No recuerdo de qué hablábamos hasta que me doy cuenta de que estás embarazada. Y se te nota; debes de estar de cinco o seis meses. Me hablas de tu experiencia anterior, cuando abortaste, antes de que te diagnosticaron el cáncer. Sin embargo, ese recuerdo no te entristece; ahora pareces feliz, exultante, satisfecha, a gusto contigo misma.
Me preguntas de repente qué me parece. Siento un mareo; la cabeza me da vueltas. Caigo al suelo, pierdo el conocimiento.
Cuando me despierto -no sé cuánto tiempo he estado inconsciente-, ya no te encuentro a mi lado. Te has marchado. Les pregunto, a quienes se han acercado a ayudarme, si te han visto. Todos me dicen que estaba solo, cuando caí. Me levanto bruscamente y te busco, ansioso. No te encuentro. Salgo fuera.
Sé dónde estoy. Es la misma calle por la que pasaba todos los días, cuando iba al colegio o al instituto. Y sí, allí había un Simago. Miró a derecha y a izquierda; tampoco estás allí.
Y entonces pienso que tal vez no has existido nunca, que no fuiste real, que eres solo fruto de mi imaginación.
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