Luces de Navidad: barroquismo y consumismo desenfrenado, inútil, innecesario, agotador.
La mirada de improviso encuentra un número repetido, 1919, a ambos lados, en el arco de una de las bocas de metro de Gran Vía. La obra de Antonio Palacios. Sencillez, simplicidad, sobriedad.
Tenemos un personaje: el nieto de Kenji. Busca un jardín oculto al sur de Kioto. No lo encontrará, aunque acaricie con la mano sus muros.
¿Quién es el protagonista de este libro minimalista de Krasznarhorkai?
¿Será el espacio descrito en sus más nimios detalles?
Hay un monasterio, abandonado, fantasmagórico; como si los seres humanos hubieran desaparecido de repente y solo el lugar tuviera entidad real. Libros en diferentes formatos, patios y pórticos, pagodas, muros y tejas; un perro apaleado que busca un árbol, un gingko, donde cobijarse, antes del final; un pájaro que alza el vuelo desde lo alto de una torre; un zorro con ojos enloquecidos que va a morir; las varillas de incienso y el humo, delgado y sutil; los Budas, esculturas en movimiento, que giran la cabeza, sorprendidos por la belleza de unas palabras; un libro que trata sobre el infinito y niega que exista el infinito, en una habitación desordenada, sobre una cama, abierto por la mitad.
¿Será, tal vez, el tiempo ese protagonista?
El monasterio aparece; desaparece. Se llega a él por un laberinto de calles que cambian, confunden al que busca el camino: esfuerzo inútil, porque nos perderemos en una pesadilla borgiana. Hay que admitir la única verdad:
Nadie lo ha visto dos veces.
No puedes entrar en el mismo río dos veces.
El nieto de Kenji baja del tren, espera el tren, camina por el monasterio y no está en la estación, no recorrió el monasterio: un monasterio que no existe. Ayer, hoy, mañana. No hay un único tiempo; ya se sabe, el tiempo se deforma; nuestra percepción se distorsiona, se altera. El espacio se difumina, se cimenta con palabras que giran sobre sí mismas. El nieto de Kenji tal vez imaginó un último viaje antes de exhalar su último suspiro.
Y el jardín secreto. Ocho cipreses y a sus pies una capa uniforme de musgo. Un milagro que fue posible después de un largo proceso que solo la Naturaleza, paciente, selectiva, es capaz de concebir.
Un autor lo mencionó en un libro que se pierde. Un hombre lo imagina; el hijo de Kenji lo desea. Existe; no existe.
"Hay cosas que se viven solo a través del cuerpo. Lo que ha sido vivido por el cuerpo de los padres ya no puede ser vivido por el nuestro. Tratamos de reconstruirlo, de imaginarlo y de interpretarlo: es decir, escribimos su historia. Pero, si tanto nos apasiona la historia... es porque lo más importante de ella se nos escapa sin remedio..."
Pier Paolo Pasolini, Petróleo, apunte 67: la fascinación del fascismo.
El diablo nos oculta sus intenciones quemando incienso en altavoces, transformados en botafumeiros, pronunciando sonidos guturales, cegándonos con el ruido y luces estroboscópicas navideñas, en mercados donde el pescado ya no huele y encontramos, a cambio, las salsas uniformes de las cadenas de restaurantes. Nos atrae el lado oscuro; somos mediocres. El incienso disimula el lento e inevitable proceso de descomposición de nuestros cuerpos.
Diez jóvenes bailan, saltan; energía reunida, continua, persistente. Brazos, pelo, manos, piernas, dedos, ojos, pechos. Un, dos, tres, cuatro; un, dos, tres; un, dos... Cuerpos que se doblan, giran, vuelan, cantan, respiran, gritan...
Una mujer joven se abre paso entre las mesas de los restaurantes: sonríe, brillante, sensual, inmensa...
El olor del incienso viaja a través del tiempo; el olor de la mantequilla de estas galletas recién hechas nos obliga a mirar la infancia. Trozos de galletas entre los dientes; y, entonces, se escuchan, como si los hubiéramos olvidado, los ritmos del cuerpo y distinguimos, al otro lado del espejo, al otro lado del cristal, entre las mesas de la cantina, sí... las formas del humo.
Béla Tarr desde el momento en que empezó a colaborar con Krasznahorkai, el nuevo premio Nobel de Literatura, planteó otra forma de hacer cine.
Todos estamos acostumbrados a enfocar el cine como meramente narrativo: nos cuentan una historia y no importa tanto cómo nos la cuentan, aunque este último aspecto, distinga al arte del producto, el negocio o el juego diletante.
Pocos autores apuestan por el riesgo o el experimento. Saben que eso puede dejarles sin trabajo o sin espectadores o lectores. Y así, lo que encontramos en el panorama literario o cinematográfico o teatral es, en general, una eterna repetición de modelos y esquemas previsibles, conservadores, tradicionales.
Eso no es obstáculo para admitir que hay talento para dirigir en la nueva hornada de mujeres cineastas o que las novelistas o los novelistas que triunfan no sepan mantener la atención de sus lectores, pero todos -desde Carla Simón con su Romería hasta Los domingos de Aladua, pasando por la novela histórica de Posteguillo- dejan ese sabor, ese sensación de falta de contundencia y riesgo, tanto formal como temático.
Béla Tarr y Peter Watkins -éste último fallecido hace una semana- son dos ejemplos de un tipo de cine diferente, valiente y difícil de digerir para el gran público; también imprescindible y necesario.
Peter Watkins es considerado el creador del falso documental. Su planteamiento implica aspectos formales, pero, sobre todo, una apuesta decidida por poner en tela de juicio los mecanismos de poder y violencia que se imponen en las sociedades del pasado y del presente. Eso le supuso siempre enfrentarse a numerosos problemas para terminar sus proyectos. Y a esas convenciones narrativas de la gran industria -una duración determinada, un montaje tradicional, una estructura lineal-, las llamaba "monoforma". Sus temas están ligados a un cine antisistema, que nace en los años sesenta, sin los que no se podría entender toda una generación, la de de Ken Loach y los integrantes del Free Cinema: la crueldad de la guerra y un pacifismo radical en Culloden, describiendo una batalla del siglo XVIII de una manera diferente, combativa, crítica con el clasismo y el egoísmo de los poderosos, comprensiva con los eternos perdedores de la Historia, interpelándonos;
la proliferación de las armas nucleares en The war game,
que la BBC prohibió su proyección durante décadas -¿qué harían nuestras democracias ahora si se hiciera una película mostrando las posibles consecuencias de un incremento del gasto militar? Por ejemplo, pensemos en un falso documental que describiera una hipotética guerra con Rusia o China y viéramos en esa película miles y miles de muertos en las calles, edificios destruidos, ciudades arrasadas. Es evidente que ni siquiera podría rodarse-; en Punishment Park era la represión brutal de los derechos fundamentales en una especie de ucronía en la que los inmigrantes o los disidentes políticos acababan en campos de concentración -¿no nos suena familiar?-; dos obras sobre autores como Munch o Strindberg, que rechaza la idea de biopic, lineal y tradicional, para recrear el espíritu de sus obras; porque en estas Watkins no se interesa en contar una biografía convencional, sino en captar las emociones que esa obra nos provoca.
Finalmente, tenemos La comuna,
otras de esas rarezas cinematográficas en la que nos situamos en el siglo XIX, pero bajo la mirada de los medios de comunicación del siglo XX. Distopías y utopías, mezclas y experimentos formales y visuales. Valentía. La que extrañamos cuando echamos un vistazo a la cartelera actual.
Béla Tarr hizo un cine diferente, más espiritual. Es clara la influencia que tuvo el premio Nobel en este proceso.
Su primera colaboración fue Condena. Los diálogos literarios, por un lado, profundos y existenciales; por el otro, largos planos secuencias y los trávelin que crean un ambiente hipnótico.
Será en su siguiente obra, Sátántangó, donde en nueve horas adapte la obra de Krasznahorkai. Las diferencias entre la novela y su adaptación son interesantes para comparar y distinguir qué aportó cada uno.
El humor, presente en la novela, desaparece completamente en la película. No lo hace el absurdo, el sin sentido, otro de los ingredientes de la obra del autor húngaro, que te recuerda a los escritores latinoamericanos del realismo mágico o al surrealismo -¿cómo expresar cinematográficamente estas imágenes que describe Krasznahorkai: un gigante cayendo en el barro, cuando intenta librarse del abrazo de una niña, o un bar lleno de telarañas, que tejen incansablemente arañas que el propietario nunca puede ver?-, muy presente también en esa ballena varada en mitad de una plaza húngara: es el final de Werckmeister Harmonies.
Esa elección, seria y ascética, se ve reforzada por los largos planos secuencia. Una adaptación que hubiera querido contar, simplemente, la historia le bastaría con un par de horas. A Tarr, sin embargo, no le interesa la narrativa, sino el tiempo y el espacio.
El espacio se hace presente en los primeros diez minutos de película, un largo plano secuencia en las que solo vemos unas vacas atravesando un lugar en decadencia que se pudre lentamente, abandonado. Es una apuesta de gran calado. Y requiere de paciencia y esfuerzo para quien lo observe por primera vez.
El tiempo, ese reflejo de lo cotidiano, que un montaje tradicional elimina, es en Béla Tarr el elemento fundamental. Un buen ejemplo es esta escena de El hombre de Londres.
Los personajes están atrapados por el tiempo; no pueden escapar de su afilada, continua, persistente aspereza y rigor.
La presencia de los sonidos o de los diálogos -muchas veces fuera de plano, como la campana invisible y premonitoria, o resaltando lo que hay dentro del plano, como sucede con las moscas-, la cuidada planificación, el ritmo pausado, lento, hipnótico, sugestivo. La novela carece de esos aspectos, aunque en sus descripciones podamos encontrar el punto de partida.
Hay precedentes de este tipo de cine. Lo encontramos, claramente, en Tarkovski. Esa espiritualidad que el largo plano secuencia amplifica. Bresson buscaba esa sencillez formal y es difícil no pensar también -aunque las diferencias sean muchas- en el director francés o en los planos fijos de Ozu.
El final de la novela remite al concepto de creación. Volvemos al comienzo, escrito palabra por palabra por uno de los personajes, el doctor. ¿Hemos asistido a la revelación momentánea de unos fantasmas o es la imaginación de un hombre solitario y aislado el que los hace existir?
La naturaleza, terrible, atroz, dura, que siempre oculta el misterio, ese que Béla Tarr desea descubrir.
¡Qué importante es el fuera de campo en este tipo de cine!
En su obra posterior, otra adaptación, esta vez de una obra de Simenón, El hombre de Londres, añade la niebla a ese otro personaje incorpóreo de casi todas las películas de Béla Tarr o las novelas de Krasznarhorkai: la lluvia y el barro.
Las paredes que sus largos trávelin recorren con un gusto por el detalle, obsesivo, alucinante, pueden terminar con una puerta cerrada. ¿Qué hay detrás de esa puerta? ¿Qué ocurre al otro lado? La espera nos deja la opción de imaginar. Y siempre será algo terrible: no puede decirse, no puede verse, como en las tragedias antiguas.
También con una ventana cerrada; al otro lado, la lluvia, como a los diez minutos de Werckmeister Harmonies.
En ese otro lado, los personajes se mueven, gesticulan, caen, se levantan, mientras el creador describe la escena, la conserva en formol, la retiene en la memoria.
Los bares de estas historias son espacios decrépitos donde unos personajes abandonados, confusos, desesperados, agotados,
reflexionan o beben o bailan o duermen.
Los largos monólogos filosóficos, opresivos, brutales, dementes, abatidos, melancólicos.
Y los silencios, desesperados: cuerpos vacíos,
miradas perdidas.
Oscuridad, muerte.
Fin.
"Me gusta la lluvia, me gusta mirar cómo cae el agua por la ventana. Eso siempre me calma. No pienso en nada, solo miro el agua caer... Busco la belleza... No se puede vivir sin amor ni decencia..."
Elegí Viajes con Heródoto de Kapuscinski; necesitas un libro para que el tiempo se te pase más rápido en las largas esperas de los aeropuertos o en los trayectos, cuando, lejos de la ventanilla, no puedes contemplar las nubes o las altas montañas o las llanuras, punteadas de ciudades y pueblos, y atravesadas por carreteras, autopistas o caminos.
Heródoto y Kapuscinski son excelentes guías, descubridores de mundos, amantes del conocimiento, del viaje; saben cómo contar una historia y nos conservan la memoria, que se perdería, si ellos no hubieran estado allí para contárnoslo o no hubieran decidido recopilar todas esas historias y escribirlas.
Para Kapuscinki Heródoto fue un maestro porque, cuando leemos al autor polaco, nos damos cuenta de que gracias al griego se pertrechó de los recursos necesarios para mantener la atención de sus lectores. Me agrada ese primer contacto con el Mediterráneo, el que tuvo en Argel en los años cincuenta; descubre su aroma, su olor, su luz: inconfundibles sensaciones para cualquiera que ame este mar. No había olvidado de mi primera lectura el encuentro con los dos africanos, armados hasta los dientes; teme que le van a matar y, cuando se acercan, amablemente, solo le piden tabaco. Pero, sobre todo, para Kapuscinski Heródoto es una forma de superar el tiempo, alejarse del presente, observar el mundo, como si fuera reciente, fresco, nuevo.
Y las historias de Kapuscinski y Heródoto se mezclan; no parece que más de veinticinco siglos separen a Jerjes y Louis Armstrong, a Masistes, Zósipo, Ciro, Abdou, Artabanes, Creso, Negusi, Lícidas, el Dr. Ranke... Atraen nuestra atención, sean personajes reales o míticos, inventados o transformados, porque la memoria y la Historia, la nuestra, la de otros, recrea imágenes, las reconstruye, y nunca sabrás con seguridad, si han sido vividas, soñadas o imaginadas.
¿Qué imágenes recordaré de esta última visita a Annecy?
Si has estado tantas veces en un lugar, los tiempos se confunden. ¿Eres el niño, el adolescente, el joven veinteañero o treintañero, el cuarentón o el de hoy, el que se recupera con dificultad de los achaques?
Los espacios te devuelven imágenes.
Mi tío Víctor me echó en cara -en voz alta para que todos lo supieran, durante uno de esos viajes, en el baño de su casa-, que no apretaba la pasta de dientes como se debía hacer; desaprovechaba la mitad y era increíble que mis padres no me lo hubieran enseñado. No he olvidado esas palabras, la vergüenza que me produjeron. Y todavía, cuando me dice que no encienda la luz del pasillo o no me deja cambiar de canal, recuerdo ese momento, aunque ese hombre camine ahora, apoyado en un bastón, frágil, inseguro, tan cerca de la muerte...
Observo las montañas que se alzan alrededor del lago de Annecy y me parece, si la memoria no me falla, que algunas las he recorrido e, incluso, he hollado su cima; allí estuve, me gustaría decir, cuando las observo, sentado en el banco, al borde del agua, rizada por el viento otoñal.
Escucho el sonido persistente de una alarma antiaerea un miércoles de septiembre; no, no nos bombardean. Solo es un aviso del pasado, de una guerra que ya nadie recuerda.
Quedan inscripciones; aquí, los españoles que lucharon contra el fascismo; allí, los niños que murieron en campos de concentración; los fusilados de la Resistencia... Tuve hace unos años una idea: entrevistar a tres generaciones de españoles; los que lucharon contra los nazis, los que emigraron y a sus hijos y nietos. La historia de unos españoles que trabajaron y vivieron y murieron, que trabajan, viven y morirán en Annecy. Me faltó energía para hacerlo real.
Una mujer se apoya en la barandilla del puente de los Amores: "¡Jérôme! ¡Jérôme!".
Es el comienzo de La rodilla de Clara de Rohmer.
Es la Annecy que conocí por el cine. Allí mismo, sobre el puente, grabó mi madre unas palabras mucho tiempo después; sus voces, las de la actriz, las de mi madre, se fusionan, se combinan irreconocibles.
Confusa e infinita asociación de imágenes; los tiempos y los lugares se entrelazan, se entretejen en una madeja interminable.
Infinitos son los mundos por conocer; limitado el tiempo que nos queda.
El mito de Ulises tal vez sea el más conocido por el gran público. Aunque un hombre o varios -o tal vez, según alguna interpretación moderna, una mujer- que llamamos tradicionalmente Homero recopilara en el siglo VIII a.C. una larga tradición que, como la de la Ilíada, se remonta a los tiempos micénicos, la figura de Odiseo, su nombre griego, es sin duda la más cercana a nosotros.
Odiseo no es, como Aquiles, el último representante de un mundo que va a desaparecer; es el primero de otro que está naciendo. Por eso, frente a tipos como Ajax de una sola pieza, Odiseo miente, manipula, sobrevive. Y esa es su manera de afrontar el mundo, la vida. Y, por eso, nos sentimos tan identificados con un personaje que representa lo que somos, aunque no queramos reconocerlo.
Muchas han sido y serán las versiones sobre este Ulises -a la espera de la de Nolan, que podría sorprendernos o decepcionarnos-, que, como bien lo describe Homero al principio de la Odisea, es un "hombre" -esa es la primera palabra del poema- de "multiforme ingenio"/"muchas tretas" que "vio a muchos hombres y conoció ciudades y sus costumbres"... Y esa es la mejor definición de un personaje complejo y de miles de rostros, digno émulo de Atenea, la diosa de la inteligencia.
Esta versión se ha realizado en el 2025, en pleno siglo XXI. El trailer no es un buen indicio del ritmo reposado y reflexivo que elige Uberto Pasolini -que nada tiene que ver con el gran Pasolini, pero sí con Visconti, ya que es su sobrino-
Hay quien ha dicho algo así como "me avergüenzo de un Ulises que pide perdón a Penélope". Es cierto que esa no es la visión que tuvo Homero; hasta los años sesenta sería impensable un Ulises que hiciera tal cosa. Ya no somos los mismos, sin duda. Afortunadamente. El nuevo Ulises debe aceptar que la mujer también debe ser respetada, que Penélope ha sacrificado mucho; que, ponerse en el lugar de la mujer, sometida durante milenios a los hombres, es un gesto necesario y obligado. Son nuevos tiempos: nuestros tiempos...
Imaginemos una comedia de situación. Penelope, que se habría buscado un amante, a todas horas le estaría machacando; a Telémaco no habría quien le echara de casa, no pararía con el móvil y los videojuegos y, si no se trae a las novietas a casa, se haría a todas horas pajas; Euriclea y el abuelo, habría que cuidarlos, porque no hay residencias en condiciones ni un sistema de salud eficiente y las visitas al psicólogo para superar el estrés postraumático no le ayudarían y tendría que empastillarse. Y todos recordándole que en otros tiempos fue un gran hombre. Tal vez al final este Ulises posmoderno vuelva a abandonar su hogar y se cambie el nombre. El de Nadie le vendría al pelo...
Los personajes femeninos ya tenían entidad en la obra original. Está Penélope que, como Ulises, también sabe sobrevivir, destejiendo por la noche lo que teje por el día, manteniendo una fortaleza y una dignidad que solo se exige a sí misma y al recuerdo de su marido. Está Euriclea, la nodriza de Ulises, la primera que le reconoce -después de Argos, su fiel perro; siempre emociona ese momento tan delicado: el de un animal que ha esperado el regreso de su amo para expirar ante él-. Tenemos, entre los masculinos, a Antinoo, que en las adaptaciones, más que el líder de los pretendientes se acaba convirtiendo en un hombre enamorado, que se mueve entre la hipocresía y la sutileza, que prefiere mirar a otro lado, mientras observa como el resto ejerce una violencia cruel y despreciable.
Destaca el peso que en esta versión adquiere Telémaco. Existe la Telemaquia en Homero; mucho menos conocida que la parte de las aventuras y, por supuesto, que el regreso a Ítaca, muchos se preguntan, cuando leen por primera vez la obra de Homero, tal como se escribió, el porqué de esa parte. Tiene mucho más sentido de lo que parece. Casi siempre se reduce, en las versiones, a la mínima expresión, porque la fuerza del personaje de Ulises es tan poderosa que todo lo demás queda eclipsado. Sin embargo, el genio de Homero -o la hija de Homero, si intervino alguna mujer en su creación- no deja hilo sin puntada. Telémaco es el hijo a la sombra de un héroe inmortal; y eso, bien lo saben los adolescentes, puede ser una carga insoportable. Aquí, Telémaco se rebela ante el mito, busca su camino, intenta encontrar respuestas. Un Telémaco del siglo XXI se enfrenta a un padre ausente. Como casi todos.
Una de las alumnas con las que esta mañana he visto esta nueva adaptación me ha mencionado un detalle fundamental. "Me faltan las aventuras". Tal vez Nolan nos las proporcione...
Sí, este Ulises es introspectivo; es el hombre que ha salido de una guerra, destrozado psicológicamente, que ha sufrido en sus viajes y llega a su Ítaca, quebrado por dentro. Tardará en curar esas heridas. Bloqueado, necesitará recuperar su identidad para reconquistar su tierra, su paternidad, su matrimonio, su reino.
Y, sin embargo, es cierto que echamos de menos a ese otro Odiseo, el que engaña al Cíclope, el que desea saber más y se ata al mástil para escuchar a las Sirenas, el que imagina trucos y trampas para alcanzar sus objetivos, el que despierta la pasión de Calipso o de Nausícaa, el que evita el hechizo de Circe, el que baja a los infiernos. Lo podemos encontrar en la versión que interpretó Kirk Douglas en los años cincuenta.
Aún así, lo intuímos también aquí en los ojos de Ralph Fiennes que, junto a Binoche interpretan a la perfección sus papeles. Es el Ulises viajero, el que ha visto demasiado y llega cansado al hogar. Y no encuentra más que miseria, crueldad y desolación.
Me gusta esa fisicidad, como contraste, del hombre que come, desesperado, la tierra, tantas veces deseada; la del que, antes de tensar el arco, huele la madera, siente su tacto y recuerda con esos gestos, una parte de sí mismo, una extensión de su propio cuerpo. Es un cuerpo que se reconoce, se revela en otros cuerpos.
Y ahí están Fiennes y Binoche. La película mantiene el interés, pero cuando aparecen los dos, no hay nada más que decir. El primer encuentro entre ellos nos emociona; Ulises calla y escucha las quejas y el dolor de Penélope, una Penélope airada. La angustia silenciosa de este Ulises se contrapone a la desesperación de una mujer en el filo de la navaja. Tras la matanza de los pretendientes, después de esa petición de perdón, llega la reconciliación, una reconciliación entre un hombre y una mujer en el siglo XXI, que se reconocen, que se recuerdan...
"Has de contarme muchas cosas... No querrás saberlas... Deberíamos olvidarlas... Tu pasado será el mío y el mío será el tuyo... Recordaremos juntos; olvidaremos juntos... "
Porque, seamos sinceros, si los mitos griegos nos sobrevivirán, es porque hablan de nosotros. Los tiempos cambian y el Ulises de hace tres mil años no es el mismo que el que contemplamos ahora. Y no debe serlo. El mito, como Odiseo, se adapta a la realidad que lo recrea y lo trae a la vida cotidiana de los hombres y mujeres que lo soñamos y lo hacemos nuestro, que lo soñaremos y lo mantendremos vivo, mientras existamos.
"¡El mar no me ha llevado!", exclamó el niño con cara de susto. Al ver el mar arremolinarse, arremolinarse desde lejos, creyó que no pararía de crecer hasta cubrirnos.
El mar no te ha llevado, pero cuando vuelva a arremolinarse, te parecerá otra vez que es infinito y te esconderás detrás de mí, abrazado a mis piernas, como si yo fuera capaz de protegerte de todas las cosas, incluso del mar.
Como cuando al empeorar la tos, devolviste la comida y llorando me llamaste "mamá, mamá", como si yo tuviera el poder de poner fin a tus males.
Pero pronto tú también sabrás que lo único que puedo hacer yo es recordar. Recordar que estuvimos juntos ante esa gigantesca y centelleante ola, ante el tiempo, y el crecimiento, ante todas laa cosas que desaparecen y nacen de nuevo.
Que solo podemos grabar en estos cuerpos hechos de arena esos instantes como huevos de colores, la intimidad de las horas que compartimos juntos.
No tengas miedo que el mar todavía no ha venido, que estaremos juntos hasta que nos lleve, que seguiremos recogiendo piedras y conchas blancas, que pondremos a secar los zapatos mojados por las olas, sacudiendonos la arena rasposa, que de vez en cuando nos dejaremos caer al suelo y con las manos sucias nos secaremos los ojos.
ESBOZO DEL ANOCHECER 5
Estaba reverdeciendo un árbol negro que creía muerto.
Se hizo de noche mientras lo miraba.
Fluyó la sangre por los nudos verdes, la lengua se sumergió en la oscuridad.