1.
Me encuentro en una cripta de la calle madrileña de Ferraz, en el número 72. Son las ocho de la noche.
Una suave noche de otoño.
Es un funeral: recordamos a Joaquín.
Sí, es cierto, los que estamos allí, apreciamos o amamos a
Joaquín, pero noto que al ritual católico, -al que tantas veces asistí, cuando
era pequeño, y por el que ahora siento indiferencia- le cubre una espesa y
negra capa de hollín…
Una ceremonia vacía, un ritual que debo respetar; sin embargo, al
fin y al cabo, mi madre también creía en ese ritual…
Es hueco; como algunas despedidas, a la salida del funeral: de
personas a las que no veré, con las que no he tenido en los últimos años ni tendré
demasiado trato, extrañas, cuyo único lazo en común, en muchos casos, es que
Joaquín dejó un poso, una huella, más o menos profunda, en nuestras vidas…
Hay otras despedidas, sin embargo –como con los padres de Joaquín
o la hermana de Zita, a los que ni siquiera conocía-, que logran conmoverme,
aunque sólo haya entablado con ellos un breve intercambio de frases o palabras…
Me conmueve…
Me conmueve…
…cuando el párroco, amigo personal de Joaquín, menciona que este
lugar, la cripta donde celebramos el funeral, fue el sitio donde Zita y él se
conocieron, el espacio donde se casaron: un comienzo y un final.
Me conmueve…
…cuando la hija de ambos, una adolescente de 14 años, Itziar, -que
en un gesto de rebeldía, se ha teñido el pelo de pelirrojo, hace unos días- se
dirige al altar y, con cierta timidez, -que nos despierta ternura- enciende una
vela.
Metáforas. La mano de Itziar: el futuro. La vela: Joaquín, su luz…
Me conmueve…
…cuando Zita nos agradece –su voz tiembla- que estemos allí.
Itziar y los padres de Joaquín lloran. Nosotros, también…
Me conmueve…
…cuando Zita nos confiesa que al empezar a caminar por un sendero
o una calle conocida –gesto cotidiano, el de todos los días-, le recuerda y se
le escapan las lágrimas…
2.
Hace muchos años. Me encuentro en una sidrería, un Lizarrán, el de la plaza de
Puerta Cerrada. Son las cinco de la tarde.
Una fría tarde de invierno.
Es una cálida celebración: un encuentro anual.
Hemos bajado por las escaleras a un sótano. En un espacio reservado, hay una
mesa con asientos corridos, sin respaldo. Es un lugar conocido: tenemos por costumbre celebrar
comidas allí cada cierto tiempo.
Conmigo se encuentran Joaquín, Jorge, Carlos –cuyo apodo es El
comandante-, Zita… Habría más gente, pero sus rostros los he olvidado…
Un amigo de Joaquín acaba de fallecer. Lo recordaban.
Y, entonces, Joaquín –no puedo asegurarlo, pero creo que fue él
mismo- levantó un vaso de patxarán o de sidra y dijo:
- ¡Brindemos por él!
Es extraño.
Tuve la sensación de que en ese momento aquel amigo brindaba con nosotros…
que estaba allí.
¡Brindo por ti, Joaquín!
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