lunes, 3 de abril de 2023

TORRELAVEGA: ADDENDA


I

Alrededor de la siete de la tarde, ya tenía hambre. Había comido un bocadillo y poco más desde que salí de Madrid. Curioseé por internet y recomendaban, entre otros, un restaurante llamado Mesón la Taberna; se encontraba en una bocacalle, muy cerca de la plaza Roja. Me presenté allí a las ocho; esa noche tenían preparado una fiesta privada en la que el hijo traía a sus amigos y pensé que me iban a decir que no, pero el propietario, antes de que pudiera decidirme, me hizo entrar en el comedor de la planta baja. En la zona de la barra tenían puesto en la televisión un partido de baloncesto; como estaba solo en la salita -no tendría más de cuatro mesas-, me preguntó si me interesaba el deporte. Le respondí que no, que el baloncesto solo me atraía, cuando jugaba Michael Jordan; así que me dejó con el concurso de Pasapalabra, mientras ellos, a unos metros, veían ganar al Madrid. Después, vino el informativo. Parecía que "la izquierda de la izquierda" quería presentarse unida a las próximas elecciones. En este asunto, tengo dos ideas claras. La primera es que no existe la izquierda de la izquierda; y que la otra mencionada dejó de ser izquierda, socialista y obrera en cuanto llegó al poder. La segunda es que ya no me volverán a tomar el pelo; el sí se puede dejó de ser tragedia para convertirse en farsa hace mucho tiempo. Y con el miedo a la derecha, a mí ya no me engañan. 

Por tanto, ajeno e indiferente a la representación, disfruté de un magnífico caldo de cocido y unas albondigas muy respetables, servidos con la sonrisa y la amabilidad de la dueña. 

Al día siguiente volví para comer. Me ofrecieron un pequeño hueco a la entrada y me pareció perfecto. Un solo comensal debe aceptar el lugar que le ofrezcan, cuando un sitio está lleno. Esta vez me decidí por la ensaladilla y una musaka. Bien hechas; me agradaron. En la televisión ponían una carrera de motociclismo. Hace años, en los noventa, eran los toros lo que se veía en los restaurantes o, así lo afirma, en los capítulos que corresponden a España, Paul Theroux en su libro de viajes Las columnas de Hércules; ahora, según parece, es el deporte. Los tiempos han cambiado; el ritual sangriento da menos dinero que la competición de alto nivel y la publicidad aneja.

Los clientes, en la barra del bar, esperaban su turno para entrar en los comedores. La entrada se fue vaciando, mientras los platos, que destacaban por su cantidad, iban pasando de una mesa a otra. Los postres estaban currados y se notaba que eran caseros. Me fijé, mientras tanto, en detalles curiosos: en unas cerámicas aparecían frases tópicas, de estas que buscaban la sonrisa, irónicas, conservadoras, reaccionarias; hacía mucho que no las veía en un restaurante. La novedad es que, entre ellas, había una de Montaigne. También había varias gorras de cuerpos policiales -locales, nacionales, europeos; incluso, el de la legión o el de los antidisturbios-, en la parte superior de la barra, encima de las botellas. 

Le pregunté al dueño: 

-Nos las regalan, cuando vienen por aquí a comer. 

Un escudo del At. Madrid destacaba, si mirabas al fondo, desde la entrada; en cambio, tenían una imagen del Bernabeú, en una esquina, tras la barra. Me sorprendió esa contradicción y se lo mencioné:

-Mi hija... -suspiró con resignación- ganas de incordiar...

II

Torrelavega no es un sitio para visitar como turista. Antes, había industria; ahora, es el sector servicios el que mantiene vivo al pueblo. Sobreviven algunas empresas, al otro lado de la estación de FEVE, y una chimenea: restos de otros tiempos. Quedan pocas casas antiguas; y las que siguen en pie tienen las huellas de lo que se ha abandonado: tejados caídos, maleza y hierbas entre las piedras y los huecos de las paredes, persianas descuidadas, algún cristal roto en las ventanas. Rodeadas, como si fueran los últimos supervivientes de un asedio, de urbanizaciones y fincas de hormigón y bloques de edificios altos de ladrillo. 

Las iglesias se llenan, más o menos, pero la media de edad ronda los cincuenta años en adelante. Los jóvenes comen en restaurantes de comida rápida y se bebe en bares de diseño. El nivel de vida es aceptable; no hay mendigos en las calles y los edificios, en general, están cuidados. Hay obras en marcha: costumbre inveterada de los ayuntamientos, meses antes de las elecciones. La vida cultural es escasa; aunque puedas encontrar algún concierto alternativo de cuando en cuando, alguna asociación que intente dinamizar el pueblo, o, cerca de la estación de FEVE, una librería que te invita a curiosear contenidos más atractivos de los que esperarías en una población de este tipo. 

III

En Santillana de las tres mentiras -que no es santa, ni llana ni hay mar- no había mucho turismo a finales de marzo. Los grupos de las agencias con sus autobuses llegaron sobre las diez. Hasta entonces la sensación era la de un pueblo bien cuidado, tranquilo y aburrido: parque temático, eso sí, con tiendas de recuerdos y restaurantes cada diez metros y palacetes antiguos y museos sencillos.

Elegí otro restaurante que recomendaban en internet. El trato fue menos personal que en el de Torrelavega, pero tanto en calidad como en cantidad no me decepcionó. Me arriesgué por un cocido montañés que me sentó muy bien. Los calamares en su tinta estuvieron a la altura. 

A mi lado dos parejas de ancianos comenzaron a hablar de sus achaques, que a su edad ya eran muchos. Luego hicieron un repaso, cuando se sentó con ellos un vecino, de la lista de fallecidos de entre sus conocidos. Aunque alguno todavía vivía, con cien años cumplidos. 

Hacía un poco de calor, así que pusieron el toldo; nosotros estábamos en una terraza acristalada. Desde donde me encontraba podía ver a quienes iban llegando al patio interior. Dos familias con sus hijos se sentaron frente a mí, al otro lado del cristal. Los primos -dos chicas, una de ellas, adolescente, y un chico- parecían algo cohibidos; se notaba que hubieran preferido estar en otro sitio, pero la obligación familiar no les permitía decir que no. Quien llevaba la voz cantante era el padre de la adolescente, la cual, nada más llegar, se había guardado el móvil en el bolso. Los demás, más o menos, aceptaban sus sugerencias, sin demasiada convicción. 

Como ya había terminado, salí del restaurante. Tomé un camino que me permitiera ver el pueblo desde más arriba. Otras perspectivas ayudan a abrir la mente. Y en mi caso, despertó recuerdos olvidados. Mientras iba alejándome, me di cuenta -en un deja vu- de que ya había estado antes aquí. En la primera etapa del Camino desde Santander, con J. Él había llegado reventado, no pudo recuperarse y a los tres días tuvo que dejarlo. Recordé el lugar donde dormimos, aunque por entonces la entrada por la calle principal estaba abierta; pude ver desde el lado posterior el patio donde lavamos la ropa, nada más llegar. ¿Dónde estaba el restaurante en el que cenamos? Recordaba también otro patio interior, similar. Y una calle ancha que daba a la entrada. Sí, no tardé en descubrir el lugar, más arriba.

Tal vez no lo había reconocido, porque, entonces, era pleno verano y la calle parecía la Gran Vía. No se podía uno ni mover. Hacía calor y estábamos agotados. Siempre es mejor visitar estos sitios en primavera y con pocos turistas. Un limonero brillaba a un lado de la calle principal. 

Recordé a J. al que no veo desde hace un año. Ninguno de los dos da su brazo a torcer y no parece que tengamos interés en reencontrarnos. 

Imagino que todo viaje invita a la melancolía. Sobre todo, si vuelves a un sitio años después. Santillana no había cambiado demasiado; sin embargo, yo, sí. 



No hay comentarios:

Publicar un comentario