Memorias de Adriano es la versión que Yourcenar construyó alrededor de unos de los emperadores más complejos que gobernaron Roma. Cualquier adaptación tendrá una ventaja y un inconveniente. La ventaja es evidente: la prosa de Yourcenar es avasalladora, sea cual sea la manera de enfocar la historia. El inconveniente: es difícil conservar tal calidad literaria en la propuesta formal que hagas.
El texto de Yourcenar está ahí, sin duda. Una adaptación supone una elección: desechar algunos aspectos; destacar otros. Aquí queda desdibujado, del personaje que modeló Yourcenar, su amor por la cultura, sus intereses artísticos, su afán viajero. Y, sobre todo, me faltan sus reflexiones filosóficas sobre la muerte, la vejez y la crueldad de la guerra, aunque aparezcan a pequeños trazos.
La apuesta camina en otra dirección. Adriano ejemplifica también las contradicciones de un poder absoluto. Y en los actuales poderosos encontraremos -con los micrófonos, las cámaras, la imagen repetida y multiplicada- los símbolos de la autoridad y la propaganda. Esa puesta en escena funciona cuando el discurso oficial, el proyecto político de Adriano -o más bien el de Yourcenar- se expone; un proyecto que destaca lo que desea resaltar y oculta lo que no ha de contarse a los otros o a la posteridad. No va tan bien cuando la voz interior muestra sus contradicciones. En estos últimos iría mejor que el personaje se quedara completamente solo. La música elegida o el juego de luces o las proyecciones de palabras en latín o la intervención de un coro de figurantes en un entorno televisivo (secretario, maquillador, realizador) o la grabación y su aparición en pantallas de televisión y sus declaraciones a la manera de un político del siglo XXI se me hacen superfluas y banales. No tanto por el contenido -el texto es impecable-, sino por el envoltorio que le acompaña. Y no estoy tan seguro de que, como ocurre a veces con las representaciones del Calígula de Camus, el Adriano de Yourcenar represente, sobre todo, la ambición y las consecuencias del poder sin límites. En esta obra -como en toda gran obra- hay muchos más temas.
Y no es casual que el mejor momento de la adaptación sea aquel en que se cuenta la relación con Antinoo. La parafernalia -con todo, bastante sencilla- da paso a un duo simple y minimalista entre Lluis Homar y un joven actor que expresa en su tramo final a través del baile el dolor de una pérdida y, al mismo tiempo, el sacrificio inútil de otro ser.
En cuanto a Lluis Homar, ¿qué se puede decir? Es un grandísimo actor y sostiene la obra. Siempre me quedará la duda de si -dejando a un lado el baile con ese imaginado Antinoo- un monólogo solitario de principio a fin me hubiera emocionado más.
¡He leído esta obra de Yourcenar tantas veces! A los veinte años, a los treinta, a los cuarenta, a los cincuenta. Y en cada lectura me acerco más al Adriano que concibió la escritora francesa, me acerco más al hombre que envejece, al que se preparará para la muerte.
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