiales en la cara y el codo.
El otro, en cambio, entra, tendido sobre una camilla. Está desangrándose. La
explosión le ha impactado en el estómago. Tiene muy mala pinta. De inmediato,
Regina recibe la orden del médico jefe.
-¡Prepárate para operar!
Se lava
concienzudamente; luego, entra en una habitación, más pequeña. El herido más
grave ya ha sido colocado de espaldas a la puerta, en el interior. Su cuerpo
está temblando; el médico le administra un tranquilizante. Cierran la puerta,
encienden los focos. Un médico y dos enfermeras. Regina y una mujer de cuarenta
años, Marisa, vecina de uno de sus tíos –ella, sí, con titulación-, acompañan
al médico jefe, que ha asumido la responsabilidad de la operación. Regina se
ocupara de la parte más sencilla: limpieza de material, higiene. Todo lo que no
pueda llevar a cabo la enfermera principal.
Aunque lo hacen
de la manera más rápida posible, tardan más de diez minutos en cortar la
hemorragia. Saben que tal vez ha perdido mucha sangre, y, además, la herida
puede ser muy profunda, sin contar los fragmentos de bala que tenga en el
cuerpo. La operación es larga: dura casi dos horas. Cuando terminan, el
paciente se ha estabilizado. Tendrán que esperar a las próximas cuarenta y ocho
horas. Han hecho todo lo posible.
-Puedes irte,
Regina. Por hoy no vamos a tener más –le dice Marisa.
Regina, en la planta baja, se ha quitado la bata y los
guantes; los tira al contenedor. Sale del edificio, a
la parte posterior; se lava las manos. Nota un poco de sangre en el
brazo derecho y a la altura de los codos.
La primera vez
que ves la sangre –y así le ocurrió a Regina- te asustas. No sabes si es la
tuya o la de otro. Es tanta. El miedo te atenaza. Hay quien lo deja y no vuelve
a ese lugar. No sirve para esto; pero Regina sabe que podría ser una gran
profesional, si la dejaran. Se siente a gusto, se mueve como pez en el agua. Había
pasado la primera prueba.
Al terminar de
secarse en el lavabo, saluda a Marina. No había advertido su presencia. Está
echando una calada, a su derecha, apoyada en un murete. Últimamente, la ve, de
vez en cuando, en el Hospitalillo. Viene con menos frecuencia que Regina. Se ha
incorporado hace un par de semanas. No se le ha dado mal en estos primeros
días. No la trató
demasiado cuando coincidieron hace años –muchos, toda una vida, si lo piensa
ahora Regina- en el colegio.
Es una chica
divertida. A Regina le hace reír muy a menudo, cuando salen de fiesta algún fin
de semana por el centro del pueblo, acompañadas por alguna carabina, la madre
de Marina o la tía de Regina. Marina le ofrece un cigarrillo. Regina lo
rechaza; le sienta mal. No le gusta fumar.
-Habéis estado
dos horas. ¿Vivirá?
Regina mueve
los hombros hacia delante. Su rostro refleja más cansancio que duda. La
respuesta podría interpretarse como un “¡quién
sabe!”, algo ambiguo. Marina no insiste. Ha aprendido a dejar espacio para
el que sale de una operación complicada. La gente en ese momento no suele tener
ganas de hablar mucho.
-Mientras
estabais dentro, han traído a la mujer de Dositeo. Dositeo Moreno, el vecino de
tus primos.
Regina lo
recordaba vagamente. Vivía en el barrio de la Cruz, frente a la iglesia. Se
había incorporado como voluntario al frente. Su mujer era achaparrada, morena,
tímida. Estaba embarazada de ocho meses.
-¿Qué le ha
ocurrido?
-Ha dado a luz
en el refugio de la estación. Ha tenido suerte; había un médico y todo ha
salido bien. Le han puesto unos puntos y le han dado el alta. La niña es
guapilla.
-¿Cómo la va a
llamar?
-La llamará
Amparo, como su abuela.
Dositeo se
encontraba, por entonces, en Valencia; luego, lo trasladarían a Cataluña. Al
hundirse el frente republicano, se exiliará en Francia, donde acabará en un
campo de refugiados. Lo alistarán, nada más empezar la segunda guerra mundial,
en un batallón de trabajadores, cuya misión será reforzar las obras de
fortificación en la frontera con Alemania. Los nazis, al hundirse el frente, lo
apresarán cerca de Dunquerque. Morirá en el campo de concentración de
Mauthausen en agosto del 42. Nunca conocerá a su hija Amparo.
-Lo acaban de
decir por la radio. –dijo Marina.
-¿El qué?
–preguntó Regina.
-Los fascistas han atacado posiciones en el Jarama. Quieren cortar las vías de
comunicación, sobre todo la nacional a Valencia.
Regina sabe lo
que eso significa. Desde mañana llegarán cientos de heridos a los hospitales de
Tarancón y Uclés. Serán días muy duros. Sí, necesitará descansar.
-He cambiado
de opinión. ¡Dame un cigarrillo!
Lo enciende y
aspira el humo. Regina mira las vías del tren; por allí llegarán los vagones y
los heridos y los muertos. Mañana habrá gritos, sangre, movimiento. Hombres
jóvenes en camillas, en las salas, en los pasillos. Verá morir a esos soldados,
que días antes marchaban al frente, ilusionados…
No imagina
Regina que ese lugar, donde se salvarán tantas vidas durante estos duros
años, será abandonado. Que habrá quien quiera
aprovecharlo –como sucede casi siempre- para ganar
dinero, vendiéndolo a una constructora o a una empresa privada. Especulación
para enriquecer a unos pocos, mientras la mayoría miran a otro lado. Que
estarán también quienes quieran convertirlo en un centro para la memoria, que
sea recuerdo de aquellos que murieron durante esos años de la guerra y los de
la posguerra, asesinados, ajusticiados, fusilados, torturados.
Y, con el tiempo, acompañado por la dejadez y la desidia,
la hipocresía y el fingimiento –camaradas inseparables- el Hospitalillo se
convertirá en un edificio en ruinas, como tantos otros. Olvidado, despreciado,
será un ejemplo de la estupidez y los intereses humanos, paradigma de la
cobardía, el miedo y el egoísmo.
Regina apaga el
cigarrillo en la pared encalada y respira profundamente. Llena sus pulmones con
todo el aire del que es capaz. Lo va a necesitar.