sábado, 16 de agosto de 2025

EN BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO

 


En busca del tiempo perdido empieza con un despertar: ese momento en el que nos hallamos entre el sueño y la realidad. No es casualidad, porque ese es el tono que mantiene toda la obra, como si el autor no supiera distinguir a veces donde se sitúa uno u otra. Los sueños, efectos de nuestros deseos o rescoldos de nuestras impresiones diarias, deforman el tiempo, confunden la memoria, transforman lo vivido. 

El comienzo, que gira durante más de cuarenta páginas alrededor del último beso antes de dormir de una madre -que no deja de ser la primera frustración, el primer desengaño-, toma nuevo impulso con la famosa escena de la magdalena. A partir de aquí se describen recuerdos de una infancia en Combray y aparecen o se mencionan los personajes que fundamentarán la narración; en parte, Combray es un paraíso perdido; en parte, como Macondo en Gabriel García Márquez, centro y ombligo de un mundo imaginado y recreado. Están, sin duda, entre las mejores ciento cincuenta páginas de la literatura. 

El final refleja, a la manera de un espejo, ese comienzo. Las últimas doscientas páginas del tomo séptimo hablan de la vejez y de la muerte. Y es otro recuerdo, despertado por un detalle ajeno en apariencia a la realidad que lo recrea, el que enciende la mecha: en este caso, una baldosa mal colocada. Y de nuevo será la excusa para desarrollar una reflexión que, opuesta a la de la niñez, equilibra la obra, la completa. Asistimos a una cena, transformado en un aparente baile medieval de la Muerte, en el que los personajes que han sobrevivido -los que no han muerto durante la primera guerra mundial o antes-, son solo máscaras, fantasmas decrépitos. Es el final de una época. Y, sin embargo, como diré más tarde, no podemos hablar de pesimismo; si acaso, de un cierto fatalismo.

El resto de la obra, enmarcado entre estas dos poderosas luminarias, es un papiro o pergamino antiguo, como si se desenrollaran los personajes, el ambiente, el mundo que desea recrear, en los que la forma y el contenido se alimentan y amplían y, al mismo tiempo, se repiten en infinitas variaciones. 

La forma se desarrolla en párrafos que se dilatan hasta la extenuación y cada cierto tiempo se rompen, se quiebran en saltos temporales en los que el presente se confunde con el pasado y un futuro que se nos anticipa, confuso y contradictorio. 

"He llegado a un momento en que, cuando recuerdo el baptisterio, ante las aguas del Jordán donde San Juan sumerge a Cristo, mientras la góndola nos esperaba ante la Piazzetta, no me es indiferente que en la fresca penumbra estuviera junto a mí una mujer vestida de luto con el fervor respetuoso y entusiasta de la mujer de edad que vemos en Venecia en la Santa Úrsula de Carpaccio, y que aquella mujer de rojas mejillas, de ojos tristes, con sus velos negros, y a la que, para mí nadie podrá jamás salir de ese santuario suavemente alumbrado de San Marcos donde estoy seguro de volverla a encontrar porque tiene allí su sitio reservado e inmutable como un mosaico, que esa mujer sea mi madre".

Si bien es cierto que el tema central es el recuerdo -un recuerdo a la manera de palimpsestos a veces: "su aparición siguiente es una creación nueva distinta de la inmediatamente anterior y a veces distinta de todas las anteriores"-; o en otras, ráfagas que fracturan la realidad y la transforman, es el olvido o su turbadora presencia la que se impone tanto en el amor como en las relaciones personales que construyen el entramado narrativo. Los espacios como Balbec -una población de veraneo, junto a la playa, que servirá para el encuentro con las delicias del amor y Albertina- o los barrios de París y sus palacios -lugares en los que se desenvuelven celos, mezquindades, pasados gloriosos- o Venecia -ese viaje deseado que se disuelve y pierde su consistencia, cuando no puede ser compartido-.

"La realidad que yo conocí ya no existía... Los sitios que hemos conocido no pertenecen tampoco a ese mundo del espacio donde lo situamos para mayor facilidad... Si queremos viajar a un lugar en el que hemos estado es mucho mejor, como en una excavación, buscarlo en nosotros mismos... el recordar una determinada imagen no es sino echar de menos un determinado instante, y las casas, y los caminos, los paseos, desgraciadamente son tan fugitivos como los años..."

No nos olvidemos del humor, sutil, elegante, irónico, un humor que encaja con el personaje de Charlus y que nos recuerda al que tenía el mismo Proust en los salones a los que asistía en su juventud u Oscar Wilde. 

-...¡Qué excelente hombre era el padre de usted! ¡Cómo se notaba que debía de ser una familia honrada!...

Se notará que si vivieran todavía, los padres y el hijo, el duque de Guermantes no habría dudado en recomendarlos para un puesto de jardineros... "

Y no es casualidad que mencione a los tres, ya que la presencia de la homosexualidad ocultada, aparentada -en el gran amigo Roberto o en Charlus- o el lesbianismo -en personajes como Gilberta, Albertina, Andrea o la hija de Vinteuil- forme parte inherente de una representación y una profunda crítica -aunque parezca superficial- del mundo de los salones de los Verdurin o los Guermantes, representantes sociales del Fauborg Saint-Honoré.

Esa hipocresía que revienta las costuras en momentos muy puntuales: la muerte de la abuela, que es una agonía terrible en el que el autor no oculta ningún detalle; o cuando Swann confiesa a la duquesa de Guermantes que en unos meses va a morir y por eso no podrá acompañarlos a Italia, ambos situados en el tomo tercero. 

Otro de los temas que recorren la obra como un leitmotiv y le confieren unidad es el caso Dreyfus con implicaciones políticas y sociales; un escándalo que dividió Francia en dos, despertó el antisemitismo y el nacionalismo más ramplón y que, más allá de la vida de Proust, nos permitiría distinguir, como si fueran las ondas que crea en el agua de un estanque la caída de una piedra, sus consecuencias en la evolución histórica de este país durante el siglo XX. 

¿Y qué decir de la psicología? Si la obra de Proust es renovadora, es, sobre todo, porque sabe explicar todas las complejidades de la naturaleza humana. 

"La necesidad de hablar nos impide no solo escuchar, sino también ver, y en este caso, la ausencia de toda descripción del medio exterior es ya la descripción de un estado interior".

No es el primero, por supuesto; Proust podía encontrar referentes y es evidente que bebe de esos precedentes en su propia tradición literaria -Stendhal, Balzac, Zola- o de otras -Dostoiesvski, Tolstói-. Sin embargo, es en Proust donde esta descripción psicológica llega a su máxima expresión para describir emociones o obsesiones como los celos, la vanidad, el orgullo, sean individuales como colectivos, porque es consciente de que la psicología individual "influye poderosamente en la de los pueblos".

"¿No es una prueba de clarividencia..., puesto que el deseo, que va siempre hacia lo que nos es más opuesto, nos obliga a amar lo que nos hará sufrir? En el encanto de un ser, en sus ojos, en su boca, en su tipo, entran ciertamente los elementos desconocidos por nosotros que pueden hacernos desgraciados, tanto que sentirnos atraídos por ese ser, comenzar a amarle es, por inocente que le creamos, leer ya, en una versión diferente, todas sus traiciones y todas sus faltas"

Podríamos pensar -y no nos equivocaríamos- que su visión del amor es pesimista. Son constantes estas referencias: "no podemos salir de nosotros mismos...; toda conversación, sobre todo entre los amantes, está llena de mentiras...; todo ser se destruye, eso que llamamos recordar a un ser es olvidarlo cuando dejamos de verlo... esa vida que falseamos sin cesar...". Y, con todo, hay una tabla de salvación que se resume en otra de sus frases amplias y elegantes: "...Y aunque este amor produzca desilusiones, al menos, agita también la superficie del alma, que sin esto podría llegar a estancarse. El deseo no es, pues, inútil para el escritor, primero porque le aleja de los demás hombres y de adaptarse a ellos, después porque imprime movimiento a una máquina que, pasada cierta edad tiende a inmovilizarse..."

No hay personaje que no tenga un desarrollo concienzudo de sus rasgos más destacados. Incluso aquellos a los que solo les dedica unas líneas o algún episodio, adquieren una fuerza e intensidad que pocos autores sabrían conseguir: Amando o Jupien; Cottard o Saniette.

El Arte o las reflexiones estéticas son puntales que sostienen la estructura. Autores inventados -pero basados en otros reales-: Elstir -el pintor impresionista y experimental que, a veces, te recuerda a Turner y en otras a Monet-; Vinteuil -y su música, tan parecida a la de Satie, cuya abstración y, sobre todo, con su Sonata, servirá para despertar en los personajes emociones que no logran comprender o no pueden controlar-; Bergotte -el maestro, un trasunto de Anatole France, que le servirá de referencia, aunque se aleje de su temática, para reconstruir su mundo-. Y, por último, la Naturaleza, contemplada a través de esta sensibilidad y este pensamiento.

Proust cierra una etapa de la literatura, la culmina y abre el camino a otros autores -Virginia Woolf, Joyce, Kafka- donde la voz interior se descompondrá en miles de teselas, en el que la psique se desintegrará en fragmentos, en el que la locura, que Freud y Jung van a revelar y sacar del subconsciente, impondrá definitivamente la individualidad. Monet dará paso a Picasso y a Munch; Satie a Stravinsky y Schönberg. 

Existen dos intentos de adaptar al cine a Proust. La primera es El amor de Swann

Es sobre todo una parte del primer tomo y el final del tercero. Por supuesto, es imposible -porque el cine solo tiene la voz en off y esta muchas veces es una rémora- captar la trama interior del personaje de Swann: sus reflexiones, divagaciones, obsesiones. Es fiel al original y el guionista logra recoger -y lo consigue- los momentos más importantes de la relación entre Odette, su mantenida o querida, con Swann, una relación que es como un espejo paralelo de la que luego tendrán el narrador con Gilberta, la hija de Swann y Odette, y, sobre todo, con Albertine. Y los resume en un solo día. El intento es loable y los detalles de ambientación están muy cuidados, pero falla el tono. Los actores, a pesar de tener talento y expresar bien la psicología de sus personajes, no logran salvar la frialdad del conjunto que es desvaído, muy lejos de la grandeza del original. Hay aspectos, aún así, a destacar: los matices sutiles que imprime en su personaje, la condesa de Guermantes, una espléndida Fanny Ardant; la conversación que mantienen en un plano fijo Odette y Swann, mientras escuchan, aislados de los demás integrantes del salón de los Verdurin, la Sonata de Vinteuil; el plano fijo de Swann, saliendo a la calle, abriendo la puerta, como un poseso, buscando un rival que se ha volatilizado, como si fuera un fantasma; una mirada irónica de los plebeyos y los criados, con una gestualidad al borde de lo humorístico -el peluquero o el cochero- que aportaría una visión muy diferente, si el guionista hubiera elegido ese camino, y que nos recuerda a otro gran personaje secundario, el de la criada Francisca. 

La cautiva de Chantal Akermann es una versión del tomo quinto, La prisionera.

Akermann, una de las directoras más interesantes de su generación, es fiel, aunque intente experimentar en momentos puntuales y esa es su mejor aportación. Sitúa a sus personajes en la actualidad. Piensa que es inútil apoyarse en mecanismos literarios y apunta otras opciones más visuales. 

Enlace película completa

Varía también el objetivo de la obra de Proust. Akermann, feminista militante, intenta entender los celos y toda la gama de acciones, gestos, palabras y manipulaciones que Proust describe pormenorizadamente en la novela, pero, en cambio, su elección estética es de una frialdad, casi glacial, en la relación que establecen los personajes. 

Parte del encuentro con Albertina y sus amigas en Balbec -la grabación en un vídeo casero que le permite recordarlas; mantiene con esta decisión la idea, presente en la obra original, de un observador masculino, que se enamora de 'esas muchachas en flor', e insinúa las relaciones lésbicas entre Andrea y Albertina- para pasar, ya en París, a cómo él la sigue y vigila por las calles de la ciudad y, a continuación, contar su convivencia. 

No se entiende la presencia de unos obreros en la casa o la de la criada Francesca o la abuela -que en la novela había muerto años antes-; no hay nada que lo explique. Si alguno de los episodios -por ejemplo, cuando encuentra a Andrea y a Ariana (la Albertina de la novela) en su habitación o su visita a Léa en el teatro- y casi todos los diálogos son idénticos al original proustiano -situándolos no solo en la habitación, sino también en los viajes en coche que hacen los personajes, agilizando la narración-, en otros Akermann encuentra otras formas de narrar la historia: la secuencia en la que el protagonista la persigue por diferentes espacios de París; el juego de sombras que se repite en tres ocasiones, como si los personajes no fueran reales, sino solo fantasmas; la escena de la ducha -sus cuerpos, separados por una mampara; pueden verse, pero no tocarse-; que el protagonista solo pueda hacer el amor cuando ella duerme; la canción compartida por otra cautiva, en el piso de enfrente; la conversación que él mantiene con dos de sus amigas, intentando entender la relación entre dos mujeres, casi como si fuera un falso documental. 

A pesar de estos detalles, que me parecen interesantes, en general, esa estilización y esa frialdad no logra cuajar de todo. El final completamente inventado, que sitúa en el mar -solo coincide en que muere Albertina-, desconcierta y decepciona. 

Como decía antes, la conclusión de En busca del tiempo perdido no es pesimista. Sí, los personajes mueren. Sí, Proust ha descrito una época agonizante, en trance de desaparecer. Y, sin embargo, va a ser capaz de recuperarla. A lo largo de la obra el narrador no se ha sentido con fuerzas para ponerse a escribir -fuera por pereza, falta de carácter o convencido de que no tenía talento-; y, entonces, al asistir a ese fúnebre baile de máscaras entiende que ha llegado el momento. Tiene que hacerlo antes de que sea demasiado tarde.

"La verdadera vida, la vida por fin descubierta y aclarada, la única vida, por consiguiente, plenamente vivida es la Literatura".

"Por eso, si llegaba a disponer de bastante tiempo para realizar mi obra, no dejaría de describir en primer lugar a los hombres, aunque con ellos los hiciera parecer seres monstruosos, como ocupantes de un lugar tan considerable junto al -tan limitado- que les está reservado en el espacio; un lugar, al contrario, tan prolongado sin medida, ya que tocan simultáneamente, como gigantes sumergidos en los años, épocas tan distantes, entre las cuales tantos días han ido a situarse... en el tiempo."

El Arte -eso nos asegura Proust-, y sólo el Arte, cuando las religiones han fracasado para ofrecernos la Eternidad, puede recuperar a los muertos, darles una nueva vida, rescatarlos del Olvido. 

viernes, 8 de agosto de 2025

LA BOCA ABIERTA DE PIALAT

 


El miércoles vimos una serie producida por Disney, Yo, adicto, basada en las memorias de un ex-adicto a la cocaína y al alcohol, Javier Giner, un conocido`influyente' -es rara esta castellanizacion del termino inglés-. 

Mal cine. Sentimental, moralista, vulgar, histriónico. Seguro que algunos políticos y responsables educativos recomendarán que se la pongamos a los adolescentes para que así no consuman drogas... Habrá quien lo haga. Previsible, convencional, torpe. Es lo peor del cine actual con sus taras, hipocresías y banalidades: mensajes pedagógicos y farisaicos al gusto de algunos orientadores escolares y de los periodistas y críticos con sus intereses particulares. La droga existe porque es un gran negocio y están los que gsnan mucho dinero y los que ganan muchos votos; eso no aparece, por supuesto. Nos quedamos en la superficie, como siempre. Es el cine que le entra por los ojos a la mayor parte del público; es el cine que atonta con su estupidez.

Para quitarnos el mal sabor de boca, este jueves descubrimos La boca abierta de Pialat. 

Una mujer se muere. Asistimos a su agonía junto a su hijo y su marido. Ningún personaje es perfecto; tienen grandes debilidades. Los dos, el hijo y el marido, son mujeriegos; ella ha aceptado el papel de esposa perfecta y madre sin rebelarse. El padre es racista; el hijo es perezoso e indolente. La pareja del hijo, un personaje más secundario, mantiene con él una relación extraña -se acuestan, sabiendo que la engaña con prostitutas, y acepta su apatía vital-. 

Y esto sucede mientras la mujer pierde, primero, la movilidad; después, el habla. Finalmente, deja de respirar. Es un proceso lento, incómodo, desagradable: se cuenta de manera precisa, rigurosa... 

La boca abierta de los muertos: la que hemos visto cuando murieron nuestros abuelos o nuestros padres. Conocemos bien esa imagen. La hemos vivido. Se muere con los ojos y la boca abierta. Seca, dura, sobria. Describe la realidad con una brutalidad documental. Sí, así se muere; así moriremos.

Después del entierro dos planos -el primero, desde la parte trasera de un coche, que se aleja del pueblo; el otro, la puerta de una tienda de ropa, cerrándose, y un hombre se queda solo- concluyen de manera impecable una película que aún hoy sorprende por su modernidad. No deja hueco para el disimulo o la simulación. Estamos demasiado acostumbrados en estos tiempos a que nos edulcoren la realidad en el cine o en la televisión.

Sin embargo, al principio de la película, el director abre una puerta, la única que permite cierta serenidad o espiritualidad, donde lo físico, sea el sexo o la degradación de un cuerpo, no adquiere tanta importancia.

El hijo y la madre vienen del hospital. Los dos saben que ella va a morir, pero ninguno de los dos lo dice. Hablan de otra cosa: de los engaños del padre y marido; de la educación que ella recibió de su padre, el abuelo del joven, brutal, distante, sin ninguna cercanía emocional -el hijo admite que él conoció a otro hombre muy diferente-. Y entonces el joven decide poner un tema de una opera de Mozart, Cosi fan tutte, en el tocadiscos. La escena dura dos minutos. Un solo plano. Dos actores. Ambos la escuchan en silencio. Es un momento compartido en el que las mezquindades del día a día, la degeneración y descomposición de un cuerpo enfermo no entran, no tienen cabida. Incluso yo diría que ella es feliz, por última vez. Y, sin embargo, no podrán impedir lo inevitable. 


martes, 5 de agosto de 2025

HONG SANG SOO Y BAS DEVOS


Sencillez es algo que se alcanza cuando descubrimos que la esencia del mundo es esa y no otra. Hong Sang Soo hace mucho que ha llegado a ella. Así que no sorprende que las últimas películas, aunque los temas parezcan baladíes, sean más profundas, si miramos con atención. Los personajes comen y beben y hablan y solo eso, pensamos. Nos engañaríamos; hay mucho más bajo esa primera capa.

No importan las tramas. En Nuestro día son dos: por un lado, dos amigas maduras, una joven que quiere ser actriz de cine y pide consejo a una de ellas y un gato que se pierde; por el otro la visita de dos jóvenes a un viejo poeta epicúreo y budista.


En In water tenemos solo a tres personajes preparando un cortometraje; no importa que casi toda la película esté desenfocada; es un guiño del director, burlón, divertido. 


En La viajera vemos a una mujer francesa que utiliza un método de aprendizaje peculiar con dos alumnas; en la tercera parte conocemos a un chico joven que la ha acogido en su casa, sin preguntarle nada, desde que la vio en el parque tocando la flauta. La visita de su madre, que insiste que no debe fiarse de ella, no cambia el criterio del joven; conservarán su amistad. 

Y, sin embargo, los temas son los eternos: la muerte, el deseo, la amistad, la ausencia, los pequeños placeres, tratados, eso sí, con naturalidad, apartando la hojarasca, tomando lo esencial.

En este fragmento Albert Serra intenta explicar el proceso minimalista al que ha llegado Sang Soo. No  comparto su tesis, pero es curioso el planteamiento.


Mi interpretación es otra: no es una decisión forzada por las circunstancias, como piensa Albert Serra, sino buscada. Aunque tal vez, obligado al principio, haya tomado ese camino, lo ha elegido porque encaja perfectamente con su forma de ser y vivir. Estamos ante un director que trabaja con un equipo muy reducido desde hace bastantes años, que ha depurado el cuerpo y la mente de su arte. Ajeno a la industria y a sus intereses comerciales, disfruta haciendo cine simple y natural. 

Es maravilloso que exista un director como Hong Sang Soo. 

Bas Devos es diferente. O quizá no lo sea tanto. Tiene más medios, pero hay en su evolución -hablamos de una filmografía corta en comparación con el director coreano, ya que solo ha dirigido cuatro películas- esa tendencia a estilizar y simplificar las historias y la manera de contarlas. Sin llegar, por supuesto, a la purificación espiritual de Sang Soo.

Si en sus dos primeras películas Devos hacía aparecer elementos narrativos más complejos, estos han ido dejando paso a planos largos más sencillos, ideas más refinadas; de películas con varios personajes o, como en la segunda, con cierta coralidad, se elige en las dos últimas -Ghost Tropic y Here- a un único personaje y su recorrido simbólico y físico por la noche de Bruselas, en el primer caso, 


y a un hombre solitario y una bióloga en el segundo; será la Naturaleza quien los una en un encuentro mágico y espiritual, sencillo y austero.


Sus personajes pertenecen a los nuevos inmigrantes: rumano o árabe o chino y los problemas que encuentran en su día a día están presentes -soledad, dificultades económicas, incomunicación entre generaciones-, pero la forma de contarlo es diferente a la que tenían los hermanos Dardenne -la cámara en mano es sustituida por planos medidos, fijos, elegantes- y, sin duda, no es el centro de interés del joven director belga. No hay en sus obras un objetivo social; es, más bien, metafísico.

Aunque parezca extraño Bas Devos no está tan lejos de Hong Sang Soo. Buscan lo mismo, aunque les separe, nada más ni nada menos, que una civilización y una cultura. 




EL CUARTETO DE ALEJANDRÍA

 


Estamos ante una obra tan compleja y redonda que sería imposible poder abarcarla en la entrada de un blog. Es tan inútil hacerlo como la única versión cinematográfica de la primera parte de esta tetralogía, Justine, torpe tentativa, vulgar y desmañada.


No sé si una serie de televisión le haría justicia. Debería captar algo que tal vez solo la literatura puede, si acaso, insinuar. 

¿Cuál es el hilo conductor de estas cuatro novelas de Lawrence Durrell, Justine, Balthazar, Mountolive, Clea? 

No está en sus elegantes y bellas descripciones ni en el cuidado desarrollo de sus personajes. Tampoco en el primer narrador, Darley, un escritor en ciernes, que ofrece un punto de vista alterado a lo largo de la narración. Otras miradas se irán añadiendo, corrigiendo la impresión inicial, confundiéndonos, a la manera de un palimpsesto. 

¿Está en Alejandría, una ciudad construida a capas, estratos, griega y árabe, copta y judía, sensual y asceta, fanática, violenta, esceptica, ciudad de Cirilo e Hipatia, ciudad de Alejandro y Cleopatra, la del desierto y el mar? ¿Está en el amor o el sexo, fingido o real, confuso y contradictorio, que sus personajes buscan en las calles de la medina, en sus habitaciones, en sus camas? ¿O está en el arte, en esa necesidad de mantener el recuerdo de lo vivido, incapaz de alcanzar la verdad de los hechos, porque "la verdad, no hay nada que con el tiempo se contradiga más" o "¿quién puede atreverse a soñar que ha cazado la imagen fugitiva de la verdad en toda su aterradora multiplicidad?". Los personajes recitan los fragmentos de Cavafis en griego como los muecines desde los minaretes su oración, intentando dar sentido al mundo.

Sí, no nos engañemos, es el tiempo, la memoria, la que cohesiona lo desordenado, deslavazado, impreciso, oscuro, indefinido, irreal para darle una pátina de antigüedad, elegante y digna. Y sus personajes y no solo los que dan nombre a los libros, sino también aquellos que los acompañan en su madurez, en su locura, en su muerte: Nessim, Pursewarden, Pombal, Amaril, Leila, Liza, Scobie, Naruz...

"¿No depende todo de nuestra manera de interpretar el silencio que nos rodea?"

¿No depende todo de nuestra manera de aceptar la soledad? 

Personajes conscientes, anhelantes de ese deseo de eternidad que nunca podremos alcanzar. 





martes, 29 de julio de 2025

DE RERUM NATURA

 


Leyendo en latín a Lucrecio, recupero algo que escribí hace muchos años...

PRÓLOGO: LUCRECIO
Año 698 desde la fundación de Roma: 55 a.C. Verano.

Tito Lucrecio Caro terminaba el sexto libro de su gran obra, De rerum natura. 
Dejó el cálamo en el tintero. Se secó el sudor con un pañuelo; tenía fiebre…

“…muchas eran las señales de la muerte: la mente perturbada por la tristeza y el miedo, un rostro lleno de furia y fuego”.

¿Se estaba muriendo? Se acercó a un espejo. Sí, los ojos enrojecidos, la piel macilenta, su cabeza hervía; el cuerpo, débil, parecía un junco a punto de caer, golpeado por el viento y la tormenta.

“…estaba la garganta bañada de sudor y un líquido negro, y los esputos de color amarillento bloqueaban la salida del aire. Las manos temblaban. Desde los pies, poco a poco, el frío se extendía por todo el cuerpo…”.

Miró su lengua: blanca, seca, dura. Necesitaba descansar, pero tenía que escribir unas líneas más antes de tumbarse en el lecho. Cogió una tablilla de cera.

“…Memmio, te pido que te ocupes de esta obra. Cicerón sería el hombre adecuado para editarla, si mi vida llega a su fin, antes de tiempo…”

Notó el temblor de sus manos. Enfrentarse a la muerte. Epicuro nos enseñaba a mirar de frente a la que siempre ha de venir y hacerlo, además, con valor. Nada hay que temer. Lucrecio pensó que había sido un hombre solitario sin una mujer que lo cuidara o a quien protegiera entre sus brazos. Venus no me fue propicia, concluyó Lucrecio. Eso sí, con pocos y buenos amigos. El placer es el bien supremo. Se echó en el diván. Cerró los ojos. 

Soñó que estaba en Atenas. Que la peste se extendía por toda la ciudad. Pericles había muerto. Vio cadáveres por las calles pudriéndose, úlceras, gangrenas. Mujeres que gritaban a su alrededor; piras funerarias diseminadas, aquí y allá. El olor era insoportable. Cuerpos descomponiéndose. Se acercó a una fuente; recogió el agua entre sus manos. Su sabor era agrio. Sintió que se ahogaba. Despertó. Se levantó de golpe, como un resorte. Tenía que escribirlo. Se acercó a la mesa. Cogió de nuevo el cálamo. 

“… cadáveres en todos los sitios, en todas las casas. Cuanto más se extendía la epidemia, la muerte los acumulaba más amontonados, más revueltos. Muchos yacían, sedientos en las calles, tras haber arrastrado sus cuerpos a las fuentes, privados de la vida por la dulzura del agua, tomada sin moderación; verías por todas las calles de la ciudad cuerpos débiles, desfallecidos, cubiertos sus miembros podridos con harapos que morían en el fango: sólo les quedaba la piel sobre los huesos, y casi como muertos con úlceras terribles y suciedad…”.

Lucrecio continuó escribiendo durante más de dos horas. De manera desesperada, febril. La cabeza le daba vueltas, pero la inspiración no se detenía. Una ola de calor que pasaba de la sangre, hirviendo, a los dedos de su mano. Sus manos se detuvieron; ya no eran capaces de escribir las palabras que bullían en su mente. Los músculos de su cuerpo no le respondían. Perdió el conocimiento, al trazar con el cálamo las palabras del último verso.

“…antes que separarse de los cadáveres…”.

Al despertar, se encontró tendido en su lecho. Su esclavo lo había llevado allí. Un doctor comprobaba los latidos y la temperatura de su cuerpo. Le pareció ver a Memmio.

-Memmio, Memmio. ¡Protege mi obra! -gritó Lucrecio.

Fiebre alta. Veía a su madre y a su abuela, al borde de la cama. ¿Sería un delirio? ¿No habían muerto hace años? ¿No murió su madre al dar a luz al Tito Lucrecio Caro, que ahora notaba que el aire no penetraba en sus pulmones? Notó una caricia en la mano derecha. Fantasmas, simulacros que desaparecerán cuando él mismo desaparezca. Su aire se mezcla con el de la habitación. Epicuro, un dios. Lucrecio, su poeta. Nada hay que temer. 

“…de qué conflictos y de qué peligros no ha de limpiarse el corazón del hombre que se entrega a sus pasiones…”.

El temor es inútil. La vida llega a su fin. Me descompongo en átomos que se mezclarán con otros. 

“…aparta al hombre de cuántos deseos, de sus preocupaciones y temores…”.

Tito Lucrecio Caro sintió que sus huesos se volvían de cristal, que su mente se disipaba en las brumas, que su cuerpo se diluía entre los efluvios de las velas. Tito Lucrecio Caro dejó de respirar al atardecer de un caluroso día de verano.











LA FURIA

 

La furia de Gemma Blasco es un primer trabajo de gran calidad. En el fondo no es tanto una reinterpretación de Medea de Eurípides, obra de teatro que aparece desde el primer momento como el espejo en el que se refleja la protagonista, una actriz que aprovecha ese dolor para interpretarla de una manera muy personal, sino que se acerca más al mito de Electra, aunque en este caso la víctima de las iras no sea su madre, sino el hombre que la ha violado, y el vengador, aunque no se llame Orestes, sí sea su propio hermano.

El mito griego es retomado y adaptado al mundo actual para construir un personaje tan incómodo y desagradable como la propia Medea o Electra. Todo gira alrededor de ella y ese es su gran acierto y también su mayor debilidad. El resto de personajes no tienen ninguna presencia e, incluso, uno diría que se convierten en peones para los objetivos de la protagonista. Esto es muy evidente en el personaje del hermano, poco desarrollado, y que acaba haciendo lo que ella desea, aunque nunca se lo haya pedido explícitamente. 

Y está bien que sea así. Si hubiera apostado por desarrollar a estos personajes -el padre ausente, la madre solitaria, el hermano inmaduro y perdido- tendríamos una película más, de esas que gustan ahora en el cine español. Lo que la hace diferente es precisamente que los deje a un lado para construir un único personaje que entronque con los grandes mitos. 

Incluso, salvando las distancias, uno pensaría, cuando asiste durante la película a la caza del jabalí y a las dos escenas de desollamiento, también en el mito de Acteón y Diana, donde Acteón ha cometido el sacrilegio de ver desnuda a la diosa -una violación, si lo pensamos, para esta diosa, símbolo de la independencia femenina-. Y el castigo solo puede ser la muerte.

La furia funciona porque sabe muy bien equilibrar los elementos mitológicos con detalles de la vida cotidiana y acierta al no convertirse en una película que busque entender psicológicamente al personaje bajo una perspectiva comprensiva y tradicional. Hay feminismo -Medea es la gran obra feminista de la Antigüedad-, pero, como su referencia literaria, es desagradable, agresivo, explosivo; no es políticamente correcto. El personaje es cruel, sin saberlo, y es incómodo, brutal, animal -reconoce a su violador por el olor como un perro de caza-. Su dolor no admite medias tintas y manipula de manera despiadada, sin que ella misma sea consciente o quiera reconocerlo.

Si en las próximas películas Gemma Blasco se decide por dejar esta línea, tal vez se asiente en la industria, pero perderá la fuerza, intensidad y garra que ha revelado en esta opera prima.

EXPOSICIONES EN MADRID

 


En el Reina Sofía la pintura de Néstor Martín-Fernández destaca por su tratamiento de los cuerpos y el erotismo y cierto decadentismo y esteticismo que le acerca a la sensibilidad de un Ruben Darío. En la de Laia Estruch, más bien, tendríamos que hablar de una puesta en escena, pero sin su presencia, ya que es una artista perfomativa, y el espacio en que los desarrolla, nos falta lo esencial. Me atrajo la vida y las decisiones artísticas de Huguette Caland con una combinación de abstracción y arte sutilmente pop está marcada por una visión libre de su feminidad y triste y desolada, a la par que tierna, del exilio pasando por la experimentación con las letras, los colores y las líneas. 

En Caixa Forum la exposición sobre Alicia en el país de las maravillas, preparada para el gran público, con ciertas ausencias -las fotografías de niñas desnudas de Carroll, ese lado oscuro, disonante e incómodo desde nuestra perspectiva actual- y comentarios extraños -considerar a la Alicia real casi una protofeminista-, pero, en general, interesante cuando explica las versiones, tanto las cinematográficas como las interpretaciones más libres, en campos como la moda o el videoclip.

En Maphre están los retratos que cada año Nicholas Nixon hizo a las hermanas Brown durante casi cincuenta años; ningún otro tipo de trabajo puede reflejar mejor el paso del tiempo, su crueldad. La visión de José Guerrero despertó mi curiosidad al trabajar los espacios oscuros y ocultos y también amplios y solitarios sean en Carrara, en las llanuras extremeñas, en las brechas que se abren al cielo o en el interior de un acueducto en Roma.

En la Biblioteca Nacional se recuerdan las facetas contradictorias de Jorge Semprún; fue ministro de Felipe González y comunista antifranquista y miembro de la Resistencia Francesa y guionista de culto con Resnais y Costa Gavras y escritor memorialista. No hay juicios de valor; es un recorrido neutro. 

En las exposiciones de Gabriela Iturbide, en la Casa de México, y la colectiva del Instituto Italiano, ambas de fotografía, se encuentran tanto las que reflejan una etnografía -más alejada en el tiempo la italiana, en la Sicilia o Nápoles de los años cincuenta- como las que expresan un interés más abstracto por las formas. 

Deja un poso extraño la última: Duane Michals. Magritte le abrió las puertas del inconsciente y, sin duda, son las que giran alrededor del sueño las imágenes más poderosas. No es tanto una fotografía, sino una secuencia de estas las que construyen una historia, como ocurre en las imágenes que introducen esta entrada: una niña tiene miedo de que el Coco esté detrás de un abrigo; comprueba que no hay nadie y vuelve a dormirse, pero, de repente, su miedo se hace realidad. Para Duane el cuerpo es solo un escenario del espíritu y necesita romper esa percepción de la realidad que solo llega a través de los sentidos. En las últimas obras la nostalgia, la pérdida se mezclan con un humor socarrón. 

domingo, 20 de julio de 2025

UN CAFÉ

 


Pobreza en Cuba. Eso dicen los medios. 

Aquí, en mi barrio, en mi calle, un hombre que no tendrá más de treinta años, lleva más de nueve meses en una tienda de campaña. Ha escogido un hueco, aislado del centro de la avenida, pegado al edificio de la Seguridad Social. No habla con los vecinos. Consigue algo de comida y bebida en las tiendas cercanas. Se apoya en el muro. Deja pasar el tiempo. A veces su mirada trasluce cansancio; en otras pensarías que es un Diógenes africano, ajeno al trasiego diario, porque esboza ante lo que le rodea una ligera sonrisa. No se aleja mucho de los escasos enseres que tiene. Sabe lo que es vivir en la calle con el frío y con este calor, bajo la lluvia y el viento.

Está cerca de la boca del metro. Hoy he quedado en Vallecas en Ikea con un amigo. Dos o tres estaciones y subo otra vez al exterior. Y allí me encuentro mantas y un saco de dormir, apoyados en el murete acristalado de la entrada. El propietario de estos enseres no busca la tranquilidad del primero; necesita el dinero y nos lo pide a bocajarro.

-Tomemos un café en el restaurante. 

Atravesamos pasillos y pasillos; miles de objetos colocados a la vista. Este es uno más de los templos del capitalismo. Se alzan los estantes como naves góticas. Las nuevas rutas de la seda, las guerras presentes y futuras. Trenes, barcos, aviones que los han traído de lugares donde no se respetan los derechos humanos, en los que las empresas mueven los hilos, mientras unos pocos aquí o allí toman las decisiones. 

Llega el turno de una larga cola. Nos precede una mujer árabe, cubierta con un hiyab. Pide un café. La cajera revisa el ticket de compra.

-Tiene derecho a un café gratis por día. Solo el primero es gratuito. 

Se lo echa en cara, seca. Alza la voz para que no vuelva a intentarlo, para que todos sepamos que es una caradura que quiere dos cafés gratis. Ha de proteger los intereses de la empresa que tiene en su web como eslogan: igualdad, diversidad e inclusión convierten nuestro lugar de trabajo en un hogar. Un café es gratis; el otro ha de pagarse. Estas son las reglas. 

El aire acondicionado está a tope; te pone enfermo. 

-¡Salgamos de aquí!

Una terraza llena; otra, a medio gas. Hay que huir de Madrid; es un callejón sin salida.

Al regresar a mi calle, a mi barrio, una mujer busca comida entre los contenedores. 

Sí, hay pobreza en Cuba. Eso dicen los medios.