"Esta huelga es inútil".
Sí, es probable que lo fuera. Una huelga por la Sanidad y la Educación pública. Es probable que todas, incluso las más combativas -semanas y meses, como las de antes- puedan serlo, pero estoy seguro de que es mucho más inútil votar. Solo hace falta escuchar a todos los políticos -desde la derecha de Vox a la socialdemocracia suavizada de Más Madrid o Podemos- en las noches electorales. Empiezan su discurso felicitándose por la "alta participación". Esa alta participación es la que consolida el sistema y la corrupción institucional, la que sostiene a los que mueven los hilos de verdad. Votar es mucho más inútil.
"Son muy jóvenes".
No añadí que también me parecían pijas y con sonrisa Profident. Ocurrió este miércoles. Iba a comenzar la presentación de un nuevo libro de Marcolongo: El arte de resistir. Lo que nos puede enseñar la Eneida. La acompañaba la autora de El infinito en un junco, Irene Vallejo. Nada que objetar a su discurso principal: hay que defender lo clásico. Han conseguido que se las escuche en una sociedad pragmática, superficial y que busca el beneficio económico; así que, claro, tienen mi comprensión y apoyo. Hay que abogar por lo que muchos -la gran mayoría- considera inútil: sea una huelga o una obra de Platón. Pero, desde el principio, dos detalles me chirriaron.
El primero, sin duda, fue su tono amable y almibarado. No tanto hacia Eneas -sí, se resaltaron sus virtudes y se buscó ocultar los defectos del personaje y de la obra de Virgilio, atreviéndose a criticar veladamente a Homero, Aquiles y Ulises (¡oh, cuánto atrevimiento!) y a alabar al gran Augusto, el que apoyó a Virgilio para escribir la Eneida, comparándolo con los políticos actuales (al menos, Augusto exilió a Ovidio; los de ahora, como mucho, les quitan las subvenciones)-, sino, más bien, cuando intentaron establecer una relación con la actualidad. El discurso evitaba entrar en conflicto, mostraba la situación de minusvaloración de las Humanidades, pero no criticaba el capitalismo o sí, lo hacía, pero con tiento. Apareció la guerra de Ucrania, pero no profundizaron demasiado; no vaya a ser que alguien se enfade...
Y es que, -y este es el segundo aspecto- estoy se hacía en una sala de la Fundación Telefónica con cámaras que cuestan miles de euros y dos impresionantes pantallas croma. ¿Una cultura elitista? Sí, aquí no veremos a ciudadanos que trabajan más de doce horas al día o a mileuristas puteados y sin derecho efectivo a huelga -¡atrévete a hacerlo, machote!- o a delincuentes que sobreviven, trapicheando. Tampoco verás a deshauciados que se quedan en la calle ni a policías que golpean a manifestantes. Además, no puedes morder la mano que te da de comer. ¿Puede alguien que presente un libro allí -arrellanados en asientos amplios, como si estuviéramos en la clase Business de un avión- criticar este modelo económico brutal y despiadado sin ambages ni medias tintas o denunciar el gasto armamentístico en el que todas las grandes empresas de este país están implicadas o descubrir la propaganda que cada día nos aplasta? No, se le acusaría de hacer política. ¿Y no es eso lo que hacían Sócrates y Tucídides, Tácito y Cicerón?
Al final, eché de menos a Dido y a Turno. Una, porque consideraría a Eneas un cobarde; el otro, porque fue eliminado para que Roma fuera grande y eterna, como tantos otros pueblos y culturas. Todo eso no lo mencionaron estas dos mujeres jóvenes, sobradamente preparadas y también, ¿por qué no decirlo? conformistas -vender muchos libros también te obliga a no decir determinadas cosas-.
Me faltó también Pasolini, un Pasolini intelectual crítico e independiente que denunciara a aquellos que mueven los hilos o a los que apuntalan los negocios de otros. Pero a estos sitios nunca serán invitados. Han sido apartados o eliminados. Vilipendiados, denigrados, olvidados. Ya no existen.
Sí, lo admito, hemos perdido. ¿Resistir como Eneas? ¿O luchar inútilmente?
La derrota y lo inútil, sí. Y también, la lucha y el compromiso.
¿Qué nos queda, pues?